Aspecto
que ofrecía la Plaza de Santiago hasta los años cincuenta del pasado siglo XX,
con las paredes encaladas de la iglesia
Falta hace vaya preocupándose nuestra
ciudad de volver el bello empaque que por su existencia antañona merece y que,
¡por lo que sea!, perdió, y se lo están quitando, “estucando”, con mascarilla y
vinagrillos del día, su faz severa y noble y dejándola a modo de esas viejas, ridículas
y mal avenidas con su longevidad, que, sin logar detenerla, ni disimularla, ni
engañarse a si propias, a fuerza de alquimias perdieron el venerable respeto
que a la vida dan los años, y, como monas enharinadas, pasean pellejos, en
barbecho forzoso, y pelambreras de tres colores, como las galas mariposas.
Aceptemos lo nuevo, lo novísimo, pero
sin ofensas a lo añejo, y, ya que tan amigos somos de invocar ejemplos ajenos,
copiemos a Toledo, Ávila, Salamanca, Compostela… dejando a lo viejo quieto,
seguro, digno; y sin profanaciones, y a lo nuevo convenientemente emplazado, y
bello en su novismo, y así no parecerán parches sin gracia, sin arte, sin
acomodo, con pecado gravísimo de no cultura, ni urbanismo, mezclados o
sustituyendo o alterando, lo rancio y sabroso. Díganlo, si no, la calle de
Barrionuevo y el barrio de la Lentejuela y los alrededores de la iglesia de San
Pedro.
No nos parece bien, ni creo debe estar
permitido, que un particular o una entidad, se crean omnímodos propietarios y
nos afeen –que es lo mismo que desvirtuarnos- el paisaje urbano y castizo, tal
que si se tratará de saciar un capricho o el interior del patio de su mansión
en el decorado, a lo “dalidesco”, de su dormitorio. Los ciudadanos, la
tradición, la historia, los propios y los extraños, merecemos se respete la
unidad, su carácter, y a nosotros mismos, y lo debemos reclamar y no se nos
debe negar con “alegrías” e indiferencias..., que, al fin y a la postre por lo
general, cuesta menos hacer las cosas bien, que mal.
La fotografía
es de la segunda década del siglo XX, y nos muestra el desaparecido atrio de la
parroquia
Todo este sentir, dormido en mi, se
avivó cuando, hace pocos días, LANZA lanzó la grata noticia la futura “mejora
urbana de la plazuela de Santiago” –restauración hubiera escrito yo-. ¿Gracias
a Dios, pensé se acuerdan de nuestras bienqueridas plazuelas tan secularmente
olvidadas que hasta, en ocasiones, a pique estuvieron de desaparecer, o se
toman como “aparcaderos”! Y como de largo –a través de ocho o diez años- vengo
clamando por ese tan típico y antiguo e histórico pedazo de nuestra ciudad, que
es Santiago –que podría convertirse, a poco que nos preocupáramos, en visitado
y apacible remanso turístico provincial-, y como le tengo gran cariño y,
además, me creo obligado a intervenir, casi voy a copiar, ahora, lo que en
otras ocasiones escribí, pues viene como anillo al dedo, por si de algo vale a
quienes han de decidir y dictaminar, cargados de competencia, sin prisas, con
tino, con asesoramientos de altura, con la responsabilidad que exigen nuestras,
tan repetidas, historia y ciudad, y nosotros, que el asunto no es para menos,
ni es capricho rabicorto, como antes digo de rincón casero.
Y, ya que a ello se ponen, acometan
también, con idénticos cuidados, la bien precisa, concienzuda y sana
restauración interior del templo para que, perdiendo la moderna rocalla y los
aires, adquiridos, de iglesia de misión reciente de país ultramarino, vuelva a
lucir, para mayor gloria de Dios y buena memoria de los hombres que lo
hicieran, sus primitivos perfil y encanto medieval. Que en Santiago estuvo nada
menos que Alfonso X al fundarnos; que posiblemente fue mezquita antes que
templo cristiano; que se enriqueció, en el siglo XIV, en treguas de
ciudarrealengos y calatravos, con un rico artesonado, ¡que no hay modo de hacer
lo descubran!..., que ha recuperado en parte, en nuestros días, su belleza
externa al limpiarse sus muros de cal y al volverle las almenas su torreón con
un acierto encomiable ¡Pero sobra ese atrio!
Interior
de la Parroquia de Santiago en los años cincuenta del pasado siglo, con la
imagen de Santiago que procesiona esta tarde presidiendo el altar mayor
¡Qué bellísimo rincón ciudarrealeño
podía ser la plazuela de Santiago, el Cebedeo! ¡Nuestra plazuela perchelera!
Con buen empedrado en el cual naciera hierva entre las junturas de los grandes
cantos cuarcitosos; con soledad rizada con vuelos de palomas y gorriones, y
tejida de vencejos; con silencio solo roto por el timón del arado arrastrado
por la yunta que regresa del “piazo”, el repique del cimbarllo de San Antón, el
pregón mañanero y el ir y venir de los feligreses; rodeada de casitas bajas,
manchegas, bien enroñadas, sobre las que se empinaría, curiosa, la mole del
monasterio de Ntra. Sra. de Altagracia, y libre de edificaciones detonadoras en
ese sitio, como entre otras, el detestable mamotreto, de pan duro y azulejos,
que inicia y profana tan recoleto lugar y que, por ornato de tipismo, nunca
debió permitir el Ayuntamiento se eleva. Y puede que, a la hora apropiada de la
anochecida, la castellana plazuela nos hiciera recordar al ingenioso hidalgo,
paisano nuestro, don Quijote al ver a otro hidalgo canoso y enlutado, seco y
largo, solemne y despacioso, medir y redimir, con sus paseos, el ámbito piacero
y trasponer, muy luego, la sencilla portada ojival e hincándose en las grandes
losas de barro cocido –con que el templo de Santiago estuviera solado- ante el
altar de la Virgen de los Dolores, imagen la más castiza de María de esta
iglesia, desde que desapareció la de la Blanca traída de Calatrava la Vieja, y,
mucho más antes, la de la Espartería, patrona de los artesanos más populosos
del barrio.
Y, por el otro lado del templo,
derribadas las tapias que rodean los “panteones”, completar el encanto de
aquellos parajes con el contraste de chiquito jardín claustral, escueto, jugoso
y ensoñador: Un ciprés; unas lápidas, mohosas, de las que por allí estén enterradas,
cubriendo los huesos humanos que aparezcan al remover los escombros; mucha
hierba siempre verde, y pocas flores; un rustico asiento; una fuentecilla leve
y rumorosa, y un recio crucero de piedra lisa.
Y así separando jardín jugoso y seca
plazuela, castiza, castellana, nuestra, la iglesia de Santiago, el Cebedeo, restaurada
por dentro y por fuera, con equilibrio loable, no tendría que envidiar a la de
San Pedro apretada de bellísimo contorno florido… ni, a ambas, la de Santa María
del Prado, la catedral, con aledaños frondosos y el Prado restaurado -¿cuándo
será esto?- y no transformado,… y libre de “gamberros” chiquitos, porque pongan
un guarda siquiera sea tan bondadoso como aquel Joaquín de nuestra infancia o
como aquel Montero, padre del no olvidado don Rosario, que le “plantaba” multas
a los nuestros, si tocaban las flores de los jardinillos.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, lunes 20 de mayo de 1957
Vista
de la Parroquia de Santiago en los años ochenta del pasado siglo, con la torre
aun almenada de la parroquia y el desaparecido atrio
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