La
desaparecida batalla de flores de nuestras Ferias y Fiestas en 1977 a su paso
por la Plaza del Pilar
“El día de la Provincia”, perfectamente
encajado como festejo imprescindible, ha ido superándose desde que hace tres
años, nació para dar lustre y distinción a la feria.
Bella la parte literaria –“I Fiesta
provincial de las letras”- en el selecto marco del Romasol Cinema, en honor de
la reina y de su corte. Aquel racimo –estamos en tierra de “majuelos”- de
dulces Dulcineas-¡qué bien suena este piropo a la santa y guapa y bella mujer
manchega!- de la capital y de los cuatro vientos de la Provincia llegadas, lo
merecía todo. Y más luz; menos vocerío, en conserva, de altavoces y “Mustafás”
llegados, con el vientecillo, desde la feria vecina; más etiqueta, y menos
trajes color castaña, y nada de equivocas contorsiones masculinas en inadecuado
“ballet” sin de fiestas. Del ballet, “del festival, lo mejor, la Mistral”,
apuntó alguien. Hay que cuidar los detalles.
Se volcaron la ciudad y los pueblos, en
la vespertina batalla de flores, y, en desbordante avalancha, entorpecieron,
pero no deslucieron, el desfile de las carrozas de originalidad manifiesta,
monumentales, alegóricas, simbólicas, rurales… Cada una, más que carroza, era
carro de triunfo de nuestras lindas mujeres, más manchegas y más bonitas, aun
porque de manchegas iban ataviadas.
Flores, papelillos, serpentinas,
piropos, música, alegría. Oleadas de ovaciones cuando aparecieron las carrozas
de Socuellamos, tiradas por hermosas yuntas muleras, caprichosamente esquiladas
en alarde de artesanía y con riqueza y lujo enjaezadas, y la de Tomelloso,
autentico carro de vendimia colmado de racimos de verdad, y de zagalas galanas
de verdad. Arrastrado iba por varios pares de mulas, de la mejor estampa, que
lucían lucientes arreos y la barroca policromía de bordadas camperas gualdrapas
de gala y la viveza de su sangre, en perfecta y noble doma, y a los lados, cual
escuderos a pie, servidores de las mozas, recios zagalones con rústico atuendo
tomellosero. Era de ver cómo con majeza viril, se agarraban, se colgaban, a la
trasera del carro para, girándolo sobre una sola rueda, hacerlo cambiar de
rumbo, elevando esta costumbre campera a espectáculo circense del mejor gusto.
Y las mulas, descansadas, solas, alegres, femeninas, campanilleaban más sus
collares, y los aplausos sonaban más que bien lo merecía traer, el adoquinado
pavimento ciudadano, un clásico y sugestivo trazo de los polvorientos carriles
de la llanura.
Estamos de acuerdo, para estos
menesteres nos sirve, en feo, el tractor. Huele mal, carraspea mucho. Las
yuntas sí que se acomodan bien a tirar de las carrozas.
En Almuradiel, en Puerto Lápice, en los
confines de la Provincia, la sonrisa de muchachas manchegas y la Trilogía del
vino, de Alcalde, con un dibujo de Villaseñor, abrían a cada viajero, al
pórtico de nuestra Mancha querida.
Ciudad Real y todos los lugares de su
geografía se abrazan en esa fecha.
El
paso del Resucitado en los años sesenta del pasado siglo
No he logrado ver, completo, el “paso”
del Resucitado concebido y tallado por Donaire. Tuve que conformarme con mirar,
por entre los barrotes de loa reja, la figura central, recluida en la “espesa
penumbra de la capilla del Baptisterio de la Catedral. Cristo, parado, parece
triste porque, al resucitar de entre los muertos, los vivos le han encarcelado
en tan mínima y oscura celda, o porque teme por la integridad de la venerable
pila del bautismo, que le dieron como peana, o por las dos cosas a la vez.
Hasta ocasión más propicia, he de
resignarme, a la fuerza, con el no claro juicio formado a la vista de unas
fotografías del “paso” del Resucitado publicadas en la prensa: Feliz acierto en
la composición del conjunto; más inspiradas y mejor conseguida, las esculturas
de los soldados. Sobre todo ese que corre despavorido.
Un
antiguo aspecto del entonces señorial y bien arbolado jardín del Instituto,
siempre abierto al tránsito de peatones a su través
El antiguo jardín del Instituto, rodeado
de alta y extensa verja –a todo lo largo del “callejón” y en gran parte de la
fachada de Caballeros- tenía su encanto. Era jardín, escolar, privado, pero abierto
a todo el que quisiera cruzarlo para acortar unos metros su camino. Algún
rincón –el del añoso olivo del esquinazo del invernadero, en primer término,
y, en la lejanía la torre catedralicia
–inspiró a Andrade una de sus mejores tablillas. Paco Tolsada le dedicó una
buena y sentida poesía y “Albores” la publicó, ilustrada con la fotografía de
la citada tablita.
Desapareció la verja –algún reducido
trozo pusieron en el mercado de abastos-, se hizo público el jardín y se
convirtió en plazoleta frondosa y pimpante con arbolillos, con muchas flores,
pero sin bancos. Me dicen sigue siendo del Instituto (?).
Este verano era desolador aquello. Ni
una flor; ni una gota de agua; tiradas las piedras del murete que lo levanta
del nivel de la calle; apisonadas parcelas y paseos; los árboles esmirriados,
derrengados, desgajados, pereciendo o perecidos; los rosales, las dalias, las
plantas de flor, emigraron a otros sitios… dentro del antiguo recinto del
jardín, un quiosco, de material estable, para la venta de pipas y altramuces.
En nuestros tiempos, a Hilario, con su barquillera, y a su mujer, con su cesta
de cangrejos de mar cocidos, solo les permitían estacionarse fuera, en la acera
de enfrente de la calle de Caballeros.
La desolación de esta zona verde se le
endosan a los chicos del Instituto, y yo me pregunto si son también
responsables del abandono en que se bailan la plaza de José Antonio, y el
Prado, con la carencia de bancos y la sobra de montones de basura en los
espacios más visibles, y de la desaparición del tapiz verde del Pilar y de a
fuera de malas y repetidas podas, la conversión de los cursis arbolillos que
circundan al “olmo viejo” –verdaderos bastones de puño de bola clavados por la
contera- , en alfileres de cabeza, y del polvo, sequedad y ruina del hermoso
Parque al que sólo falta, para semejar una esquela de defunción, rieguen con
asfalto sus paseos, según proyectan, y de ser aparcadero de destartalados
coches y camiones la plaza de San Francisco, y del descuido de la de la
Misericordia, y si astillaron, ellos,
los semisecos y tísicos cipreses que mal viven arrimados a las tapias de la
Catedral y a la esquina de la iglesia del convento de las Carmelitas, y si han
intervenido, ellos, en que no se siembren siquiera las desiertas areas,
acotadas para zona verde, en la plazuela de las Terreras, y si…
No, vosotros, los actuales chicos del
Instituto –también estudio el Bachillerato en él-, no hacéis eso. Sois, como
fuimos, chicos, pero no sois, como no fuimos, gamberros.
Para ver flores, en Ciudad Real,
únicamente se puede ir a la glorieta Cervantes. Para ver césped verde, tupido,
jugoso ¡y regado y todo!, el palmo de tierra que rodea la Puerta de Toledo, y
nada más.
Se han concebido premios, a varios
pueblos de la Provincia, por el embellecimiento de sus recintos urbanos. A
Ciudad Real, naturalmente no le correspondió ninguno.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario Lanza, sábado 5 de noviembre de 1960, páginas 4 y 5.
El jardín
del Instituto sin la reja a la que hace referencia Alonso
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