Antigualla
manchega, con la desaparecida imagen de la Virgen del Prado, destruida en 1936 por
los republicanos del Frente Popular
La severidad de las cosas antiguas
aparece ostentosa entre la galanura alegre de los festivales innovados. Los
pueblos que con públicos y solemnes esparcimientos, rebosantes de alegría, abren
un paréntesis en su vida laboriosa para tener recompensa al trabajo de los días
que se suceden lentos y como sin fin en la carrera del año, difícil es que
olviden sus tradiciones.
En Ciudad Real el alma vieja vive junto
á los muros de la Iglesia Catedral. Al santo templo van las almas de los
lugareños, herederas del alma vieja de Villa-Real, a refrescar y reverdecer con
los aires húmedos de la nave alta el amor al vetusto hogar en el desierto
manchego; a hundir su memoria en los pasados siglos y resucitar la pura raza de
los antiguos pobladores del onceno, sencilla, mística, trabajadora y guerrera.
La Virgen del Prado no es solo para estos
habitantes la imagen de la Madre de Dios en uno de sus adorables misterios. Es
el centro a cuyo alrededor ha girado la historia de la comarca en el comienzo
de sus vicisitudes. Es la tradición, nervio de la ciudad, fuente de sus inspiraciones,
foco irradiador de la luz que alumbra sus movimientos; porque las tradiciones
son estímulos de la vida de los pueblos mientras no pierden la aureola de su
gloria.
Al lado de la memoria de los
antepasados, está la del antiguo cuadro, de marco despintado, de amarillento
papel, con el retrato de la Fundadora, Patrona y Protectora de Ciudad Real cubierto
de cristal con paño patinoso, que antaño no faltaba en la casa de ningún vecino,
que colgó de las paredes de las sencillas alcobas, junto a las camas donde morían
los viejos consumidos por la edad, con la mirada puesta en la Virgen y una
plegaria en los labios, convirtiendo con su agonía el tosco diseño del papel en
preciada reliquia de familia que después de varias generaciones el lujo aparto
de los sedosos y sensuales cuartos de dormir a los desvanes, a donde alguna vez
llegan los restos de religiosidad perdida, desbordados en momentos de aflicción
tremenda.
En Ciudad Real, lo típico, lo tradicional,
está tan unido a las fiestas de la Patrona, que hasta los cantos y danzas genuinamente
populares, se perpetúan solo al calor de los homenajes místicos tributados de
tiempo inmemorial.
Cuando a la caída de la tarde tintinean
las campanillas de plata bajo los arcos de la portada, se agita en los labios
la copla clásica
El
desaparecido templete del Prado, donde se celebraba la Pandorga en las primeras
décadas del siglo XX
Las campanillas suenan
La Virgen saIe…
La Patrona
del Prado
Ya está en la calle.
El canto típico del país, que por
ninguna otra cosa fue evocado, surge ante el nimbo argentino de sones suaves, y
las notas manchegas que pausadas y monótonas recorren las gargantas, dan a los
ojos la visión de todo un pueblo arremolinado al pié de las ventanas de un
camarín, en torno de un tabladillo en que brillan los colores y los bordados de
los trajes de gala, movedizos en la fiesta de la tierra a la luz de humosas antorchas.
Las seguidillas manchegas —que condensan
en sus notas la íntima y adorable poesía del hogar, de las cosas cotidianas,
conocidas, familiares de los afectos sosegados, de las emociones suaves, de los
sentimientos tranquilos-—hubieran muerto olvidadas, si cada año, en noche
esperada con anhelo, no se alzase el tabladillo y la Pandorga aromase el céfiro
de las noches de verano con el perfume de las flores del Prado donde la primera
iglesia elevó su cúpula al azul.
Los jóvenes frívolos, van a la Pandorga
con sonrisa irónica, despectiva. Los arrugaditos ancianos van con sonrisa
plácida. Pasa el tiempo y los que fueron jóvenes sonríen plácidamente, como
sonreían los viejos.
Con porvenir de luto y presente de agotamiento
y ruina, solo las memorias del ayer, vivido intensamente, dan a su corazón cándido
alborozo.
Jacobo
Mejía. Revista “Vida Manchega”, Año I, número I, jueves 4 de abril de 1912
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