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martes, 14 de abril de 2020

LA CIUDAD DE LAS OCHO PUERTAS. SANTA MARÍA, EL REY Y LOS HOMBRES


La Puerta de Toledo

Para escribir con el corazón, hay que soslayar un poco la historia. Oprimen demasiado el pecho legajos y documentos, lo que no quiere decir que el historiador no sepa con imaginación, a través de los senderos de la lógica, las lagunas de los testimonios escritos y orales. Así, en la transcripción hecha por la señora Pérez Valera de un manuscrito inédito atribuido al Padre Díaz Jurado, Párroco que fue de la Iglesia de San Pedro por el año 1680, se habla de las seis puertas que abrían las murallas de Villa Real a los inmensos campos que la rodean: la de Toledo que miraba hacia la esplendente sede imperial; la de Calatrava, con los brazos abiertos a la unidad de los hombres y de las tierras, frente al heroico tesón de los caballeros; la de la Mata, vigía del nuevo sol de cada día, anuncio de nuevas glorias para la grandeza de la patria; la de Granada, hacia el mediodía, con ansias de reconquista, para ver si por fin lloraban los ojos del último rey musulmán lágrimas que se fundiesen con las primeras espumas de las carabelas; la de Alarcos que, abriendo el camino hacia Sevilla, abría también la ruta de los conquistadores y misioneros hacia las Indias y por ella salieron los realengos que, sin llegar a la gloria de Diego de Almagro, fueron también adelantados del Imperio de ultramar; y la de Santa María que, mirando hacia el Guadiana, mostraba la lección del pasado clavada en las ruinas de Alarcos.

Pero como no somos historiadores, la verdad es que echamos de menos otras dos puertas que, si no debían ser grandes y principales como las citadas, no nos resistimos a creer que no existiesen, aunque nada más fuese como portillos de escape entre las almenadas aspillera de las murallas: la del Carmen y la de Ciruela. Permítasenos imaginarlas también, mirando la una hacia Portugal en la fraterna coyunda de periplos gloriosos y, la otra, hacia Tierra Santa, en un anhelo espiritual de Cruzada.

Para nosotros, por tanto, Villa Real será siempre la ciudad de las ocho puertas, de los ocho ojos inmensos enfocados hacia la grandeza de las ocho llaves que cierran el paso a la opresión y se abren a la libertad de los ocho brazos que tienden sus manos a los cuatro puntos cardinales de la patria para estrechar otras manos y otros pechos en un abrazo de unidad, razón política fundamental por la que fuera creada la ciudad por don Alonso el Sabio, de grata y feliz recordación.

En el cinturón amurallado que rodeaba el talle de la ciudad –símbolo en piedra, lo mismo del tahalí de la espada, que del cíngulo del fraile- había ocho faros, por tanto, para guía del navegante de la llanura que, cuando se hallaba en trance de naufragio espiritual, acudía al puerto de Santa María del Prado buscando refugio para su alma.

Boceto de la escultura del Rey Alfonso X el Sabio de Joaquín García Donaire

Ciudad Real siempre ha sido una población mariana, puesto que el hecho mismo de su fundación va marcado por la mano de Nuestra Señora que, al haber mostrado predilección por el Pozuelo de Don Gil, atrajo las miradas del propio Rey Sabio, enamorado cantor de sus glorias. Están muy bien las otras razones humanas aducidas en el acto fundacional, pero no puede escaparse a nuestra atención el hecho de que, siendo devoto en grado sumo de la Virgen don Alonso de Castilla, hijo de un Rey Santo, no considerarse los prodigios de Santa María del Prado como una indicación sobrenatural.

Faro de la Virgen y testimonio de la voluntad de un Rey, movido por sabias razones espirituales y políticas, Ciudad Real tuvo carácter propio desde los primeros momentos. Y la doble misión de adelantada de Nuestra Señora y de la unidad, se concreta en uno de sus hijos más ilustres, Hernán Pérez del Pulgar, “el de las Fazañas”, que si clavaba la leyenda del Ave María en el corazón de Granada, cavada también el último estandarte de una lucha de siete siglos, como jalón permanente de la nueva etapa que se abrió con Sus Serenísimas Altezas los Reyes Católicos: el Imperio.

Conscientes los realengos de su misión histórica, primero admiten a los calatravos dentro de sus muros, obedeciendo la cedula del Rey de “que no se fuerce a los de la Orden que pueblen la ciudad”, y luego firman la concordia con ellos a los pocos años de la fundación, Más tarde, don Sancho prohíbe la enajenación de la ciudad de la corona, porque es símbolo de la indivisible unidad de la monarquía. Y, finalmente, se llega a la confederación con Toledo y Extremadura para “no darse a hombre poderoso”, es decir, para no dar paso de nuevo al feudalismo y a la preponderancia de los nobles frente al poder real, en lo que los de Villa Real fueron percusores. Cuando en Europa la gleba aún gime bajo el despotismo de los “señores de horca y cuchillo”, en España, siempre acusada de intransigente o inquisitorial por sus enemigos, se había acabado la arbitrariedad con la implantación de la igualdad de todos ante la justicia. Por ello, se hizo innecesaria una revolución como la francesa en nuestro suelo; y por ello, también, no hacía falta inventar aquí la democracia política.

Para nosotros Villa Real, acaso en una interpretación demasiado personal de su significado y de su destino, fue presagio de unidad y de igualdad, frente a las banderías y las castas.

Carlos María San Martín. Diario “Lanza”, miércoles 31 de agosto de 1955, página 2.

Vista de Ciudad Real en los años sesenta del siglo XX

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