El
Parque de Gasset en los años cincuenta del pasado siglo XX
Mi colección de fotografías de Ciudad
Real aumenta, este verano, con siete tomadas en el mismo espacio. El que se
extiende, por la carretera de ronda, de la puerta de Granada a la de Alarcos.
He aquí dos, tiradas en idéntico sitio, paso más, paso menos, ante el edificio
de los ferroviarios, a la entrada del Parque, mirando hacia la puerta de
Ciruela. La A, al abrir septiembre sus días. La B, tres fechas, exactamente, después.
Las otras, que completan esta coleccioncilla, son tan tristes, y desoladoras
como la última.
¿Qué motivos pueden justificarlo que
ellas manifiestan? ¡Ah!, no lo sé. Quizás ampliar la anchura de la carretera de
esta, que fue paseo de Cisneros, para facilitar el tráfico rodado, aun cuando
da la casualidad de que en este trozo, concretamente es en el único que no
aumentó. Al contrario, mermo mucho el que allí afluía, por las carreteras de
Granada y Calzada, una vez desviado por la nueva carretera de Miguelturra que
aboca, en la de la ronda, mucho más allá, frente al Reformatorio.
Los árboles con su silencio –y cuando
sea, cualquiera reforma que se pretenda hacer. Nos costó, a los ciudarrealeños,
mucho trabajo y entusiasmo, conseguir tan lozana masa arbórea para pulmón de la
ciudad, deleite necesario, expansión de todos, salud de los niños, descanso de
los grandes, y obligación irrenunciable, es, para todos defendería de ligerezas
mal orientadas y intromisiones irresponsables, pues el Parque es parte, capital
y valiosísima, del culto rico, honesto y orgulloso patrimonio de los
ciudarrealeños.
En el viejo cofre, de los recuerdos
viejos, guardo con celo y cariño, una medallica de latón, tal que una antigua
moneda de cobre de 10 céntimos, de grande, con un lacico, de seda rojo y
gualda. Me la dieron cuando, en mi infancia, un año, los niños de la escuela,
acudimos a la anual, y creo que antaño obligatoria, “fiesta del Árbol” -el Sr.
del Moral quiso resucitarla no ha mucho- que, en aquella ocasión, se celebró en
la granja agrícola de la puerta de Calatrava. Y plantamos un árbol. Las
infantiles promesas, de amor a los árboles y a los pájaros, que nos hicieron
recitar, aun siguen vivas y frescas en mí y me acuciarán siempre.
Envuelta tengo la medalleja en un papel
donde están escritos una famosa sentencia y un sabio refrán: “Quien plantó un
árbol, no perdió su vida”. “El hombre y el árbol, no se forman en un año”.
¿Quién tendría el diabólico gusto de
inventar, Dios sepa en qué añejos tiempos, el hacha arborófoba y la odiada
piqueta demoledora, activas, sin sosiego?
Con singular agrado pase casi toda una
tarde hablando con Villaseñor, y viéndole pintar la curva pared levantada en el
salón de sesiones de la Diputación. Por primera vez vi pintar en muro.
El salón
de pelos de la Diputación Provincial en los años sesenta del pasado siglo
Tal salón, de castizo tono de época de
la regencia de la reina Cristina, se convertirá en notable ejemplar modernísimo.
Las pinturas de Villaseñor se encargan de establecer fuerte y desconcertante,
contraste con el cupulín de la suntuosa escalera, por cierto muy deteriorado,
que fue decorado por don Ángel Andrade, y con los numerosos lienzos colgados en
las dependencias y galerías del edificio, y con la arquitectura de este.
Soy indocto. Me gusta, pero me considero
incapaz de saborear, hasta lo hondo, la monumental obra de Villaseñor, este
actual pintor nuestro.
Soy indocto. Recuerdo el realismo sombrío
de Solana el grupo de la familia
manchega; la fantasía de Goya, áspera, genial, un tanto morbosa de “los
caprichos”, se nos viene a la mente con los desnudos, con los mineros, con el
arador; los ángeles que rodean al beato Juan de Ávila parecen versión moderna
de los tranquilos y placenteros, arcángeles Gabrietes de las primitivas
Anunciaciones. Y todo con un carácter muy personal y actual. Son convergencias.
Suavidades de agua del padre Guadiana;
rigideces violentas del secular Pantacrator puestas al día en el Santo Tomás de
Villanueva; blancos sayales de freires calatravos; blancura, blanquísima y
brillante de la huesuda cabra, de esquelético jamelgo, quijotesco, empeñada en
que resalten su valor, las sombras pizarrosas y las opalandras negras de los judíos
–toda figura, en esta composición pictórica, tiene su simbolismo manchego- y en
poner de manifiesto el total patinado, ocre, del conjunto variado y armónico a
la vez.
Lo malo será si el mobiliario entorpece
la visión de la parte baja de la original y extensa pintura mural.
Un
jornalero en los años cincuenta del siglo XX a las afueras de Ciudad Real
durante una feria de ganados. Al fondo la torre de la Catedral
¡Campo manchego de tranquilas tardes!
Huela la llanura a mies y a tierra, resecas. Acompañado, suena el andaraje –reloj
del agua-, de la noria. Cantan las regueras a borbotones, y susurra el panizo,
movido por la brisa suave. Parlotero chillar de gorriones y más gorriones, que
buscan, en la higuera, el descanso de la noche que llega. Magro pernil, pan,
con miajón, tomate carnudo, melón meloso, bajo el nogal de la huerta amiga.
¡Como brilla el ocaso tras la cercana Cabeza del Palo y las cumbres de las
sierras remotas de Guadalupe! Saben a
cenobio, en recreación vespertina, el bisbiseo sentencioso de dos jornaleros,
viejos, coronados de humos de “colilla” rechupada, sentados en los bajitos
bancos de la plazoleta del Cristo de las Huertas, al empezar a desflecar sus
retorcidos vuelos los “murciélagos”. Conforta el ánimo el postrer recorte de la
luz, a la ermita, en salutación angélica a la Virgen de Alarcos.
Al regreso, son más lindos “los
caballitos del Parque y hasta suenan bien los “cha, cha, cha”.
En la terraza de un “bar”, bajo dosel de
arboleda, sorbo a sorbo, ¡qué bien sabe el vino de mi tierra! ¡Y no pensar en
nada!
Cruza, sobre “el olmo viejo”, camino de
la torre de San Pedro, el Eco I, puntual, brillante, símbolo del poder humano
y, ¡ojalá de la paz!
En la noche estrellada estridela el
grillo, escondido en la reducida maraña, húmeda, del hondo patio, blanco. Ladra
el perro del corralón vecino. El gallo clava, en el aire, agudos alertas, y el
campanillo del convento eleva al cielo, entre tañidos, el rezo, trasnochado y
virginal, de las monjitas. Trasciende a albahaca, a madrugada.
¡Qué deprisa va el tren! Se encaraman
las torres para decirnos: “¡adiós, amigo, hasta el año que viene!” ¡Como
flamean el pañizuelo blanco, de sus caseríos, los lugares tendidos sobre
barbecheras! ¡Cómo platean los olivos y verdean las vides, y levantan
nubecillas de polvo las yuntas al abrir el rastrojo y el caballo del guarda que
va por la “verea” y la tartana en el camino viejo!
¡Cómo se va perdiendo la Mancha en la lejanía!
¡Como la corta, definitivamente Despeñaperros!
Julián
Alonso Rodríguez. Diario Lanza, jueves 1 de diciembre de 1960, páginas 3 y 6.
Las
vías del tren contiguas al Parque de Gasset a su llegada a la vieja estación
ciudadrealeña
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