Como
estas serían las rejas que arrancó el Capitán Céspedes (Foto Alonso)
Algo ha ocurrido en Toledo. Como todos
los jueves, hay bullicio, de mercado, en Zocodover. Con el alba, llegaron las
vargueñas con las aguaderas de sus jumentos llenas de gallinas y nevadas de
huevos. El judío, cambiante, en su michinal está. Los quesos, de Quintanar, se
apilan en muros bienolientes. En la tabla, descuartizados, los recentales. Las
hogazas, tiernas; lienzos, de Lagartera; colleras; de colorines; horcas y
azadones; manojos de conejos, perdices, cantueso, espliego y “paloduz”. Crujir de
verduras, de Saltón. Ristras de ajos. Aretes y dijes, damasquinados. El ciego
en el esquinazo, canturreando oraciones. Clérigos y prebendados, soldados y
mendigos, pícaros de la esportilla, burros y yeguas, machos y caballos,
gañanes, frailes, arrieros. Un hidalgo, ceremonioso. Mozas, como manzanas.
Golillas y viejas, corcovadas. Risas y pregones. Una dama, que viene de los
Santos Justo y Pastor. Mazapán. Fresas, de Aranjuez, y alcarillos, de hueso
“duz”, de los cigarrales del Valle…
Toda la policromía del mercado de los
jueves hinchando la plaza; desbordando, por la cuesta del Alcázar; subiendo, por
la Plaza, y, en lo alto del Arco, el Cristo, agónico, con velas, mocosas, al
pie; con oraciones, de cada primera compra, clavándose, en la Cruz, junto a la
cabeza inclinada.
Algo ha ocurrido en Toledo. Hay muchos
grupos chismosos, bajo los soportales, y pocas ventas. Algo grande debió acaecer,
pues, por las callejas de San Juan de la Penitencia y las de la Sinagoga; por
las encrucijadas de San Juan de los Reyes; ante el greñudo Cristo de Santo
Tomé, y por la Vega, a diario suenan cuchilladas y corre la sangre y las
Celestinas, y no hubo, jamás, como hoy, tantos corrillos, tal jaleo, tantos
manoteos y aspavientos, menos compras y más bolsas cortadas y vacías.
Es que la Ronda del Rey huyó, esa noche,
amedrentada, allá, por los cobertizos húmedos del Carmen. Había dado el alto a
gentes alborotadoras. Disputaron, éstas, con los alguaciles, y, el gigantón,
forzudo y pendenciero, Céspedes, el de Ciudad Real, a un alguacil “lo afianzo
bien por la “encajeura”, y lo tiró, de un vuelo; a un tejado”. Cayeron las
tejas; se armó el gran estrépito; quedó atónita la justicia, y desapareció,
corriendo, creyendo en el diablo y haciéndose cruces.
El joven y pendenciero sansón, el de
Ciudad Real, y los suyos, siguieron, libres, rondando y cantando, por las
callejuelas; bebiendo y jugando por los tahúres; repartiendo sucios amores
entre las licenciosas mujeres de los burdeles.
Toledo tuvo memoria, mucho tiempo, del
suceso escandaloso de Céspedes, el de Ciudad Real. Unos, severos, lo
reprochaban; quienes, simpatía mostraban; muchos, censores eran, por fuera e indigentes
por dentro. Alarma, oraciones, suspiros, hubo en el Convento de monjitas,
dulces, de Santo Domingo, el Real. Preces, de desagravio, mandó elevar, en la
Catedral, el purpurado. Un anciano fraile se santiguaba cuando pasaba bajo el
pasadizo del Carmen y chistaba la lechuza escondida en el alto retablillo,
sucio, de la Virgen.
Como Céspedes era bravo, noble y
hercúleo, no hubo otra consecuencia que su desaguisado. Un arriero trajo la
noticia a Ciudad Real y se extendió, como mancha de aceite, por todos sitios.
Sobre los padres pesó la vergüenza, del hecho, y el orgullo de la
reciedumbre del mancebo.
v
El Diablo andaba suelto por el barrio de
la Mata, de Ciudad Real. Lo habían visto unos gañanes y unas viejas
madrugadoras. Es decir, no, no lo habían visto. Habían tropezado, éstas y
enganchándose las puntas, de aquellos, en las cruces de unas muy grandes rejas
arrancadas de los caserones tal y cual, y, tiradas, yacían en el albañal de la
calle. El Diablo, sólo él, podía hacer aquello, ¡con lo pesadas y desmesuradas
que eran! Los frailes, de Santo Domingo y de San Francisco, se enteraron y
prestos tenían los hisopos exorcizadores. La gente, sobrecogida,
cuchicheaba sin saber qué…
Don Jacobo, don Alonso, el hidalgo, el
rico judío… mandaron, precipitadamente, colocar las rejas en sus desguarnecidas
ventanas; porque hijas doncellas tenían. Vigilábase día y noche. El Diablo, o
Roque, no apareció más, pero, a comprender aquello, nadie acertó.
Alguien, si. La hidalguilla de la calle
de la Mata y el gigantazo capitán Céspedes. Pero callaron.
Al fin, una tarde marceña, en el Arco de
la Atalaya, lo supieron los caballeros amigotes de Céspedes y lo cundieron por
la ciudad. Céspedes, alegre de vino y harto de yantar, había referido cómo,
platicando una noche con la hidalguilla, vinósele al suelo, a ésta, el lienzo
que en la mano tenía y él, en alarde de arrogancia, haciendo hincapié en la
tapia, arrancó, de cuajo, la reja y le dijo, entregándole el pañizuelo:
Puente
y viejo molino de Alacos ya desaparecido
-Lo que entre hierros perdisteis, sin
ellos os lo devuelvo.
Amilanóse la niña. Su honor quedaría
mermado cuando, a la mañana, el pueblo viera su ventana desrrejada.
-No habrá tal- respondió el garrido y
galante capitán- que, antes de amanecer, otras rejas caerán, en otras tantas
casas principales, con lo que se tranquilizará vuestro ánimo y quebranto alguno
no sufrirá vuestro decoro.
Y, así como lo dijera, lo hiciera.
Cuando la gente supieron estas cosas,
“el Diablo” convertido quedó en aventura, amorosa y bella, nimbada de simpatías
viriles, caballerescas y legendarias. Y la cordera chiquita, hidalguilla
bonita, y el gigantazo Sansón, esforzado y juvenil, eran los héroes.
v
Cierto día, por la Corredera,
divirtiéndose estaban, tirando a la barra, los caballeros jóvenes de Ciudad
Real, y el capitán Céspedes, cogiendo “un barrón de 40 libras, que le trajeron,
lo despidió a 50 varas de largo”. Admirándose todos. Tuvieron apuestas y
aceptada quedó, por nuestro héroe, la de parar una piedra de molino harinero,
“según ciertos grados de agua que se den a la compuerta, que se eso consiste la
más, o menos, violencia de la piedra”.
-“Echeré las manos y la sujetaré que no
se mueva”.
Dudaron los otros. Quedó concertado el
lance, para el siguiente día, en el molino de Alarcos. Gran multitud de
curiosos, enterados, acudieron al lugar.
Registróse la compuerta; dejáronla en
los límites de lo convenido; renovaron las apuestas, y, cuando el brioso
capitán echó la mano a la piedra, para pararla, notó la traición. Alguien había
abierto la compuerta, pero, con un esfuerzo inaudito, salió vencedor en breve
instante. “Le oyeron “brugir” los huesos y dio principio a echar mucha sangre
por boca, nariz y oídos. En verdad, se había reventado, pero, con todo, este
forzudo Sansón, tomó la espada –que siempre llevaba consigo-, y lanzóse tras el
molinero, que pudo esconderse entre los carrizales. Al irle a los alcances y
volver una esquina del molino, derribó, con la espada, una buena porción de
ella”.
“Huyeron, todos, ante la ira de
Céspedes. Cayóse desfallecido y, en un carro lo trajeron a la ciudad”.
De resultas, murió, a poco, el
caballeresco joven, forzudo y enamorado, capitán Céspedes.
v
En la calle de la Mata, una ventana no
se volvió abrir. La linda hidalguilla, que vivía en la casa de la ventana
cerrada, tuvo lutos. Trocólos por los sayales, blancos, del monasterio de la
Altagracia. Perdióse la llave de un cofrecillo y, dentro, se consumió un
pañizuelo arrugado.
Ana, Sotorreña, Rosalía, Andrea… ¿Cómo
se llamaría la hidalguía bella y honesta?
El capitán Céspedes, pertenecía a la
casa de su apellido, entroncada con los Verlades. Su mansión, situada estaba en
la calle de Caballeros.
v
Cuentan hechos parejos de un
desmesurado, forzudo, arrogante y aventurero, caballero extremeño. ¡Bien
pudiera ser!, que nadie decretó fueran la fuerza y la arrogancia, patrimonio de un solo Sansón; ni de una sola
tierra; ni privativo de un único y determinado siglo.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, jueves 26 de abril de 1951, página 3.
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