Continuando mis entradas con lo
relacionado con la demolición del
antiguo Monasterio de las Madres Dominicas, hoy reproduzco el artículo
publicado el jueves 30 de enero de 1969, en el diario Lanza en su página 9, por
el profesor y farmacéutico Carlos López Bustos, titulado: “EL MURO DE LA CALLE
DE ALTAGRACIA”, en el cual resaltaba el viejo sabor del barrio de Santiago con
sus añejas edificaciones, y pedía se conservara la puerta del monasterio.
“Alguien
que también siente un gran afecto hacia su adoptiva patria chica, hacia Ciudad
Real, me llamó por teléfono para decirme, casi angustiosamente, que iba a ser derribada muy pronto la iglesia de
un viejo convento de esta población. La verdad es que nada podíamos hacer para evitarlo,
y además, en lo que a mí se refiere, como madrileño estoy ya muy acostumbrado a
esta clase de disgustos.
Decía
el escritor Cansinos Assens que él por haber nacido en una ciudad que databa
del tiempo de los fenicios, se podía reír de su amigo el poeta madrileño Emilio
Carrere, cuando le oía hablar de los que él llamaba “arqueología madrileña”, y
no sin cierto desprecio añadía además, que las antigüedades de Madrid a lo sumo
dos siglos de edad. Así es en efecto, en Madrid son pocos los edificios verdaderamente
antiguos con mérito artístico e histórico, pero sí, en cambio muchas de sus
calles, de sus avenidas y plazas, y hasta barrios enteros, tenían algunos, un
estilo propio de gran belleza y carácter. Tal ocurría con el suntuoso paseo de
la Castellana, en el cual se alineaban, casi sin interrupción, palacetes que,
sin ser obras de arte, en su conjunto, hacían del mismo algo verdaderamente sin
par. Ahora sigue el paseo, tal vez esté más cuidado; pero, sin sus antiguas
edificaciones, ha perdido su esencia propia, y valga la comparación, es algo
así como un “café descafeinado”.
En
Ciudad Real no hay casi monumentos de verdadero mérito, y además los pocos que
lo tienen, no son demasiado apreciados y a veces desde muy lejos no han de
recordar su valor, como ocurrió con la Iglesia de San Pedro hace algunos meses, que mereció un articulo
acompañado de una fotografía en un periódico de Barcelona. Por otra parte, si
hay barrios y rincones que conservan intacto su viejo estilo, y que a mi juicio
deberían respetarse, claro es que antigüedad no significa suciedad, abandono y
descuido.
El
muro del monasterio de las dominicas visto por la calle Jacinto en los años cincuenta del pasado siglo XX, donde podemos
ver la arquitectura popular que entonces tenía el viejo barrio de Santiago
Tal
vez la zona urbana de más rancia solera sean los alrededores de la Plaza de
Santiago, que a decir de personas que visitan nuestra ciudad, recuerda, en su
aspecto nocturno, al barrio viejo de Cáceres. No es sin embargo sólo por la
noche cuando aquellos rincones adquieren un especial encanto; tal vez sea mayor
el de sus atardeceres en los días nubosos o de lluvia, cuando el cielo se
puebla de nubarrones cuyo color va cambiando, a medida que los iluminan los
últimos rayos del sol que se hunde en el horizonte; del rojo violáceo al azul y
por fin el negro, y bajo sus sombras la vejez de los edificios del barrio
parece armonizar bellamente. Muchas veces, si mi salida del Instituto coincide
con la hora del crepúsculo y a poniente, al fondo de la calle de Calatrava, se
divisa un esplendido horizonte rojizo, y hacia levante, una extraña luminosidad
se derrama por el campo; en lugar de seguir por dicha calle, y aún a costa de
andar un poco más, tomo la de Jacinto para recorrer aquellos parajes,
precisamente en momento que adquieren su mayor encanto.
Aparte
de esto, recuerdo la autorizada opinión de un Catedrático de Arte que hablando
de Ciudad Real cuando por motivos profesionales la visitó por primera vez, al
referirse a la Catedral dijo que, si bien arquitectónicamente carecía de valor,
había en la misma cuadros de indiscutible merito, y luego, al hacer como un
recuento de los motivos artísticos que más le habían gustado en esta ciudad, hizo
mención de la portada del convento de las Dominicas.
Sobre
dicha portada no cabe la disculpa, para justificar su desaparición, de que su
mérito artístico no sea muy grande, pues en la vida no solo cuenta lo mejor, y
además, también conviene escuchar los dictados del corazón, que si no entiende
tanto de arte científico como la cabeza, tal vez entienda más en los que se
refiere a la verdadera belleza de las cosas porque lo humilde, lo que no es
ostentoso, ya tiene por si solo un gran valor.
Naturalmente
es imposible evitar ya su derribo, pues median intereses de personas, que
además, no son responsables del asunto. Por este motivo, sólo me atrevo a
insinuar que podrían conservarse el muro y la portada trasladándolos a otro
lugar donde se lucieran. No es la primera vez que han acometido obras
semejantes; recuerdo cómo en León me extraño la presencia, en pleno barrio del
ensanche, de una vieja iglesia perfectamente alineada con la calle, y aún fue
más mi extrañeza al trasponer la puerta y encontrarme con su interior
totalmente moderno. El arquitecto que proyectó la nueva Iglesia Parroquial de
San Juan del Renuevo, había tenido la buena idea de colocar como portada de la
misma, la del viejo monasterio de San Pedro de Eslonza.
Para
terminar, quisiera sugerir que, al menos, las piedras humildes pero nobles de
la portada del convento no fueran a servir para rellenar baches en los caminos,
y esto me trae a la memoria el gesto, que nos relata Palacio Valdés, de aquel
pobre hidalgo de “Rodillero” que no quiso que el escudo de armas de la puerta
de su casa solariega, al ser vendida ésta, siguiera campeando sobre la puerta
de una fábrica de escabeche, y ayudado por su amigo, el marinero José, lo
sepultan solemnemente en las profundidades del mar.”
La
portada de las dominicas que se pedía se conservara. ¿Qué sería de la vieja puerta de madera del siglo
XV con sus añejos clavos de forja?
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