Mazantini
tres días antes de morir
Francisco García Márquez “Mazantini”,
vio la luz de este mundo allá por el año 1876, en Ciudad Real. Procedía de
familia muy humilde. El mismo después de asistir breves años a la escuela, tuvo
que trabajar siendo aún muy joven. Su instrucción fue, pues muy elemental. Pero
Dios le dotó de una gran sensibilidad artística, capaz de recrear los cantos y
bailes regionales manchegos, hasta que lo logró plenamente, aunque en una época
en que se carecía hasta de lo más necesario, no brillaba como hubiera ocurrido
hoy. Porque la vida entonces permitía poco más que trabajar, duro y difícil.
Recorrió en todas las direcciones La
Mancha, visitando sus pueblos y aldeas, en busca del pan de la existencia. Un
carro, una mula y sus cantares, su alegría, esto era todo su bagaje; está su
cátedra. Sondeó costumbres, escuchó los consejos de los más viejos de cada
lugar, convivió con las más diversas gentes y aprendió leyendas, cantos y
bailes antiguos, al tiempo que compraba y vendía. Mas su espíritu inquieto le
empujaba -¿a dónde?
¿De dónde lo de “Mazantini”?
Sencillamente, del torero del mismo apodo. Parece ser que un cierto parecido,
anímico más que físico, con el torero, dio pie desde muy joven le apodaran así.
Nombre que llevó con orgullo y dignidad, dentro de su sencillez.
Pasaron los años entre viajes en carro
por diferentes caminos, peripecias en ventas y posadas, persecuciones por
contrabando de aceites y jabones, en épocas estrechas y romas. Mazantini
asimilaba lo mejor del folklore de cada lugar, que el matizaba y recreaba con
el poder de su fina personalidad de artista nato. Hasta que, alcanzaba cierta
estabilidad económica, contrae matrimonio y abre una pequeña tienda o abacería,
donde se vendía desde una caja de cerillas a unos alpargates, pasando por
comestibles, dulces, ultramarinos, etc. Entonces, en el patio de su casa, actual
calle de El Progreso –en aquellos días calle de El Caballo-, en el número 10,
cada tarde, alrededor de una fuente estilo andaluz y mosaicos de Talavera,
rodeada de geranios y rosas y claveles, enseñaba a bailar aires manchegos
populares a una veintena o más de chicas. Cada tarde era una fiesta regional.
Mazantini repetía hasta la saciedad ritmos llenos de misteriosa riqueza, de
simbolismo desconocido, de preguntas sin contestar… Después no he vuelto a oír
aquellos mismos compases. Tonos de ricos matices, de voz que su genio
sublimaba, compases ejecutados con maravillosa delectación por algunas de sus
discípulas que hoy recordarán, como yo, la grandeza sencilla de Mazantini. Pues
supo imprimir a la danza su peculiar manera. Algo distinto bullía en la ejecución
de lo que el pueblo le mostró.
Patio
de la casa de Mazantini, donde se enseñaba a bailar el folklore manchego
En aquel patio, que hoy yace mudo, por
donde corrió mi niñez, se bailaron: jotas meloneras, fandangos, manchegas,
seguidillas de todo tipo, torras, etcétera. Hasta sevillanas se ejecutaron,
pues aprovechando un viaje a Sevilla, a encontrarse con su amigo el poeta y más
tarde médico, Ramón de Yubero, que entonces estudiaba en la capital del
Guadalquivir, Mazantini pasó una larga temporada en Sevilla y quedó prendado de
su folklore, que trajo a La Mancha, bien que personalizado, con otro aire, el
suyo, el que daba a cuanto tocaba: aire más reposado, más clásico y
equilibrado, más señorial si cabe.
Sin embargo la verdad de Mazantini
estaba en los aires manchegos, cuyas letras y pasos él mismo creaba y
arreglaba. Estos pasos –algunos- quedan en el grupo folklórico “Mazantini”- y
cantes se han perdido.
Su labor callada, constante sin más
aspiraciones que el deleite de la vida misma, le acompaño hasta la tumba, pues
unos días antes de morir, aún resonó su voz y su guitarra en el patio que
después enmudecía para siempre.
Fue un verdadero enamorado del folklore
regional manchego. Hombre de auténtica vocación por lo que hacía. Sencillo,
abierto, alegre, enamorado de la vida, “en el buen sentido de la palabra,
bueno” –que dijera Machado-, y cuyo buen humor todavía es proverbial entre
quienes le conocieron.
Algunas letras cantadas por él, no sé si
creadas, y muchas veces aun resuenan en mis oídos, van desde verdaderas
oraciones a la Virgen del Prado, fiel devoto de ella, hasta actitudes de caza o
elementales circunstancias domésticas o de amor. Esta es la verdad de
Mazantini, el recreador de las manchegas y de las seguidillas de nuestra
tierra:
La
casa de Mazantini se encuentra en la calle Progreso
1
A la Virgen del Prado
quiero y adoro
porque saca las almas
del Purgatorio.
Saca la mía
que la tengo penando
de noche y día.
2
Las campanillas suenan
la Virgen sale,
la patrona del Prado
ya está en la calle.
3
Un cazador cazando
perdió el pañuelo
y luego lo llevaba
la liebre al cuello.
Eso sería
que el cazador, cazando,
lo perdería.
4
Nuestra Señora del Prado
le dice a la del Pilar:
si tú eres aragonesa,
yo soy manchega y con sal.
5
Las mujeres de la sierra
para dormir a sus hijos
en vez de cantarle el “coco”
le cantan por fandanguillos
y se duermen poco a poco.
6
Seguidillas corridas
van por mi calle
como van tan deprisa
no las ve nadie.
7
Cuanto más hondito un pozo
más fresquita sale el agua,
cuanto más cerca de ti
más firmes son mis palabras.
Francisco
Mena Cantero (Diario Lanza, Extra de Navidad, sábado 22 de diciembre de 1979)
Puerta
de entrada a la casa de Mazantini
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