En las horas vespertinas del verano,
cuando el “olmo viejo” y los olmos jóvenes del Pilar se macizan de charloteo
atropellado y chillón de miles de gorriones, podéis ver sentado en un banco,
junto al kiosco que mira a la calle de las Bestias –digo, de la Mejora, en
nuestra niñez, o de Ramón y Cajal, ahora- a un ochentón, enjuto, limpio, tieso
como alambre templado, afable y conocedor de cosas rancias -¡de hace setenta
años!- de Ciudad Real. Me lo presentó un cura amigo quien, por su parte, entre
otras cualidades elogiables –amén de las que por su sacerdocio lleva
aparejadas-, por la de conocer mucha gente y muchas cosas, aunque no tantas
como el viejo, lo cual está muy puesto en razón ya que su edad es notablemente
menor que la de este ochentón, hombre de campo, para mayor simpatía, que -¿por
qué voy a omitirlo?- Arturo novillo se llama.
Y, allí, sentado, entre el cura y el
viejo, en el modernizado Pilar centrado por esa fuentecíca, -abrevadero de
niños-, sustituta de la estatua de Cervantes, como esta lo fuera de la fuente
de Hernán Pérez del Pulgar colocada, en 1860, a la vez que los asientos y la
barandilla de hierro que antiguamente lo circundaba, enredóse la charla de
ellos y se acrecentó mi silencio, deseoso de no perder palabra. Abrí, de par en
par, la menguada alacena de mi memoria –compuesta, a lo que presumo, de dos o
tres cédulas de meollo- para que, tal cual lo referían, pudiera guardarlo, a
buen recaudo, hasta que, como ahora, compusiese una excursión periférica por el
Pilar, y os convidara a ella.
Vamos a cotillear, a visitar casos y a
conocer sus habitantes en los finales del XIX y en los primeros del actual, pues
los del día ¡demasiado los conocéis vosotros! El viejo y el cura, hablan, yo,
guió, y vosotros, ellos y yo, nos
deleitamos. No os cansareis, que el camino es breve, y, en último extremo, con
cortarlo y dejar lo que quiere para otro día, desistir definitivamente, ¡asunto
concluido!:
Aquí, donde la calle de los Arcos
termina, a mano derecha conforme de la Plaza Mayor venimos, es fácil recuerdes
al doctor don Agustín Torres cuando repares en el corrido balcón de su estética
casa, convertida, por peripecias de la vida, en uno de los primeros bares que
abrieron en Ciudad Real: el Ideal. El doctor Torres, que murió en 1915, era
famosísimo oculista y cuñado de don Ramón Álvarez, nuestro sabio y siempre
recordado catedrático de francés, fallecido, no hace mucho, a avanzadísima
edad. La muy anciana y muy simpática viuda del doctor Torres dio su alma a Dios
el día 5 de agosto de 1956, a los 89 años, en la calle de la Mejora, entrando a
la derecha, en su casita, que, un poco más acá de la del doctor Bonilla, también
desapareció, y sucesor de Torres, creció, con nuevos pisos, sobre la menguada
altura original.
Lindando con la casa del doctor Torres
–bar Ideal- y dilatándose hasta el puentecillo que desapareció en la
urbanización realizada por el alcalde Maestro junto al “olmo viejo”, y un poco
más acá del lugar donde se abría, al iniciarse la calle Alarcos, el pozuelo de
don Gil que, “en 1764 lodo el intendente Conde de Benagiar porque entorpecía el
paso de su coche”, se elevaba un viejo caserón donde tenía su carpintería Juan
Julián, el Uña. En la fachada que miraba precisamente al lado del olmo, vivía
Fernández, el buñolero, que, además, tocaba el violón. Don Dámaso Barrenengoa
compró el caserón, y Juan Julián se resistió a dejarlo, pero, al fin, se mudó
al extremo opuesto de la plaza, donde lo encontraremos cuando allá lleguemos.
El palacete de ladrillo rojo, caliza
blanca y granito, con caperuza de pizarra negra, que, poco más allá de los
linderos del XIX y el XX, mandó levantar Barrenengoa sobre el solar del caserón
demolido, continúa siendo bellísimo y airoso ornato del Pilar.
A pesar de su corta vida, alardea de
historia. Lo planeó el arquitecto don Sebastián Rebollar Muñoz, que también
concibió los planos de otros destacados y suntuosos edificios urbanos, como el
Banco de España y el encantador de la Diputación Provincial, que destacan,
señoriales, entre pobreza y melcocha. Lo embelleció Andrade, con su señero
pincel. A poco de empezar las obras hubo una paralización que dio mucho que
comentar, pues se achacó a la ruina del nuevo propietario como consecuencia del
robo que, en la fábrica de chocolates de la calle Calatrava, le hicieron,
perforando el muro por la tienda adyacente. La realidad fue que el suelo, por
las filtraciones del riachuelo que por allí cerca pasaba, era movedizo y
hubieron de vencer muchas dificultades para hallar el firme. La solida economía
de Barrenengoa no podía resentirse, por semejante robo, hasta el punto de tener
que desistir de continuar la obra. He oído referir –no me lo tomes en cuenta,
por si me equivocaron-que, en sus salones, Barrenengoa dio a don Emilio
Castelar una comida servida en, no sé si cierta o inventada, argenteda vajilla
estrenada con ese motivo. En la actualidad, el propietario del palacete es el
Banco Central y es de esperar conserve la bella traza de la construcción y las
valiosas pinturas internas.
Vivía Ciges, el buñolero y tenía “el
Chin” su taberna, en el edificio con fachada –la primera a mano izquierda- a la
calle Alarcos. Un día de carnaval, en la taberna, el valdepeñero “Chillallo”,
murió, desangrado, en riña con un tal
Gascón que le dio un navajazo en el cuello. Posteriormente, en ese mismo local,
vendieron vino de Peco. Hace algunos años se reedificó la casa en forma sosota
y prodigada –standard- y en sus bajos operaba el banco de Bilbao. Este edificio,
al igual que los que le siguen hasta llegar a los Jesuitas, estuvo separado del
paseo por una calle que se incorporó a la plaza al hacer las reformas del año
1914, y en las ultimas ha vuelto a ponerse al tránsito rodado ese trozo.
Más allá, existía la casa de Carmelo Campillo,
el cordelero, hombre laborioso, con grandes patillas y faja azul. Trabajaba
cerca de la fábrica del gas, frente a la calle que lleva ese nombre, y le
ayudaban un peón y sus hijos. “Era un hombre de malas pulgas, y cuando sus
hijos le hacían una trastada les cogía de los pelos y les daba cordelazos”.
¿A qué recuerdas, un poco más adelante,
en el actual domicilio de Ballester, la fábrica de gaseosas desaparecida en época
reciente?
A continuación estaba la escuela donde
iban los hijos del cordelero, en una casa de grandes anchuras que compró don Joaquín
García Gil para derribarla y levantar su domicilio y establecer su negocio de
fianzas,… pero vamos a descansar un rato, si te parece, y a tomar unos “chatos”
en el moderno Bar España que abre sus puertas donde tiendecicas y tabernillas
las abrieron.
El cura y el Novillo, no quieren tomar
nada. Peor para ellos y más ganancioso saldrá nuestro bolsete que vaciará unos
cuantos patacones menos. Por lo demás, ¡otro día continuaremos el fisgón paseo!
Julián
Alonso Rodríguez, diario “Lanza”, viernes 14 de septiembre de 1956, página 2.
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