Fue en el imperio Bizantino, corría el
siglo VIII de nuestra Era, Gobernaba en Constantinopla la dinastía de los
Isauros. Y en tiempos de uno de ellos, de León III, estallo la famosa “querella
de las imágenes”: frente a los iconólatras, que las adoraban al aceptar e
interpretar rectamente su simbolismo, surgieron los iconoclastas, los
rompedores de imágenes, que mostraban su ideología hostil a las representaciones de la
divinidad. Caían los iconos criselefantinos, los de bronce y de madera,
venerados por siglos, al golde de la destrucción impía. La herejía protegida y
estimulada por los emperadores, duró más de un siglo. Hasta que dos emperatrices,
Irene y Teodora, restablecieron nuevamente el culto de las imágenes. Pero el
arte religioso bizantino padeció muchísimo con tan enconada persecución.
Pasaron los siglos. Y aquel verano de
1936 resurgió en España -¿quién lo podía sospechar?- la herejía iconoclasta. ¿En
qué les ofendieron las pobrecitas imágenes, quietas en sus hornacinas,
pacificas en sus retablos, solitarias en sus camarines, hieráticas en sus
altares? Algunas eran meritorias obras de arte: otras, ingenuas y sencillas, no
menos veneradas en los pueblos. Todas cayeron bajo el hacha decidida y sus
cuerpos inocentes, de alabastro o de marfil, de madera o de piedra, sufrieron
nuevo Calvario y sus restos arrojados a pozos y mulares, cuando no reducidos a
cenizas.
En Ciudad Real la destrucción fue absoluta;
no solamente los “pasos” de nuestra Semana Santa, algunos de las mejores
escuelas barrocas del siglo XVII, sino también las vírgenes de la Guía y de
Alarcos y hasta la imagen de nuestra venerada Patrona del Prado, de reconocida
antigüedad y mérito. En unos días, en unas horas, quedó destrozado el esfuerzo
y el sacrificio de años y de siglos.
Justamente diez años antes, en este 25
de marzo de 1926, el Obispo Prior, luego mártir, don Narciso de Estenaga, había
procedido, en solemne ceremonia celebrada en la parroquia de San Pedro, a la
bendición del nuevo “paso” de “La Coronación de Jesús”. Era ésta una cofradía
de reciente creación, fundada por don Francisco Herencia, aquel formidable
ciudarrealeño sobre cuya recia personalidad ya hemos escrito en más de una y de
dos ocasiones. No desconocía Herencia la alta calidad, en valor y en cuantía,
del elemento ferroviario de Ciudad Real, que alcanzaba más de un cuarto de su
población. Por ello, hizo de “La Coronación” la Hermandad ferroviaria. El mismo
diseño túnicas, estandartes y gallardetes. Y buen conocedor de la categoría artística
de la región catalana, allá se fue meses antes para encargar a uno de sus
imagineros el “paso” que habría de desfilar en la procesión mañanera del
Viernes Santo. Ciertamente que Felipe Coscolla no llegaba a la categoría y a la
fama de un Clará y un Viladomat, un Llimona o un Vallmijana. Pero Coscolla
alternaba dignamente con ellos y él fue quien talló las figuras del nuevo “paso”
de “La Coronación”, bien lejos en su concepción y ejecución del barroquismo
clásico, al que el pueblo sencillo y vulgar estaba acostumbrado.
Seamos sinceros: “La Coronación” del
escultor catalán Felipe Coscolla, aun siendo obra original de un excelente
artista, no gustó en Ciudad Real: el Cristo no era la figura exangüe y
patética, con rojos de sangre y señales amoratadas de cardenales, sino el
Cristo-Dios, insensible a amenazas y martirios. “Aquello” no cuajó en las
mentes sencillas del pueblo, inadaptado a modernismos estéticos. La obra se
criticó durante algunos años. Don Francisco Herencia se mantuvo firme.
Hasta que los iconoclastas del 36 pusieron
fin a las discusiones. De haberse conservado, quizás ahora se reconocería en
las tallas del escultor Coscolla un digno antecedente de las actuales
tendencias artísticas.
ANTÓN
DE VILLARREAL. EFEMERIDES MANCHECHAS. DIARIO “LANZA”, 25 DE MARZO DE 1975,
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