Era una tarde de primavera. El avión correo Madrid-Sevilla se había desviado de su ruta, y en aquel momento volábamos sobre mi ciudad. Es la pequeña capital de una provincia grande. Dista treinta minutos de vuelo -y más de treinta leguas de “suelo”- de la villa y la corte. A vista de pájaro, parecía tener cierta forma de corazón. Su punta sería la Puerta de Toledo, y estaría dividida en cuatro grandes “cavidades”, por las calles de Granada,-Ruiz Morote- Audiencia y Toledo, cruzadas por las de Calatrava-Feria-Postas y Alarcos. Ante esta visión, vuela también mi pensamiento e imagino una interpretación de la historia de la ciudad.
Pienso que toda su historia, ha sido una constante lucha entre el jardín y las calles y casas; entre la flor y la piedra puesta artificialmente -y otras veces artificiosamente- por el hombre.
Hay tres tiempos en esa lucha; tres momentos en el crecimiento de la ciudad. Pozuelo de Don Gil o “El Pilar”, Villarreal o “El Prado” y Ciudad Real o “El Parque”.
Al principio, unos cuantos habitantes del
sitio de Alarcos, cabe el Guadiana, tuvieron que retirarse de aquel paraje por
ser insano debido a las fiebres palúdicas. Aquellos pastores se replegaron una
legua y algo más hacia el este, cerca de un pozo donde pudieran tener agua
abundante. Allí pusieron un pilar para dar de beber a sus ganados. Las pequeñas
flores que hasta entonces crecieron libremente, al ser pisoteadas por los
rebaños -y por el hombre- desaparecieron, para marcharse a un prado frondoso
que existía a unos centenares de metros de aquel lugar. El pilar de abrevar el
ganado, dio nombre a una Plaza del Pilar, en donde todo el suelo es duro. Duro,
porque apenas hay flores. Inhóspita la plaza, porque las acacias raquíticas, no
invitan mucho a pasear bajo su sombra. Es una plaza de paso hacia la Estación,
hacia los jesuitas, y en el verano, hacia los cines. A su alrededor se levantan
gran número de oficinas; de particulares, de Compañías, de organismos públicos,
terrazas de los bares y, sobre todo, establecimientos bancarios: negocios,
transferencias, cheques, vencimientos, letras (que resulta que son números) …
una plaza, en fin, con mucho “interés”.
El jardín se fue al Prado. Sobre su verde hierba crecían los grandes árboles. Un día, en la copa de uno de ellos, apareció una paloma; mejor dicho, una Virgen en forma de paloma. Era la Virgen del Prado, que desde entonces es la Patrona de la ciudad. Pronto se le construye su camarín, después su ermita, luego su iglesia, y más tarde su Catedral. La ciudad se viene hacia el Prado. Ya es Villa-Real por obra y gracia de Alfonso X el Sabio. Las calles y casas cercanas adquieren sabor realengo y aristocrático. Alrededor del Prado se construyen palacios señoriales como los de los marqueses de Casa Treviño, Castellanos, Huétor de Santillán -¡aquí nació Hernán Pérez del Pulgar, el de las Hazañas!- y el de Villamedina. Las calles se llaman Reyes, Real, Infantes, Juan II…
La de “Caballeros” es el límite con el barrio latino que pudiéramos llamar. En sus alrededores están los centros culturales. El Instituto, la Escuela Normal y de Comercio; las Bibliotecas de la Diputación, del Casino y de Treviño. Por allí vivían catedráticos como Balcázar, Corrales, Bernabeu y Calatayud; el pintor Andrade, el poeta Barreda y el historiador mártir Obispo Estenaga.
El jardín del Prado es escudo y libro. Es
intelectual y heráldico. Por cimera tiene la fachada principal de la Santa
Iglesia Prioral (las cuatro Ordenes Militares).
Sus jardines son los cuatro cuarteles del escudo. Con sus árboles de verdad, con sus fuentes de verdad, y con algún perro -lobo- andante, que cruza hacia la calle de Morería. Allí está el sinople verde del césped, el gules encarnado de las rosas rojas, el azur azul de las miositis (que da mote al escudo “no me olvides”), el oro de las margaritas y el plata del surtidor cristiano. Cadena que rodea al escudo es la barandilla de hierro que limita el paseo y hace de respaldo del asiento de piedra que le circunda por tres de sus lados; cadenas que dicen que por estos lugares estuvieron los reyes de España…
Sobre el tejado de la Catedral, cientos y cientos de palomas son como la escolta y el recuerdo permanente de aquella otra que se posó en tiempo remoto, en el árbol del Prado. Hubo un alcalde que quiso llevárselas al Parque a un palomar hecho para ellas, y todas desaparecieron.
Tercer tiempo de nuestra historia. Los aligustres del Prado se están secando. Es cierto que hay árboles, que hay flores y que hay fuentes, pero el jardín está prisionero, por la argolla de hierro de su baranda, por las calles que le rodean y por las casas. El jardín tenía que crecer y no podía derribar estas casas cargadas de historia. Se fue.
Se fue buscando el camino que trajeron los primeros pobladores, en dirección a Alarcos, y en la Puerta de este nombre el jardín se convirtió en Parque. Aprovechó la vieja carretera de sus gruesos árboles convirtiéndola en ancho paseo. Puso fuentes, estanques, monumentos y pérgolas, anchos y rectos paseos y otros estrechos haciendo curvas simétricas bajo las tulipas sombras de los árboles que cruzan sus ramas. Puso rosaleras y miles de flores en el suelo y macetas; el agua corre abundantemente por sus regueras.
El parque estaba amenazado por una tenaza
de hierro: el ferrocarril. A un lado, las instalaciones accesorias de la Estación;
al otro lado, la línea tendida hasta la capital del reino. Paralela a esta
última, la carretera, a cuya vera comienzan a edificarse las Casas Baratas.
El Parque ha echado “raíces”. Ha conseguido que quiten el ramal de hierro -la desviación de la directa-; que 1e separaba de aquellas casas, y ha atacado a la ciudad, por primera vez en su historia.
La ha atacado, y la ha vencido, pues ¿qué otra cosa es la Ciudad Jardín? En ella todas las calles tienen árboles, y todas las casas tienen su árbol, su fuente y su flor. El Jardín ha penetrado en la ciudad. Y para que la ciudad no penetre en el jardín ahí está de centinela ese copudo árbol, con su alfombra verde situado en la misma puerta de Alarcos. Está frente a frente con la columna de la Avenida de los Mártires que es el centinela de la ciudad.
Este árbol no deja pasar hacia su jardín el material de construcción, que para él sería de destrucción. No los deja pasar y los desvía hacia el Paseo de Cisneros y hacia la Ronda de Santa María.
Ese árbol es el límite entre el yeso, el ladrillo, el adoquín y el cemento, por un lado, y el agua, el césped y la flor por otro. Entre la farola y el árbol, entre la calle y el paseo, entre la flor y la piedra. En una palabra, entre la ciudad y el jardín.
Divisé el Guadalquivir y unos minutos más tarde volvía a aparecer este río ya con Sevilla entre sus brazos. Aterrizábamos en San Pablo.
Fernando Barreda Treviño , diario
“Lanza”, jueves 14 de agosto de 1952
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