La
entrada al Parque de Gasset en los años sesenta del pasado siglo XX
En la India, las vacas pupulan por las
calles, paseos, jardines… son sagradas y, como si, además, fueran conscientes
de ello, hacen valer sus derechos con sosegada tiranía. Así, la circulación se
interrumpe porque una vaca se tumba, atravesada, en una acera concurrida, o, en
ocasiones, se tapona el tránsito rodado si eligió para descansar en medio de la
calle. Como no se les puede molestar, precisa esperar pacientemente, que,
cansadas de descansar y rumiar, reposadas y displicentes, se levanten y sigan
su camino caprichoso.
En Ciudad Real no hay vacas sagradas,
pero hay profusión de perros vagabundos, aunque no sean sagrados. Y son de
todas las razas, capas, genio y figura. De ganado, galgos, podencos, lulús,
conados; píos, negros, verdinos, albinos; gordos, famélicos, sedosos,
espelurciados, sarnosos…Invaden las calles, los paseos, los caminos, los
portales, a todas las horas del día y de la noche, con igual libertad que las
vacas de la India, pero no van aislados; van en jauría, en montones ladradores,
husmeantes, peligrosos. Son una plaga. Los peatones los evaden con miedo, más
que con respeto.
Y también interrumpen la circulación. He
visto, en la calle de Alarcos, a media tarde, cambiarse la gente de la acera de
la izquierda, a la derecha, porque un enjambre canino, en las losas de la
primera, dilucidaba sus problemas a dentelladas y ladridos. Y, a las once de la
noche, en medio de la calle Toledo, en la confluencia, con ella, de las de la
Estación y de la Estrella, estaba tendida una gigantesca perra rendida de
ajetreos, y, alrededor, en extenso corro intranquilo, gruñidor, reñidor, muchos
canes, de todas las tallas, le hacían la corte. Llegó un coche, encendió los
faros, rugió su bocina; trepido, encordecedora, la moto que venía detrás. No
voces, ni amagos. No hubo medio. Hubieron de parar. No hubo medio. Hubieron de
parar. Cuando a la perra le dio la gana, se levantó y, seguida de su bulliciosa
y nutrida corte de novios, tomó carrerilla, calle de la Estrella arriba.
Entonces, la circulación rodada se reanudó.
¡Espectáculo folklórico!
El año pasado, a la representación del I
Festival de Teatro Aficionado, asistimos medio centenar de personas, haciendo
la cuenta con optimismo. Alguna noche, menos. Salía uno defraudado del público.
Este verano, en el II Festival Nacional, cada noche hubo un lleno. Para
encontrar acomodo conveniente precisaba ir con tiempo y, a veces, invadir, un
tanto tumultuosamente, el local de cine Proyecciones donde se hacía el
espectáculo, y ocupar, “por las buenas”, las localidades destinadas a las
autoridades e invitados y avanzar las sillas hasta las mismísimas candilejas.
El público iba a oír; a aguantar esperas, largas, sin protestar, si las
instalaciones no funcionaban, y sabía enjuiciar y aplaudir. ¡Hay público, en
Ciudad Real, para estas manifestaciones de Arte! Público numeroso, culto y
selecto. Y alguna calabaza mezclada. Mejor para ella, pues algo bueno se le
pegará.
La Fuente
Talaverana en la década de los sesenta del siglo XX
Destacado acierto no imponer obra común
para las agrupaciones. Esto no aumenta de modo insuperable, la dificultad de la
labor del jurado, y da más fluidez al espectáculo, y, permite, como este año,
la agradable demostración de que nuestro teatro clásico, centenario, triunfa,
jugoso y moderno en su secularidad, sobre actualidades de todas categorías;
truculentas, esquizofrénicas, convencionales, mediocres, buenas, ñoñas y hasta
de un rosal demasiado descolorido -¡aquella del “bobita” y de “a mí me llamaban
maravilla”, aprestado ramillete de carabelas y casualidades-, que solo se
salvan, si acaso, sabiéndolas hacer, y se convierten en cursis si los actores
son incapaces de levantarlas. No tendrán, seguro, supervivencia secular.
El buen conjunto alcarriano de Antorcha
no superó su laudable representación del primer festival. Quizá la antipática
obra que trajeron tuvo la culpa. El exagerado bienestar de la residencia de
invidentes, con que comienza, la desbarata el maisano Ignacio y concluye con no
menos exagerado, total, derrumbamiento dramático. Por obra del resentido y
majo, hasta deja de reír el buen Miguelín, jovial y simpático.
A la agrupación de Ciudad Real,
francamente buena, le falta, para ser inmejorable, elemento femenino. Su campo
de expansión está, así, recortado, y se impone solución. La obra que interpretó
es amarga. Su dificultad, sin embargo, es excelente piedra de toque. Triunfaron
nuestros muchachos. Muy bien todos; muy bien Golderos en su monólogo; muy bien
Arjona, con justicia galardonado, pero ¿por qué no matarían antes, -no a
Arjona, ¡eh!-, al cabo que representaba? Hubiéramos descansado y se hubiera
acelerado el trágico desfile que a poco remata vaciando el escenario. Salimos
con el corazón arrugado.
Hubo otro milagro, que no fue chico. El
que hizo el P. Tomás salvando El Milagro. Y otro tercer milagro más
espectacular: volver a la vida al micrófono, largo espacio comatoso, con un
simple golpe ¿de reina, de torre, de alfil? Hasta el gordete fraile se asombró.
Si, Galiana, me gusto más la Culpa, que
la Penitencia. Y a usted también. Seamos sinceros. Y a todos. Pero me quedo
insatisfecha una nimia y acuciante curiosidad ¿Para qué sería aquel irregular
vontanico, iluminado de rojo, que se abría en los bastidores, a la de recha del
espectador? Obsesionado estuve, toda la velada, pendiente de él. ¿Se asomarían
la Penitencia, o un angelote de alas de algodón, o los cuernos de la luna, o el
Eco I? Nada; ni apareció la prodigada cabeza del tramoyista aquel, con petulante
gorra de amplia visera en violento declive ascendente, que se trasparentaba por
el telón; que subía y bajaba, rápido, por escaleras y cuerdas; que se asomaba
entre bastidores; que apagaba y encendía luces; que circulaba entre el público…
Con bien seleccionadas frustraciones musicales, que los micrófonos se empeñaron
en no dejar saborear; con bella y lujosa presentación; con vistosa combinación
de luces; con excelente representación,
triunfó el Auto calderoniano, y completó el éxito la oportunidad, comparativa,
que nos brindó el grupo madrileño al traernos a escena esta obra, vieja, que
sigue siendo nueva.
El
desaparecido auditórium de la Fuente Talaverana
Es necesario mejorar el marco. El
actual, es pobre y aún puede no existir el año venidero. En el parque podríamos
encontrar otro fuera del ámbito de la talaverana. Más al fondo; sin destrozar
un árbol, entre el boscaje si es preciso, encantador: el amplio cuadrilátero
donde hay actualmente un quiosco. Hasta, económicamente, le interesaría al
arrendatario del quiosco.
Sería conveniente, que los componentes
que integran las diversas agrupaciones pudieran permanecer en Ciudad Real
durante los días del festival. Las representaciones de unos servirían a los
otros, al verlas, de contraste, superación y estimulo, y de apreciación del
justo fallo del jurado.
Tan nimias son estas anotaciones, que ni
siquiera pueden llamarse sugerencias, ni, menos, reparos. Son nonadas en el
selecto espectáculo de cultura con que nos han obsequiado los organizadores a
quienes les está prohibidos desalientos, ni retrasos. Y tan merecido tiene
esto, como la felicitación sin dobleces. Desde hoy deben empezar a preparar y
ampliar el festival de mañana y con alegría, con fe, sin rendirse ante los
obstáculos. Toda ayuda es pequeña.
Obliga el altruismo de los conjuntos que
nos visitan, pregoneros del bien hacer y del bien decir. Lo pide un público
culto, selecto y numeroso, ansioso de tan valioso manjar. Lo reclama Ciudad
Real que tuvo la feliz idea de convocar estos congresos de Arte bajo el manto
sereno de nuestras veraniegas noches manchegas, y, con hidalguía que la honra,
dispuesta está a seguir siendo campo nacional de tan selectas lides.
Es que –lo estáis viendo- estamos
haciendo Ciudad Real, en la Mancha; Mancha, en España, y España, más allá de
sus confines. Hasta donde llega el claro cierinazo de los clarines.
Felices ratos me ha deparado, este
verano, el II Festival Nacional de Teatro Aficionado.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario Lanza, sábado 22 de octubre de 1960, página 3.
Las
pérgolas del Parque de Gasset en 1961
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