La procesión
de palmas del Cabildo Catedral en el año 1913. Imagen publicada en la revista “Vida
Manchega” núm. 50 del 20 de marzo del citado año
A lo largo de la historia, la Semana de
Pasión no solo ha conmemorado la inmolación de Jesús por la Humanidad sino, que
demasiado a menudo, actos públicos y ritos religiosos estuvieron trufados de
desencuentros entre autoridades civiles y eclesiásticas, piques entre
oligarquías e incluso alborotos populares que eclosionan o se generan con
motivo de la Semana Santa. Para comprender en su justa medida el alcance de
tales conflictos nos detendremos en los problemas suscitados durante la
celebración del Domingo de Ramos. Unos ramos que luego portaban los poderosos y
se repartían entre los fieles, que los atesoraban en sus casas para que les
protegiesen de todo mal durante todo el año.
En la hoguera de las vanidades que es la
España de la Modernidad, espectáculos públicos, fiestas comunitarias, desfiles
cívicos y procesiones piadosas se convierten en escenarios privilegiados bien
para demostrar piedad, prodigalidad o riqueza, bien para visualizar quién es
quién en una comunidad. Así, desde el lugar donde se veían los toros en la
plaza pública hasta el puesto que ocupaba cada cual en una procesión estaban
marcados por tu sangre y tu fama, dos de los elementos en torno al cual se
vertebraban las relaciones sociales; de tal modo que era imprescindible que
cada uno aceptase su lugar en la jerarquía de cualquier pueblo o ciudad.
Además, debemos tener en cuenta que los
eclesiásticos de cada lugar se organizaban en auténticos cabildos, que
competían con el propio ayuntamiento a la hora de presidir actos y erigirse en
líderes populares, a menudo en beneficio propio. Según el vecindario de 1591
había en la ciudad veintinueve clérigos seculares. Sin embargo, su número se
multiplico a partir del siglo XVII, de modo que la clerecía existente en Ciudad
Real a fines del barroco constituía una legión de beneficiados, paniaguados y
simples aforados sin más afán en la vida que asegurarse el sustento y ser más
que su vecino, siendo raras tan las vocaciones auténticas como las formaciones
teológicas realmente sólidas. La Iglesia de Santa María del Prado (hoy
catedral) albergaba a un cura de almas, cuatro beneficiados y veinte
capellanes, además de otros veinticuatro sacerdotes, un aforado de epístola y
tres de órdenes menores; la Parroquia de San Pedro no le iba a la zaga, con un
cura, tres beneficiados, veinte capellanes (incluidos cuatro músicos),
veintidós sacerdotes y tres clérigos de menores; en tanto que la Iglesia de
Santiago estaba asistida por un párroco, dos beneficiados, diez capellanes de
coro y otros tantos presbíteros, además de siete capellanías fundadas por un
indiano, a pesar de todo lo cual se pensaba que había “mucha falta de
confesiones”(1).
La antigua
Casa Consistorial, testigo mudo durante siglos del acto de bendición de ramos
de nuestra ciudad
A lo largo de toda la modernidad las
relaciones entre clero y pueblo osciló entre el respeto y el conflicto, aunque
por regla general el ascendiente moral de frailes y sacerdotes sobre los fieles
es incontestable. Otra cosa eran los desacuerdos puntuales, sobre todo a la
hora de que los representantes del rey (es decir, los corregidores) pretendan
ocupar algún sitio preferente durante los oficios divinos o las procesiones,
abandonando el tradicional banco de autoridades para sentarse en alguna silla
cercana al altar mayor. Así, el 15 de enero de 1605, un acuerdo entre los
cabildos eclesiástico y secular de Ciudad Real preveía que el juez regio debía
sentarse junto a la grade del presbítero, cerca del evangelio. Una costumbre
que no fue alterada hasta que el 29 de junio de 1785 el corregidor Anastasio
Francisco de Aguayo y Ordoñez planta una silla en el coro y en la procesión
general que se hace al día siguiente, dentro de la Iglesia del Prado, participa
con una vela encendida en una mano y la vara de justicia en la otra, ocupando
un lugar entre el párroco y las mujeres, cerrando la comitiva escandalizando a
los clérigos presentes por dicha novedad. Dos años después, desde Madrid se
dice que el corregidor actuó correctamente, pero que debería ponerse de acuerdo
con el vicario ciudadrealeño para evitar problemas (2).
Pero no todos los actos litúrgicos se
realizaban en iglesias o monasterios. Desde hacía siglos, las arcas municipales
sufragaban diversos votos celebraciones religiosas (San Sebastián, San José,
Domingo de Ramos, San Marcos, San Roque, San Agustín, San Miguel, Nuestra
Señora, Inmaculada y Aparición de la Virgen del Prado) (3), además de la festividad del Corpus
Christi, cuando hasta bien entrado el siglo XVIII costearon incluso las danzas
de gitanos que aderezaban la fiesta mayor de la Cristiandad. Pero es
precisamente una de estas celebraciones cívico-religiosas, la bendición de los
ramos el primer día de Semana Santa, el acontecimiento que analizaremos en esta
ocasión.
En la mayoría de las villas y ciudades
castellanas de la época, el clérigo secular de mayor rango del lugar bendecía
los ramos de palmeras u olivo que luego se entregaban a la corporación
municipal, para que participasen en la procesión que evocaba la entrada de la
sagrada familia en Belén. Se trataba de un evento en el cual autoridades y
pueblo participaban en común de un evento festivo, cohesionando los lazos
afectivos y sociales que vinculaban la suerte de la comunidad a la unión de
todos sus miembros en la devoción a Cristo.
Miguel
Fernando Gómez Vozmediano
Universidad
Carlos III de Madrid
“Vera
Cruz” Núm. 22, revista Oficial de la Hermandad de la Vera Cruz y Ntra. Sra. de
la Soledad de Puertollano. Año 2011.
(1) Archivo
Diocesano de Toledo (ADT), Visitas Pastorales, años 1666-1692, doc. 28.
(2) Archivo
Histórico Nacional, Consejos, leg. 1007, doc. 9.
(3) López-Salazar
Pérez y Carretero Zamora J. M.: “Ciudad Real en la Edad Moderna”, en Espadas
Burgos, M. (dir.): Historia de Ciudad Real. Espacio y Tiempo de un núcleo
urbano, Ciudad Real, 1993, pp. 245-246.
La
palma bendecida, colocada en balcones y ventanas, protege a los hogares de las
fuerzas del mal
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