Una característica de
la modernidad-posmodernidad, en el ámbito eclesial, ha sido “reflexionar” sobre
lo que es, o deja de ser, eso que se ha dado en llamar “religiosidad popular”.
No deja de resultar paradójico que esa preocupación haya venido pareja a
movimientos orientados a desmantelar buena parte del bagaje doctrinal e
histórico de la Iglesia. Movimientos en la teología, en la liturgia, que
inevitablemente, tenían que desembarcar en intentos de aniquilación de la que
fue correa de transmisión histórica por antonomasia entre jerarquía y pueblo
cristiano. Cuando la Santa Sede, en las épocas más recientes, ha venido a
preocuparse por la “religiosidad popular” (siempre, gracias a Dios, valorándola
como expresión auténtica de la Fe del pueblo cristiano, y animando a
enriquecerla en compatibilidad con la liturgia), este hecho venía precedido del
movimiento del sector “progresista” de la Iglesia, que acusaba a las cofradías,
a sus costumbres, a las del pueblo en general, de no adaptarse al Concilio
Vaticano II, o a su “espíritu”, o a lo que en cada momento ellos habían
decidido que era el camino que la Iglesia entera debía seguir. La visita de la anciana los primeros
viernes de cada mes al Cristo de sus devociones, las medallas y escapularios de
la Virgen del Carmen, los rezos a las Ánimas Benditas del Purgatorio, eran todo
producto de una fe inmadura, ignorante. Frente a ello, los que se creen
paladines de la Nueva Evangelización, que siempre renuncian a la evangelización
de gentiles, herejes, etc. para no “herir su sensibilidad”, oponían sus
“fórmulas mágicas” con las que incardinar en el tonto pueblo cristiano la fe
verdadera y consciente: Misas en las que cada cura inventa, añade o quita lo
que cree conveniente, supuestos ejercicios espirituales con meditación zen,
encuentros “ecuménicos” con musulmanes, hinduistas o animistas, reuniones de
carácter político social con los amigos y defensores del otro lado del ya
desaparecido Muro de Berlín, palmas y guitarras eléctricas en las iglesias,
“experiencias de la fe” epidérmicas, consistentes en reunir a los parroquianos
alrededor de una mesa para obligarles a hacer cosas ridículas y ñoñas… (ponga
el lector toda las que conozca o se le ocurran).
Ignorancia religiosa,
fundamentalismo, fanatismo, superstición, idolatría… El desprecio a formas de
piedad y devoción transmitidas en familia de generación en generación durante
siglos, expresadas de manera peculiar, enraizadas en lo más profundo del ser
social, y promovidas y amparadas, y corregidas en sus desviaciones, centuria
tras centuria por una jerarquía que ¿cómo no? debía ser fanática, ignorante y
fundamentalista, ha sido –y sigue siendo aún hoy- moneda corriente de parte de
nuestro clero. Yo he visto a un sacerdote poner el grito en el cielo porque los
fieles “se fijaban en la imagen del Cristo del retablo sin prestar atención al
Sagrario”. Curiosamente, ese mismo sacerdote, que tiene nombre y apellidos,
retiró el sagrario del altar mayor, lo llevó a una esquinita del templo, y
siempre que tenía ocasión hablaba de la Misa como un mero encuentro entre
creyentes, o preguntado sobre ello, atenuaba con subterfugios el carácter
sacrificial de la Misa…
En el imaginario
colectivo del progrerío, las manifestaciones públicas de fe (procesiones, via
crucis y rosarios en plena calle y en cualquier época del año), recuerdan a una
España de siglos, en la que ser católico era “lo normal”, en la que existía una
ortodoxia pública en materia religiosa que era respetada y protegida por el
poder político, y amparada en la compleja red que tejía una sociedad viva (viva
en sus corporaciones, en sus cofradías, en sus gremios…). Recuerdan a lo que
era la forma natural de expresarse de un pueblo que era mayoritaria,
abrumadoramente cristiano. Y esto, claro, es intolerable. Como no menos
intolerable les resulta que la gente de a pie, esa que no ha leído jamás a
Küng, gaste su dinero (que es suyo y de nadie más) en procurar el mejor y más
digno ornato para las imágenes sagradas en los cultos y en las procesiones.
Por arte de
birlibirloque, y en tan sólo un par de décadas, habíamos pasado de curas como
aquel Juan Francisco Muñoz y Pavón que movilizó al pueblo de Sevilla para que, con
aportaciones particulares, sufragara una corona de oro para la Virgen de la
Esperanza (Macarena), a curas que riñen a los fieles si deciden gastar su
dinero en restaurar un manto que tiene siglos de antigüedad y se cae a jirones,
porque no hay que gastar el dinero en cosas “superfluas”. En patrimonio
artístico superfluo, claro, que donde se ponga un buen cáliz de barro y un
copón de mimbre para celebrar la Misa…
Lo cierto es que,
quieran los progres o no, la “religiosidad popular” es el baluarte que ha salvado
a muchos pueblos de España de la devastación total y absoluta en materia
religiosa. Allí donde la “religiosidad popular” tiene más arraigo se mantiene
la práctica religiosa en niveles infinitamente superiores a aquellos sitios en
los que estas formas devocionales han sido casi aniquiladas por clérigos tan
buenos, tan celosos, que han terminado por vaciar sus propias iglesias. Allí
donde los sacerdotes saben valorar (generalmente porque lo han vivido en casa),
fomentar y ayudar a crecer a las cofradías, el relevo generacional está
asegurado.
Un edificio construido
durante siglos, avalado por la experiencia de la tradición, por definición, no
puede ser completamente inicuo. Siglos de santos predicadores diciendo sermones
en las hermandades y cofradías y haciendo reflexionar al pueblo sobre las
verdades fundamentales de la fe, no han podido traer sino salvación de almas, y
no al contrario.
Debería, nuestro
progrerío patrio, lamentar lo mucho que han destruido en este terreno. Pedir
disculpas por todos aquellos a los que han echado –literalmente- de las
iglesias y que quizás ya sean irrecuperables para la grey del Señor. Pedir
perdón por haber tratado de imponer sus estériles “experimentos pastorales”,
pisoteando, despreciando, la devoción de tantos y tantos que no hacían sino
“vivir la experiencia de la fe” (en términos modernos) tal y como aprendieron
de sus mayores.
Dios nos permita seguir
inundando nuestras calles durante mucho tiempo con imágenes sagradas, nos
permita continuar con nuestra tradición de hermandades y cofradías, y nos mande
buenos sacerdotes que eviten que cantos de sirena extraños arrebaten este
patrimonio a la Iglesia, pues el día que tengamos que recluirnos exclusivamente
en el templo, la batalla estará definitivamente pérdida.
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