Si, ¿Por qué no llamar así la de principio de siglo? Al fin y a la Postre, paso a paso, de ella surgió la que pereció en 1936, y del recuerdo de ésta nació la presente con el mismo espíritu e idéntica personalidad que mucho temo diluyan en copias, absorbentes, del sur o de levante, ya aparecidas en mala hora.
La juventud —con dos imágenes el Niño Jesús — pervive a través de esas tres “generaciones” de la Semana Santa ciudarrealeña.
Antiguamente, y se ha conservado la tradición, cada procesión parroquial llevaba delante su Cofradía infantil rodeando al gastador niño Jesús. Es uno de los detalles más típicos, simpáticos y exclusivos de aquí esos desfiles del Niño poniendo a la dulzura de sus lágrimas al frente de las pasionarias de Cristos sangrantes y Vírgenes angustiadas. Merece cuidar y estimular, esta contribución infantil al esplendor del drama de la Redención.
A eso de las tres de la tarde del Miércoles Santo, antes de las Tinieblas, la chiquillería de cada barrio, con túnica y capirote del color tradicional de la Parroquia, acudía a acompañar a “su” Niño -vestido del mismo color- desde casa de las camareras al respectivo templo, donde quedaba depositado y aguardando los grandes desfiles de los días siguientes, para ponerse en cabeza de ellos. ¡Eran lindas desordenadas procesiones las del “Niño Jesús”!
Ricardito Ayala va al frente de los chicos de la Merced. Eduardito, —ahora don Eduardo, ya casi suegro o suegro— van con los de Santiago. ¿Quién era el pequeño hermano mayor del Niño de San Pedro? ¿Es que lo vestían mismamente en la iglesia y no tenía procesión de traslado el Miércoles Santo por la tarde? ...Esta memoria mía, ¡cómo falla!
Veamos, de cerca, las imágenes de Dios
Niño y, de paso, “los judíos” de la Semana Santa “agüela”. Vamos a las
Parroquias en alas de añorosos recuerdos.
Bulle la chiquillería perchelera en la cuadrangular, llana, soleada, encantadora plazuela de Santiago. Ninguna casa-pegote rompe aún aquel cuadro típicamente pueblerino que se debió conservar con cariño sumo. ¡Ah barrio de San Juan de la Penitencia, toledano; plaza de la Santa de Ávila; plaza Mayor, salamanquina; Azoguejo, segoviano…! ¡Cultas y bienaventuradas ciudades orgullosas de vuestra vejez! Bulle la chiquillería ante el Altar Mayor donde sacristán y monaguillos, bambalinas de tela y de papel, pintados, semejando gigantescas nubes, arman el Monumento desde el suelo a la bóveda. El rompiente va siendo más pequeño, cuanto más hondo el bastidor. Al fondo, en el centro, con profundidad bien conseguida una lucecilla roja escondida iluminará mañana la modesta urna del Sacramento. Bulle la chiquillería junto a los “pasos”. Delante de la reja cerrada de la capilla de la Dolorosa -la Dolorosa de Santiago no salía, entonces, en Semana Santa- contemplemos el bello Niño Jesús que trajeron ha poco. Con melena de bucles rubios, lloroso, con pompuda túnica granate y oro, muestra una chiquita argéntea cruz y, en la otra mano los emblemas pasionales metidos en cestilla de plata. Era el mismo de ahora, pero su túnica no estaba ajada, ni mutilados tenía los dedos, y era nueva la purpurina de sus pobres andas.
En Santiago no hay “judíos” pero está “Pilatos”
de pie, rígido, ridículo, con casco y manteo polvorientos. Mal sujeto a las
andas, se bambolea en la procesión vespertina del Jueves Santo señalando, con
el tarugo de su dedo índice al Divino Reo sangrante, dramático, desnudo, con
ojos casi sin niñas, cubiertos sus hombros con tela púrpura, que arrastra y
colocaron con elegancia. Sobre los dos en una madera que quiere ser arco, con
letras del diez y siete, han puesto: Ecce Homo. Cuentan que el sabio y dinámico
Obispo Gandásegui, indignado de la fealdad antiartística de “Pilatos”, un año,
de un bastonazo, le rompió el tarugo del dedo índice, y, en aquel instante,
prendió la idea de sustituir el “paso” por el espectacular desaparecido en
1937.
No sé por qué, cuando chico, siempre empezaba a ver los “pasos” de San Pedro por el de “los Judíos”, emplazado delante del altar de San Juanito. ¡Tenía que ver “el paso de los judíos”! Fijaos:
Es la representación de Cristo en la Flagelación. Jesús, sangrante, desnudo, descarnado, con melena natural y espesa, quizá tallado, y no con acierto, en las postrimerías del XVII. A los lados de pie, dos formidablemente horribles judíos bizcos, feos, bigotudos, repulsivos, en actitud de golpear con las cañas, de verdad, que esgrimen. En ellas, por las calles, enreda el viento el pelo de Cristo. También, como “Pilatos”, mal sujetos a las andas, se tambalean en la procesión con movimientos rígidos de hombres vivos y malos. ¡“Paso” popular entre la gente menuda! Tal vez lo vierais alguna vez. Lo guardaban, durante el año, hasta que lo quemaron, en el nicho del primer altar del trascoro. Decir “judío” era pensar en los de San Pedro.
He aquí el Niño Jesús de la Parroquia. Es
el más gigantuelo de los tres. No llora. Viste túnica morada. Con la mano que
aprieta San José todo el año, sujeta hoy, una grande cruz, tosca, de madera, a
modo de cayado. Lleva la mano izquierda muy primorosamente apoyada en el pecho.
Su cabeza elevada. ¿Sin peluca?, mira al cielo en los días santos -¡pero mira
de un modo!- cómo de ordinario, en su hornacina, al rostro de San José. Si conocéis
al madrileño Niño del Remedio, podéis formaros idea muy aproximada de cómo era,
aunque más mozo, el de San Pedro. Lo sustituyeron, en la perdida anterior
Semana Santa, por una barata y dulzona efigie de pasta. Mucho menos acertada,
aún en la diminuta que vi en el año 1949.
Julián Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”
miércoles 1 de abril de 1953
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