La plaza de las villas y ciudades
siempre ha sido el corazón de las mismas. Alrededor de ella se vierte la
población en calles, avenidas y recónditos lugares; la plaza mayor marca el
tono existencial del lugar. Imprime la personalidad de la villa. Así, en ciudades
tan monstruosas como pueda serlo ya Madrid, visitar su Plaza Mayor es casi,
casi abrir el libro de su historia por las primeras páginas y comprobar que la
gran ciudad que es hoy, fue otras veces una gran población.
La Plaza Mayor de Ciudad Real, con la
última y reciente remodelación, debería ser el espejo en que se refleja el
carácter de la ciudad, su personalidad y, en suma, su historia. Sin embargo
creo que presenta algún rasgo, que pudo ser evitado, de lo contrario. Al menos
nuestra Plaza Mayor, tal y como hoy es, dista bastante de mostrar nuestra
personalidad, aparte de carecer de un grato acogimiento.
Posee la amplitud suficiente que le
permite ser soleada en invierno, y está lo suficientemente cerrada para ser una
auténtica plaza. Existen muchos lugares en los que la plaza es un mero cruce de
calles o avenidas. No es éste el caso de nuestra plaza, en la que sólo inciden
tres calles, lo que permite hacerla peatonal, como muy acertadamente se ha
hecho. Otro acierto es haberla habilitado para aparcamiento -¿por qué “parking”?-
subterráneo, con lo que se aleja de ella el siempre molesto tráfico rodado.
Sin embargo, entre tanta piedra granítica
y esas losetas de mármol -¿mármol?- de las columnas de los soportales, produce
sensación de frialdad, de escasa humanidad. Apenas unas flores junto a la
fuente. Menos mal que el agua soslaya algo tal frialdad afectiva. El Rey y la
fuente, ambos en el mismo lado de la plaza, ocultan esa zona de soportales –que
ahora serán los tristes-, con lo que este detalle tan castellano vese
disminuido por tal situación real y líquida.
Es cierto que el mejor lugar del Rey es
la Plaza Mayor, pero no necesariamente en esa parte. ¿No podría haberse
mantenido en el centro, por ejemplo? Falta en todo el conjunto cierto tono el
conjunto cierto tono verde, arriates con plantas, flores, algún arbolito. En
fin, se me antoja pensar que, entre la mezcla de estilos arquitectónicos que la
rodean por una parte, la sequedad y austeridad de la piedra, la
desvirtualización de los soportales, por otra –han perdido el relieve que antes
poseían-, se ha convertido en una Plaza Mayor fría, desangelada, sin estilo
propio y, obviamente, muy alejada de lo que es una villa manchega: acogedora,
afable y muy humana.
También es verdad que uno, como en
tantas otras cosas, ignora los problemas técnicos y las directrices
arquitectónicas europeas, pero qué nos importa si se trata de tener una Plaza
Mayor, reflejo de nuestro ser, y sitio acogedor para la charla y el paseo grato
y amigable. Algo menos geométrica, menos insustancial, más grácil hubiera puesto
una nota de mancheguismo, pero se ve que estamos entrando en Europa. Qué le
vamos a hacer.
Francisco
Mena Cantero. Diario “Lanza”, 22 de octubre de 1988
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