La
Puerta de Toledo
Para escribir con el corazón, hay que
soslayar un poco la historia. Oprimen demasiado el pecho legajos y documentos,
lo que no quiere decir que el historiador no sepa con imaginación, a través de
los senderos de la lógica, las lagunas de los testimonios escritos y orales.
Así, en la transcripción hecha por la señora Pérez Valera de un manuscrito
inédito atribuido al Padre Díaz Jurado, Párroco que fue de la Iglesia de San
Pedro por el año 1680, se habla de las seis puertas que abrían las murallas de
Villa Real a los inmensos campos que la rodean: la de Toledo que miraba hacia
la esplendente sede imperial; la de Calatrava, con los brazos abiertos a la
unidad de los hombres y de las tierras, frente al heroico tesón de los
caballeros; la de la Mata, vigía del nuevo sol de cada día, anuncio de nuevas
glorias para la grandeza de la patria; la de Granada, hacia el mediodía, con
ansias de reconquista, para ver si por fin lloraban los ojos del último rey musulmán
lágrimas que se fundiesen con las primeras espumas de las carabelas; la de
Alarcos que, abriendo el camino hacia Sevilla, abría también la ruta de los
conquistadores y misioneros hacia las Indias y por ella salieron los realengos
que, sin llegar a la gloria de Diego de Almagro, fueron también adelantados del
Imperio de ultramar; y la de Santa María que, mirando hacia el Guadiana,
mostraba la lección del pasado clavada en las ruinas de Alarcos.
Pero como no somos historiadores, la
verdad es que echamos de menos otras dos puertas que, si no debían ser grandes
y principales como las citadas, no nos resistimos a creer que no existiesen,
aunque nada más fuese como portillos de escape entre las almenadas aspillera de
las murallas: la del Carmen y la de Ciruela. Permítasenos imaginarlas también,
mirando la una hacia Portugal en la fraterna coyunda de periplos gloriosos y,
la otra, hacia Tierra Santa, en un anhelo espiritual de Cruzada.
Para nosotros, por tanto, Villa Real
será siempre la ciudad de las ocho puertas, de los ocho ojos inmensos enfocados
hacia la grandeza de las ocho llaves que cierran el paso a la opresión y se
abren a la libertad de los ocho brazos que tienden sus manos a los cuatro
puntos cardinales de la patria para estrechar otras manos y otros pechos en un
abrazo de unidad, razón política fundamental por la que fuera creada la ciudad
por don Alonso el Sabio, de grata y feliz recordación.
En el cinturón amurallado que rodeaba el
talle de la ciudad –símbolo en piedra, lo mismo del tahalí de la espada, que
del cíngulo del fraile- había ocho faros, por tanto, para guía del navegante de
la llanura que, cuando se hallaba en trance de naufragio espiritual, acudía al
puerto de Santa María del Prado buscando refugio para su alma.
Boceto
de la escultura del Rey Alfonso X el Sabio de Joaquín García Donaire
Ciudad Real siempre ha sido una
población mariana, puesto que el hecho mismo de su fundación va marcado por la
mano de Nuestra Señora que, al haber mostrado predilección por el Pozuelo de
Don Gil, atrajo las miradas del propio Rey Sabio, enamorado cantor de sus
glorias. Están muy bien las otras razones humanas aducidas en el acto
fundacional, pero no puede escaparse a nuestra atención el hecho de que, siendo
devoto en grado sumo de la Virgen don Alonso de Castilla, hijo de un Rey Santo,
no considerarse los prodigios de Santa María del Prado como una indicación
sobrenatural.
Faro de la Virgen y testimonio de la
voluntad de un Rey, movido por sabias razones espirituales y políticas, Ciudad
Real tuvo carácter propio desde los primeros momentos. Y la doble misión de
adelantada de Nuestra Señora y de la unidad, se concreta en uno de sus hijos
más ilustres, Hernán Pérez del Pulgar, “el de las Fazañas”, que si clavaba la
leyenda del Ave María en el corazón de Granada, cavada también el último
estandarte de una lucha de siete siglos, como jalón permanente de la nueva
etapa que se abrió con Sus Serenísimas Altezas los Reyes Católicos: el Imperio.
Conscientes los realengos de su misión
histórica, primero admiten a los calatravos dentro de sus muros, obedeciendo la
cedula del Rey de “que no se fuerce a los de la Orden que pueblen la ciudad”, y
luego firman la concordia con ellos a los pocos años de la fundación, Más
tarde, don Sancho prohíbe la enajenación de la ciudad de la corona, porque es
símbolo de la indivisible unidad de la monarquía. Y, finalmente, se llega a la
confederación con Toledo y Extremadura para “no darse a hombre poderoso”, es
decir, para no dar paso de nuevo al feudalismo y a la preponderancia de los
nobles frente al poder real, en lo que los de Villa Real fueron percusores.
Cuando en Europa la gleba aún gime bajo el despotismo de los “señores de horca
y cuchillo”, en España, siempre acusada de intransigente o inquisitorial por
sus enemigos, se había acabado la arbitrariedad con la implantación de la
igualdad de todos ante la justicia. Por ello, se hizo innecesaria una
revolución como la francesa en nuestro suelo; y por ello, también, no hacía
falta inventar aquí la democracia política.
Para nosotros Villa Real, acaso en una
interpretación demasiado personal de su significado y de su destino, fue
presagio de unidad y de igualdad, frente a las banderías y las castas.
Carlos
María San Martín. Diario “Lanza”, miércoles 31 de agosto de 1955, página 2.
Vista
de Ciudad Real en los años sesenta del siglo XX
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