Para solazarte con la visión, sin par, de la llanura, te empinabas de puntillas, sobre tus raíces –dorsos gigantescos de culebrones medio enterrados— y por encima de las casas y del palacete de tu triangular, honda, plazuela sobresalían tus ramas.
Quisiste ser más alto que la torre de la Catedral clavada en las copas orondas de tus hermanos del Prado, y al reguerito verdoso escapado de la fuente vecina pediste ayuda. Hundiéndose en la tierra, te la daba sin fin el reguerico. Te hacía cosquillas entre los dedos de tus raíces. Tú te escalofriabas en risas de hojas y hojas y cada vez estirabas un poco más las puntas de tus tallos tiernos. ¿Cuántas primaveras, ¡cuantos años y años ya! has ido creciendo?
¿Recuerdas, cómo despeinado por el vendaval, lavado con goterones de tormenta, te mirabas y acicalabas en el charcón formado por la riada en la plaza, mientras poco a poco, la boca negra y enrejada de la alcantarilla se tragaba el agua?
Y crecías y crecías, y mirabas a la torre
lejana, frente a frente, orgulloso, enamorado, y, recio, macho, llegaste a ser
su novio feliz. Con palabras de campanas te hablaba ella. El viento se llevaba
tus ansias silenciosas y tus hojas, bulliciosas piropos sin tregua. Cuando se
hacían viejos, dorados, los tirabas elegante, al suelo del otoño. Llegaba cada
abril y tu novia se reía, el domingo de Gloria, con los nuevos crujientes y
tiernos, que le ofrecías en cada hoja recién venida. Día a día, año a año.
Alguien, rellenó tu plaza y floreció
llana, muelle, en hierbecicas, pero tus raíces sin aire, en lo profundo se ahogan.
La fuente y su reguerico, de líquida esmeralda sucia, desaparecieron. No
volvieron a mojar tu pie aguas embalsadas de tormentas. Las hierbecicas
esclavizaron las gotas, finas y pobres, de la manga de riego, y te
entristeciste. Te entristeciste y ¡te cortaron los brazos! ¡Ya no ves a tu
novia ni puedes mover banderitas de hojas para jugar con la soledad alta! Te
entristeciste y enfermaste.
Los muñones, tus heridas, quieren tener
fuerza y pasión para parir tallos verticales, hacía arriba, pero; en lugar de
saetas firmes, tensas, parecen ¡ayes! lastimeros desnudos en el azul de tu
cielo y mío. Tus horas son ahora, ralas, lágrimas arrugadas de mártir que
sucumbe de injusticia lenta. ¡Pobre olmo viejo, el más viejo del lugar!
A pesar de todo, aún quiere vivir. En tu gordo tronco prieto en ti mismo, con tinta de savia, con letras de liber y de leño esculares, sigues escribiendo lo que viste; lo que te chillan cada anochecer, gorriones y más gorriones discutidores venidos de acá, de allá a enredarse en tus ramas en vaho de plumas pardas calientes de sol y sangre, y en lluvia de loca algarabía; lo que te cuentas las repiqueteadotas campanas de tu novia, siempre juncal y rubia, con peineta con pico de veleta y cruz.
Dime: ¿Te alborotó el carlismo. Fuiste liberal? ¿Viste a “Feocariño” y a la gente de su partida?
¿Fue muy grande en tu corteza, el pinchazo de emoción del silbido de la primera locomotora que paró más allá de la puerta de Ciruela? Cuéntame los sonrojos de la de Alarcos cuando el sol la acariciaba y sus dolorosas ansias al hacerla saltar la piqueta demoledora, y al aventar sus sillares. Cuéntame el cuento de los meloneros veraniegos acampados bajo tu sombra y el palique de las mozas, chismosas, en la vieja fuente. ¿Recuerdas, árbol viejo, la de Hernán Pérez del Pulgar con sus cuatro dragones, culebreantes, vomitando, sin vomitar, sobre las conchas secas que escalábamos los chicos trepando por las rejas protectoras? ¿Te gustaba más el capirucho, negro, de pizarra, de tu torre novia o prefieres el capote romo, de azulejos de ahora?
Calle de Ciruela adelante llegaron reyes, obispos, Gasset, Aguilera….y hacías escuchar ¡vivas! Y músicas a los pajarillos soliviantados. El hombre del “al higuí”; la murga indecorosa; el mascarón aguardentoso de larga camisa de mujer con festones rojos, gorro de fruncido pañuelo de seda y calcetines en las manos ---de “niño llorón” disfrazado--, cuando iban a la calle de Morería, ¿te ensuciaron el tronco aquel martes de Carnaval?
Recostado en ti, escuche un crimen
vergonzoso pintado en el cartelón horrible. El frío que sentiste, de tu tronco
pasó a mí y mi curiosidad se cuajó.
Háblame de novios camino del Parque; de la “paleta” que compró sartén; de los “sorches” que van a Marruecos en tiempo de guerra; del “Tremendo” y sus estacas y de la “Carrata” y su “¡arena fina de la Atalaya!”; de la “saeta” del chico villano que rompe tus hijas protectoras de “guácharos volantones”; de los seminarista formados y uniformados de más arriba, ¿Por qué no tarareas el “cuple” --¡de aquella zarzuela pícara!— que aprendiste cuando se escapaba, balanceándose, por la techumbre endeble del Teatro de Verano, tu vecino, en días de Feria? ¿Te chamuscó un cohete escapado de la Plaza en Feria o cazaste un globo grotesco en la red de tus ramas?
Cuéntame, cuéntame; charla, viejo amigo charla, lo que vio tu vida, lo que ve lo que oyó, lo que te contaron; todo lo que sabes de la historia chica, de la historia grande, de mi pueblo, y ¡no te mueras, árbol viejo! Sigue saludando al que llega; despidiendo, con tus dedos de esperanza, al que se va; alegre tu visión las tertulias de los bares, cercanos, en verano; sigue acogiendo alrededor de ti, a quincalleros y chatarreros mañaneros. Ornato y símbolo, solitario en la plazuela eres --¡eras!—envidia de los olmos del Parque de las carreteras y del Prado. ¡No te mueras! ¿No ves que estaría muy feo el Pilar sin ti, como fondo frondoso? y si, al fin decide tu sacrificio la indiferencia y mueres antes de mi muerte, ¡que me guarden una astilla de tu tronco seco! Con ella quiero hacer una cruz para, a punta de navaja cabritera, grabarle el nombre --¡si lo supiera!—de quien te plantó y, en todo caso, otro nombre: Costa, y un famoso lema:
“Quien planta un árbol no pierde su vida”.
(Quien los martiriza y destruye ¿qué?...)
Mandaría colgar esa cruz en el Camarín de la Virgen. Allí, recoletamente hasta lo último, como oración de muerte por la vida, entre chasquido y chasquido leves, la carcoma iría desgarrando cada molécula de tu madera, y, gota a gota de polvillo fino, desparramaría el sahumerio, bien oliente, del largo trozo de Historia de Ciudad Real que guardas viva en tus entrañas como, --¡todavía! -la savia que sube, la savia que baja por ellas.
¡Allí, a la vera de tu novia campera... y a los pies de la mejor Moza morena de Ciudad Real!
Julián Alonso Rodríguez, Diario
Lanza, jueves 29 de julio de 1948
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