No conocí la Puerta de Alarcos. Su
arrogancia, fortaleza y belleza, sucumbieron al malsano instinto demoledor, y
ya había caído cuando yo pudiera verla.
“El paseo de Alarcos”, que partía de
ella, si lo conocí. Vosotros también. Era el comienzo, arbolado, de la
carretera de Alarcos. A la izquierda, hacia su mitad, había una hondonada
grande. A rastras, jugando, la bajábamos cuando chicos. Como fondo, vías
muertas y la arboleda, frondosa de los jardines de la estación del ferrocarril.
A la derecha, eras, unos “pedazos”, escombreras y, más allá la vía de Madrid y
la llanura.
El paseo de Alarcos, con el Prado, la
Granja, el Pilar y los Portales, eran el esparcimiento de Ciudad Real al
comienzo de siglo.
Rellenaron los desmontes, nivelaron los
“pedazos”, plantaron árboles, desviaron la carretera y, a modo de cuña, surgió
el Parque de Gasset, como oasis, entre las vías muertas y la de Madrid. Esta,
más tarde, la llevaron detrás de la Granja.
El paseo de Alarcos con sus Olmos aún
hoy, supervivientes, aunque maltratados, se convirtió en la avenida de entrada
al parque y, al final, donde se bifurcan las carreteras de Alarcos y
Puertollano, sigue, eréctil y recompuesta la secular Cruz de los “Casaos”.
Unos, la consideran el rollo de la
ciudad; otros, narran hubo, a su pie un acaecimiento trágico que, a lo más
seguro, no pasa de leyenda, encantadora, situada en tiempos medievales. La
Cruz, opinan algunos, era crucero vigilante del atrio de la ermita de Nuestra
Señora de Gracia, o de la de San Lino, o de la San Lázaro, pues las tres se
levantaban por aquellos sitios, antes del siglo XVIII, y de ninguna queda
rastro, que yo conozca para localizarlas.
Un pozo se abre, a pocos pasos de la
Cruz, sobre pequeño desnivel. Casi siempre está tapado y cerrado, con chapa de
hierro y candado. Apretado el brocal, cuadrado, hay un arco de hierro, con
gancho para la “carrucha”. En la feria, levantan la tapa del pozo y sacan agua
los ferieros. Un día me asomé a él.
Honda, honda el agua, quieta, copió,
allá abajo, el azul celeste, una nubecilla, una ramita de árbol cercano y mi
cara asombrada. Lo hizo, con pureza tanta, cómo, en otra ocasión, el charquito
de lluvia otoñal, formado en la chapa alabeada del pozo, pintara la cabecica
pilluela de un saltador gorrión que, antes de beber, repiqueteaba en el hierro,
con los alambres de sus paticas. El gorrioncillo hacía cosquillas al pozo, y
éste se alegraba con la verdura de los matojos recién nacidos a sus pies.
Otra vez me senté en el brocal del pozo
del agua quieta y, como a persona, le preguntaba y, con hilos de ensueño, me
respondía charlatán. Tanto conversamos y tanto nos dimos el uno al otro que ni
siquiera tembló él, ni miré yo, cuando desde La Cañada, venía, y pasaba, una
locomotora solitaria. Después, un tren tortuga iba a Puertollano y sólo nos
dimos cuenta al cegarnos el sol poniente, amarillo, centelleando en los
cristales de las ventanillas del único coche de viajeros que llevaba.
Le pregunte al pozo de agua honda:
-¿Oíste contar la leyenda de la Cruz
vecina? Aquella leyenda del villarrealengo, iracundo, Remondo Nuñez de Pozuelo,
que aquí mismo, junto al rollo renovó odios de pueblos vecinos, al morir,
matando a su hija Blanca y a su esposo Sancho Álvarez –hijo de Alvar Gómez de
Piedrabuena, calatravo rival, de Miguelturra-, casados al pie de la Cruz, por el buen franciscano
Dr. Ambrosio de Almodóvar. Desde entonces a la Cruz la llaman de los “casaos”.
-Oye, ¿cómo eran los ojos turbios, de
aquel salteador de caminos decapitado y cuya cabeza, sangrante, trajeron para
colgarla en la Cruz; en el garfio de la hornacina frontera a ti?
-¿Cuántas ovejas llevaba, al trashumar a
Alcudia, el pastor viejo que les dio de beber en el pilancón de tu vera?
-¿De cuál ermita eras? ¿De la de Nuestra
Señora de Gracia, de la de San Lázaro, de la de San Lino?
-¿A cuántos romeros, sedientos,
consolaste?
-¿Cómo se llamaba la moza guapetona que
quebró el cántaro asustada, cuando el aliento caliente de su novio aventó, por
sorpresa los ricillos díscolos de su nuca?
-Cuéntame la anual función del Domingo
de Ramos, solemne y única, hecha, en tiempos remotos por la parroquia de San
Pedro en la ermita de San Lázaro.
-¿Te contó su vida vagabunda aquel
titiritero –Maese Pedro de nuestros días- mientras, a brazo sacaba tu linfa
para darla a la cabra y a los perros sabios?
-¿Recuerdas la copla cantada por “Las
aceituneras del pío, pío”, camino del olivar, en los amaneceres helados?
… Y me respondió lo que sabía y más de
lo preguntado, pues me recordó que el tren de Madrid pasaba junto a él y
reculaba, en el “garitón”, para entrar en la estación, y me refirió las
conversaciones de los tres o cuatro viejos sentados en su brocal, en los
atardeceres, para descansar al regreso del paseo hasta la huerta, cercana, de
don Joaquín, ¡ellos que antes caminaban tanto sin cansarse!: que si el candeal
salió a tanto;… que si la Andrea, cuando uno de ellos la cortejaba, ¡en
aquellos tiempos!;… que si Abastos;… que si el alcalde y los concejales;… que
si el mayoral de Medrano;… que si la “cimentera”… ¡Qué se yo las cosas que me
contó!
¡Ah, escucha, escucha! Se me olvidaba
este otro, también de paseantes:
-En el casino -me dijo- todas las noches
en torno a una mesa, sentados hasta el cogote, se reúnen, después de cenar,
unos cuantos tertulianos. Ninguno tiene menos de 50 años, ni llega a los 60.
Dormitan. Se aburren, lindamente, sin confesarlo. Los electriza un corto número
de temas: Manolete y sus manoletinas; la última faena de Litri; Dominguín;
Ordoñez;… una comilona, sabrosa, económica;… la Junta del Casino;… las cosas de
Ciudad Real;… las mujeres. “¡Fijaros en ésa!”-“lo mismo si es otoñal,
exuberante, la que cruza, o chicuela, torneada, la que pasa… Largos silencios
intermedios. Es verano y media noche:
-Vamos- es la consigna – Y se ponen de
pie. Parsimoniosos, lentísimos, cronométricos, en grupo desmadejado caminan
casi callados. El Prado, la calle Postas, la de Alarcos, el parque, el pozo…y
en él se sientan. Se sientan y continúan en silencio, monacal, cortado solo por
un comentario escueto o un taco rotundo.
-Mucho tarda esta noche.
-Lleva retraso- aventura uno
cualquiera-.
-No, tu reloj va mal.
Cantan los grillos y una corneja. Chasca
un mechero, Nada.
-¡Ya se siente!
-Trae mejor maquina que ayer.
-No.
-Sí trae más fuerte más fuerte la luz
del faro.
-Igual que siempre.
-¿Qué dices tú, Juan?
-Sí- contesta Juan-, como podía
responder: “no”.
Pasa el “correo”. Ilumina a ellos y al
pozo. Trepida el suelo. Callaron los grillos. Se levanta, parsimonioso un
tertuliano. Los demás, vuelven calmosamente la cabeza, para seguir, con la
vista, al tren que pierde entre huertas, entre cerretes, la luz roja. Los
grillos enhebran, de nuevo, su cri-cri. Chasca un mechero. Nadie habla. Pasan
10 minutos, 15…
-¿No nos vamos? –sugiere lacio, uno
cualquiera-.
Parsimoniosos, lentísimos, tristones,
regresan. La tapa del pozo pierde, poco a poco el calor que le dieron las
posaderas de los visitantes. Al llegar al Pilar, se desparraman:
-Hasta mañana.
-Hasta mañana.
-Hasta mañana.
Unos siguen la calle de los Arcos; aquél,
la de Ciruela; éstos, la de la Mejora;… alguno calle del Jaspe arriba, se
pierde por otras lejanas y no recomendables.
A estos hombres no se les concibe
caminando ligero; pisando fuerte; con prisa; sin sitio donde acularse en
seguida; con charla varia, continuada, briosa, fuera de los temas citados; ni
sin ser, esencialmente entrañablemente, buenos. Son –añadió el pozo-mis
cotidianos visitantes de las noches veraniegas, para ver pasar el “correo”. Son
los componentes, fieles e indisolubles, de la tertulia roñosica y ya vieja –casi
cofradía de hermandad-, de “Los Perilleros”, (de la “perrilla”; de los cinco
céntimos), como ellos mismos se nombran. Una institución.
Haría mal quien no la citara, y no, la
ponderara, en los anales localistas de Ciudad Real.
Julián
Alonso Rodríguez (Diario “lanza” lunes 29 de octubre de 1951, página 2)
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