LA REFORMA Y EL AUTO ACORDADO DE 1766
En la España de mediados del siglo XVIII, la necesidad de una reforma municipal es sentida claramente en amplios sectores de la teoría y la práctica políticas. Controlados los regimientos en la mayoría de los casos por una oligarquía local cerrada y exclusiva, sufriendo una progresiva pérdida de funciones y con un creciente endeudamiento, la institución municipal hacía ya mucho tiempo que reclamaba del poder central medidas que impulsaran su actividad, recordasen su originario carácter representativo y establecieran cauces adecuados para la realización de los objetivos y la prestación de servicios de la comunidad le demandaba.
Por otro lado, si pensamos en la importancia que el ámbito de la administración local tenía en el desarrollo de la vida política en la España del Antiguo Régimen, teniendo en cuenta que la puesta en práctica de las disposiciones de gobierno es llevada a cabo en su dominio y tiene sus efectos sobre él, o que en campos tan trascendentales como el judicial y el hacendístico una mayoría cuantitativamente importante de las acciones se efectúan dentro de sus límites y bajo control de sus autoridades, resulta lógico admitir que este terreno difícilmente podía escapar al conjunto de medidas reformistas de los gobiernos de Carlos III. Más comprensible esto aun cuando es innegable que actuaciones de política económica tan importantes como la abolición de la tasa de granos y libre comercio habían de contar con el apoyo de los cargos municipales para tener una incidencia real en la estructura agraria del país (2).
Y esos cargos, no lo olvidemos, merced a
un proceso de enajenación durante toda la Edad Moderna, habían terminado por
estar, prácticamente en la totalidad de las ciudades y villas medianamente
importantes, en manos de un sector privilegiado muy concreto de la comunidad,
que controlaba así, para su propio interés y en su exclusivo beneficio, los principales
puestos de las instituciones locales. Aun aceptando que las consecuencias de
este sistema de venta de oficios no fueron tan exclusivamente negativas como
una visión en exceso simplista de la historia de la administración ha querido
demostrar, y que el problema de la burocratización y centralización del estado
absolutista es mucho más complejo, en el caso que nos ocupa parece evidente que
suponía privar a la corona de los instrumentos esenciales para asegurar la
plasmación efectiva de proyectos políticos pensados desde el gobierno central.
A las motivaciones de fondo de una situación general se les va a unir la causa coyuntural de los motines de marzo-abril de 1766, para los que, sin entrar aquí en la polémica de valoraciones ni análisis de su significación, hay que reconocer una importante participación de factores de descontento popular relacionados directamente con el tema del abastecimiento. Y así es reconocido explícitamente en la primera parte del Auto Acordado de 5 de mayo de 1766, en la que las referencias a los disturbios pasados y su posterior represión son directas.
Por este Auto Acordado se establecía la elección de 4 diputados del común en los lugares de más de 2.000 vecinos y 2 en los de menos, “los cuales tengan voto, entrada y asiento en el ayuntamiento después de los regidores para tratar y conferir en punto de abastos”. La elección se realizaría por el común, reunido en parroquias, que elegirán 12 compromisarios en cada una para el caso de existir varias, y 36 si solo hubiese una, que en una segunda elección efectuarán la definitiva de los diputados.
Del mismo modo, en los sitios donde el cargo de procurador general síndico estuviera enajenado en manos de una familia determinada, se eligiría un personero síndico del común para la defensa del bien público. En este caso, como en el de los diputados, las alusiones al descontento popular por la gestión de regidores y procurador son claras, y la intención de satisfacer unas quejas más que fundadas patente. Pero el compromiso reformista impedía una transformación total de la institución. De ahí que se opte por la conservación de todos los puestos anteriores, reconocidos así implícitamente poco menos que como intocables, y la creación junto a ellos de unos nuevos cargos, más o menos populares, de carácter y atribuciones poco definidas, en un proyecto, inviable por su naturaleza imprecisa desde un principio, de fiscalizar la actuación del concejo, innovar su estructura y funcionamiento, y al mismo tiempo intentar satisfacer demandas populares que eran lógicamente mucho más amplias.
La elección, que por su carácter popular
ha llamado la atención, en ocasiones hasta deslumbrarlos, de algunos
historiadores, llegando alguno a resaltar el carácter “democrático” de la
reforma8, queda configurada como universal, inorgánica, indirecta y anual. Son
electores todos los vecinos seculares y contribuyentes agrupados por parroquias.
La delimitación del cuerpo electoral por la edad viene dada implícitamente aun de forma imprecisa por el calificativo de “contribuyente", mientras que el de “seculares" excluye a los eclesiásticos. Estos, junto a los militares, quedarán teóricamente fuera del proceso electivo. Múltiples excepciones vendrán posteriormente a aminorar los efectos de esta medida, exclusiva en principio.
El intento de mantener a salvo las elecciones de las presiones e interferencias de grupos económicos de presión organizados, que les había llevado a definir la inorganicidad de la reforma, se verá frustrado en casos aislados pero tan importantes como Madrid, donde ya desde el primer año se consigue la participación de los gremios, lo que según Defourneaux determinaría. la derrota de Olavide en las elecciones de 176711 o Barcelona, donde los colegios y gremios consiguieron se les autorizara a intervenir en el proceso por medio de compromisarios, aunque únicamente a los de la capital del Principado. Del mismo modo, la definición de universal atentaba, en su principio de proporcionalidad, contra sectores que numéricamente eran minoría en las poblaciones aunque estuvieran acostumbrados a ejercer un control completo sobre ellas.
De ahí los intentos de minorización de electores tan significativos como Sevilla, donde por el propio Ayuntamiento se dice que 346 compromisarios son demasiados y la elección se hace dificultosa, quedando además los sectores más honorables de la ciudad poco representados, o Granada, donde las quejas se dirigen a que el popular barrio del Albayzín, teniendo 1/5 de la población total, al tener más parroquias dispone de 1/3 de la representación, peticiones que nunca fueron aceptadas por el Consejo de Castilla, que se mantuvo firme en su apoyo al carácter popular de la reforma, consciente de que la fuerza que pudiera tener habría de venir precisamenTe de ese origen.
PoR último, el carácter anual de la elección
va a ser modificado. El período en principio fijado de 1 año era excesivamente
corto para unos cargos de nueva creación que prácticamente no tenían tiempo ni
de conocer el funcionamiento de una institución desconocida en su interioridad
al acceder al puesto. En la práctica esto suponía en muchos casos un
retraimiento de su actividad. Ante la falta de operatividad y a partir de 1769,
1770 en la realidad, se va a pasar a un sistema de alternancia similar al
mantenido por los regidores en las diputaciones de propios. Solo serán elegidos
cada año la mitad de los cargos, manteniéndose un año más los otros,
permitiendo así que unos instruyeran a los recién elegidos en el ejercicio de
su cargo. También aquí hay que hacer la salvedad de Madrid, donde al aumentársele
el número de diputados a 8 en 1780, junto a la concesión de un personero más,
el cargo se convierte en realidad en cuatrienal.
Una larga serie de sucesivas órdenes van conformando un desordenado sistema de incompatibilidad que, en contra de lo mantenido por J. Guillamón, pensamos son más indicio de improvisación y adaptación a circunstancias cambiantes por parte de la política reformista conforme las necesidades se van presentando que de un supuesto programa previamente establecido. Tales incompatibilidades son:
— Los familiares de los miembros del
Ayuntamiento hasta el cuarto grado y los deudores de cualquier institución
municipal.
— Los empleados de rentas18.
— Los individuos y empleados del
Ministerio de Marina.
— Los “leientes y oientes” de las
Universidades.
— Los empleados de Correos.
— Los archiveros reales.
— Los comerciantes, revendedores y tratantes en abastos.
Las elecciones, que son presididas por la justicia, tendrían lugar en los últimos días del mes de diciembre de cada año, teniendo especial importancia los medios de comunicación y convocatoria que asegurasen la concurrencia de todos los electores. En algunos sitios se llegó a establecer una policía de las elecciones. Aunque parece que fue profusamente incumplido, existía la obligación de llevar en los ayuntamientos un libro de elecciones. La inasistencia fue un fenómeno generalizado. El desinterés de los sectores altos de la población por unos cargos que desde el principio aparecen como de segunda fila frente a los otros de los cabildos que pensaban les correspondían por posición social, hizo que su participación fuese escasa. Son significativos en este sentido los intentos de dimisión del cargo de algunos de sus miembros aduciendo como causa la condición social. Por otro lado, para la mayoría de la población resultaba difícilmente comprensible el alcance de la reforma, tanto como evidentemente palpables en sus propias personas las dificultades de su realización. Los condicionamientos inevitables que debieron sufrir unas elecciones realizadas de forma oral y en presencia de personas de las que se depende directamente, tuvieron que cambiar en la realidad ese carácter novedoso por lo popular que ha confundido a tantos como creen leer la historia en las simples disposiciones legales.
Los nuevos cargos tomaban posesión y asentamiento en el ayuntamiento al día siguiente, “sin derechos ni propinas”. La no remuneración supondrá algunas dificultades en el ejercicio de sus funciones. Se mantendrá en el plano personal, teniendo mucho cuidado de mantener las distancias con los otros empleos de los cabildos, mientras que para los gastos consecuencia de su labor se arbitrará que puedan utilizarse caudales de los propios de las ciudades.
Una Orden del Consejo de Castilla de 16 de septiembre de 1766 establecía el cese de los diputados anteriores en diciembre, no pudiéndose alargar la toma de posesión de los nuevos más allá del segundo día del mes de enero.
Por último, la elección del personero síndico del común, restringida en principio a los lugares en que el cargo estuviese enajenado, se amplía por Cédula de noviembre de 1767 a todos los municipios, estuviese o no perpetuada la procuraduría, sin que por ello desaparezca ésta. Con ello, la reforma borbónica introduce de forma uniforme, en todos los concejos, dos nuevas figuras institucionales, diputados y personero, a los que trataremos de seguir en su acogida por parte del resto del cabildo, en el ejercicio de sus funciones y en su transformación en contacto con el cargo. Lo haremos, aun con las inevitables explicaciones introductorias a cada uno de los apartados, centrándonos en el análisis de lo ocurrido en Ciudad Real, espacio físico sobre el que se centra este trabajo. Pero antes, es imprescindible conocer de qué forma se aplicó allí el Auto de la reforma y la realización de las elecciones, cuyas líneas generales acabamos de trazar para el conjunto del estado.
Jesús Marina Barba, Revista “Chronica
Nova” 14, 1984-85, 249-29
realmente Ciudad Real es una pequeña Gran capital
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