Vista
de la Plaza del Pilar en los años cincuenta del pasado siglo
Al retomar, sacudo la túnica de
peregrino, solitario y veraniego, para que el polvillo de las eras, de los
caminos de los rastrojos de mi tierra, mezclen sus olores de arcilla, de mies,
¡de campo!, con el salobre de las salinas y de las resacas gaditanas aromen mi
casa y la penetren toda.
Con el ajetreo del sacudido, saltó de
entre los pliegues del sayal, una libretica, arrugada y pingosa, llena de
garabatos escritos a lápiz y a tinta. Los de lápiz, de tan resobados, se han
borrado mucho, y, de tan malo como es el
papel del cuadernillo, se han corrido y emborronado, más de la cuenta,
los que a pluma fueron trazados, pero aún puede leerse largo, y aquí lo copio –aunque
quizá no te interese- porque, si Dios quiere, a mí, cuando el tiempo pase, ha
de serme de mucha recordación y añoranza, releerlo, y yo cuido mucho de este mi
pecado de egoísmo.
Desde el balconcillo de las campanas de
la torre, veo Ciudad Real. Me pasma como se desparrama desmesuradamente y
considero el grave, y grande, conflicto que para la urbanización e higiene se
está creando, cuando, en su antiguo recinto edificado, se perciben tantos y tan
amplios corrales y huertos que podían edificarse sin dilatar el perímetro de la
ciudad, ni aumentar pisos y pisos en las casas, porque esto va contra la
característica, la costumbre y la necesidad de nuestra urbe. Ciudad chata,
ancha y cómoda, como es lo suyo. Comparad el bien concebido barrio del Pilar
con el de “Vista Alegre” ¿Para qué llevar a Ciudad Real al trance de
convertirse en feo e inadecuado colmenar deslumbrado, neciamente, por las
fotografías de los muy contados rascacielos norteamericanos? Porque son
contados los que allá existen.
Si copistas –¡qué pena!- queremos ser,
fijémonos en el entusiasmo que en los americanos despiertan nuestras casas con
independencia familiar, con jardines circundantes, con patios ajardinados.
¡Como son la mayoría de las modernas ciudades de ellos! ¿No lo habéis visto
prodigado en las películas y revistas que de allí nos llegan?
Otra
vista de la Plaza del Pilar en los años cincuenta del pasado siglo
Ciertamente es bueno ponerse
auriculares, pero es vergonzoso cerrar los ojos al legado que nos dejó el
pasado.
Se extiende Ciudad Real, arbitraria e
inconvenientemente y un tanto cursilona de exotismo, y, no obstante recorriendo
sus calles se ven, en su centro mismo, muchos solares de casas derrumbadas. Sin
ir más lejos, en la calle de la Azucena, del Camarín, de Caballeros, de la
Paloma, Dorada, el que dejó cierta casa “ruinosa” –y no se caía-, cuando,
piquetazo a piquetazo, la demolieron, y luego resultó -¡cosas de Dios! Era, con
su “ruina”, nada menos que el recio sostén de la casa vecina, que se viene
abajo ahora. Sucedió algo así como cuando se quita un libro de una prieta estantería.
Solares crónicos, unos Solares, otros,
en parajes castizos, que van rellenando de mazacotes, que llaman casas
modernas, con ventanales sin herrejes; con tela metálica como barandal de sus
balcones, que es peor todavía; con fachadas revocadas, como cuartitos de baño,
con pequeños taquitos de azulejos policromados. Alguien, señalando una, me
dijo: “ese edificio de casas que ves ahí, ¿no te da la impresión de castillo de
los Reyes Magos de un Belén barato?”… Era feliz la comparación.
..Y los escudos nobiliarios de las
portadas y de las fachadas, y las columnas marmóreas de los patios, y los
férreos balconajes y ventanas, y las vigas y zapatas talladas, van
desapareciendo. Se van perdiendo.
Ciudad Real gris.
No faltan elogiables contrastes: La
ancha calle del Obispo Estenaga –carente de bueno y definitivo pavimento- que
se ennoblece con los notables edificios del Instituto Provincial de Sanidad, “la
Sindical”, un grupo escolar y otras casas particulares, como la de Barco, que
tuvo el acierto ejemplar, como materiales, el granito y el ladrillo, siguiendo
las directrices de las buenas construcciones de siglos pasados y de las que, en
el XIX y con características de su tiempo, son destacados ejemplos la
Diputación, el Banco de España, el Seminario, el palacete de Barrenengoa, el palacete
del Obispo… y la calle –para avenida se quedó estrecha- del Rey Santo, bien
conseguida remando de modernidad –aunque con algún feo edificio- trazada en
paraje que no destroza nada del pasado; que urbaniza un extenso huerto, de
origen morisco, y que se completa con el Romasol Cinema, cómodo, acogedor,
selecto, muy a la última moda.
La
Virgen del Prado en su paso en el centro del altar mayor, tal y como era
colocada hasta los años sesenta del pasado siglo
La Catedral está vuelta del revés. Al
coro, situado a los pies, lo han improvisado en cabecera del templo, en el
Altar Mayor. Es que están de obras de reparación. La Virgen no abandonó su
trono. Por ello es curioso el espectáculo: en un mismo Banco, unos devotos se
colocan mirando al coro, cara al Cristo de la Piedad y de espaldas al retablo
mayor, a la Virgen, y otros, al contrario. Los sábados, la sabatina se canta
cara al Cristo y de espaldas a la Patrona.
Después de la guerra, quedó el Presbiterio
incapaz para el decoro del culto, y nuestra maltratada Catedral quiere
resucitar gracias al culto y bien orientado Prelado.
Aún añoramos como estaba antes del
envite de las funestas obras de principio de siglo. Con la guerra sufrió el
templo la postrera acometida devastadora. Como ave fénix, de sus cenizas
resucitará, sencillo severo, el templo de Santa María del Prado.
“Día de la Virgen”. Una hora, larga,
estuvo desfilando la procesión. No figuraba en ella estandarte antiguo de la
Virgen –del XVI, XVII- que no es “cochambre”, según apreciación ligera, y si
valiosa vieja tela que, deteriorada por los maltratos y los siglos, pidiendo
está –exigiendo-, si no puede lucirse en la carrera, cuidadosa conservación
encristalada y emplazamiento en preferente lugar de la escalera del Camarín,
como rico y visible recuerdo, insigne e imperecedero, de otros tiempos y para
admiración en los presentes y venideros. Salvemos responsabilidades.
Al término de las dos inacabables
hileras de siete mil devotos, que iban alumbrando, y sobre la alfombra que en
el suelo formaban los goterones de cera de sus velas, ardiendo en regueros
votivos, venía la Patrona, ya de noche, oliendo a nardos, radiante de luz y
plata bajo palio, majestuosa, paseándose –recreándose- en su feudo. El
tintineo, leve, argentino, de las campanillas de sus arcos, apenas rompía el
silencio impresionante. Insuperable momento, con escalofríos de emoción.
Cuando la Virgen del Prado desapareció,
la calle de la Estación Vía Crucis apagó sus luces. Las estrellas brillaban
más. ¿Quiénes estarían asomados a ella?
Julián
Alonso Rodríguez. Diario Lanza, miércoles 5 de octubre de 1960, páginas 2 y 5
Estandarte de la Virgen del Prado al que hace alusión Alonso
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