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miércoles, 19 de septiembre de 2018

EVOCACIÓN DE MIRÓ


La calle Camarín, con la catedral al fondo. A la izquierda, en primer término, la casa que fue, durante algún tiempo, residencia de la familia Miró 

Habían dado las tres de la tarde en el reloj de la catedral. Todavía me zumbaba en los oídos el estrépito de las campanas. Las calles estaban casi desiertas; una lluvia débil mojaba las losas y refrescaba los jardines. Yo me hundía, satisfecho, en el silencio de la ciudad, aspirando un aire húmedo, agradable, con perfume de tierra recién mojada. Aquel día había yo recibido algunos sofiones desagradables en la capital y trataba de quitarme el reciente amargor, alejándome por las calles solitarias y escondidas, apenas transitadas en la hora de la tertulia cafeteril o del reposo hogareño. Además, desde que Alcaide había alzado su voz, en estas mismas páginas, hace dos años pidiendo el nombre de una calle de Ciudad Real para Gabriel Miró, tenía yo un incontenible deseo de visitar estos mismos rincones urbanos de la capital manchega para evocar allí la presencia, ya lejana, del llorado escritor levantino.

Por eso, cuando después de cruzar callejones y plazuelas, vine al cabo a internarme en la calle del Camarín, una sensación de alivio y una ráfaga de tristeza invadieron, simultáneamente, mi cuerpo. Sí; estaba en la misma callejuela donde “Sigüenza” había aprendido a amar el aire de la Mancha. Al final de la calle, la catedral levantaba su enorme mole de piedra. A nuestra izquierda, el caserón de la Jefatura de Obras Públicas parecía azotado por el aletazo de la ausencia mironiana. El patio estaba silencioso: una acacia vieja, en su centro, cabeceaba resignándose de su soledad. Desde aquí nuestros ojos aprisionaban un pedazo de cielo azul, purísimo, luminoso, que parecía acariciar los bordes del tejado. Era el mismo cielo en el que tantas mañanas la mirada adolescente de Gabriel Miró, herida de mediterráneas ensoñaciones, había recostado su nostalgia, complacido por su semejanza con el cielo levantino. Desde el alero, los gorriones se lanzaban, alborotados, a escarbar bajo los dondiegos del arriate o a picotear las migajas esparcidas por el suelo. Ellos habían acompañado a “Sigüenza” en sus meditaciones; ellos le habían visto muchas veces alzar la frente, entornar los ojos y suspirar hondo, como si el corazón quisiera escaparse y subir hasta la nubecilla tenue que surcaba el azul para con ella volar, volar siempre hacia levante.

Pocos años vivió Miró en Ciudad Real. Su impresión del pueblo era grata. Así nos lo refiere en los capítulos de Niño y grande: “Por la mañana corrí el pueblo; vi que era grande y de día también silencioso. Las calles, largas, empedradas rudamente, tenían soledad y aire del campo; las formaban dos, cuatro casas viejas y encaladas, siempre alguna con escudo de piedra verdosa en el dintel; y luego todo eran ya tapias de corrales, donde se recogían los mozos y mulas de labranza, que llegaban, al acabar la tarde, arrastrando el arado con mucho estruendo. Los gorriones saltaban y picaban descuidados como en senderos desiertos. Era lugar de hidalgos y labradores. En la cercanía estaba el campo, fresco, verde, de huertas y alamedas; después seguía un majuelo y la rojiza inmensidad de las sembradas hazas bajo un azul raso, oscurecido de tiempo en tiempo por el reposado volar de las grajas…”.


En estas calles frías y apartadas, cubiertas por la sombra de la catedral, dejóse Miró un pedazo de su adolescencia. A cambio de eso, se llevaba en su alma la silenciosa quietud de estos rincones tan acogedores, tan íntimos ya para el que más tarde había de recordarlos siempre con lágrimas en los ojos. Y hasta a punto estuvo nuestro escritor de perder aquí la vida en un lance fortuito que, por suerte, no tuvo tan fatales consecuencias. Una noche volvía “Sigüenza” a su casa después de un prolongado paseo por la población. ¿Había estado por la Ronda? ¿Se había perdido, como tantas otras veces, por las calles mal empedradas de la Morería? No lo sabemos con certeza. El caso es que, cuando tornaba envuelto en su capa, con el sombrero calado casi hasta los ojos, para protegerse del frío de la estación, y con aquel porte que más bien delataba a un hombre formado que a un chiquillo de quince años, al llegar a la esquina de la calle del Prado con la del Camarín, se vio sorprendido por un hombre que, saliendo de la oscuridad, se abalanzó sobre él, dando con su cuerpo en el suelo. Llevaba el asaltante un puñal en la mano y de no haberse descubierto a tiempo el rostro de Gabriel lo hubiese hundido fatalmente en su pecho. Pero cuando comprobó que no era aquella su víctima, escapó apresuradamente, dejando al mozalbete con la natural perplejidad. Dios había estado con él aquella noche. De no ser así, Las cerezas del cementerio no hubieran madurado nunca…

¿Veremos algún día el nombre de Gabriel Miró sobre una losa de mármol en la que hoy es calle del Camarín? Tal vez sí; acaso no… Seguimos hoy, como hace dos años, con el rostro suplicante y la mano tendida, pidiendo para “Sigüenza” la sola limosna de este recuerdo.

¿Verdad?, Alcaide, que de todas formas, aunque los demás no lo hicieran, al menos para ti y para mí ésta será siempre la calle de Gabriel Miró? Cuantas veces, ocasionalmente, hayamos de atravesarla, evocaremos, silenciosos, la presencia, ya lejana, de “Sigüenza”. Y diremos con un dejo, mezcla de amargura y emoción:

-Por aquí anduvo nuestro nuevo arcángel entreteniendo las inquietudes de sus quince años mozos. Por aquí ganó la amistad de los gorriones con miguicas de pan… Y cada día, al poner el sol su caricia de mieles sobre las tapias lugareñas, sus ojos azules se perdieron en pos de la nubecilla, como queriendo volar con ella hacia su mar lejano y añorado.

Jorge Luis de Montesinos. Revista “Albores de Espíritu”, Año IV, núm. 31, Tomelloso, mayo de 1949


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