Rojo, de pasión, en Santiago; morado, de
penitencia, en S. Pedro; negro, de luto, en Santa María, son los colores de
nuestras parroquias que marcan los
perfiles de angustia del sacrificio cuento de un Dios.
Las hermandades los destacaban en sus respectivas túnicas y telas
combinadas con otros colores litúrgicos. ¿Por qué ha prescindido del
correspondiente alguna cofradía, si es ello pincelada curiosa y singular?
¡Volverlo a ostentar! Cuidad y destacad los detalles peculiares incluso nimios,
si hemos de conservar la Semana Santa con personalidad. Conservad y resaltad lo
propio y huid de copias y exotismos que saben a competencias folklóricas,
descentradas, que no nos interesan y no queremos. La severa sobriedad de
nuestra llanura nos has formado temperamentalmente austeros y sencillos. Tan
cortos elementos, pero tan acusados, nos permiten, y mandan, la composición
angulosa, impresionantes, emotiva, escalofriante, nuestra, en la que ponemos a
la intemperie, a todo lo largo de la carrera, lágrimas y verdad, sollozos
ahogados, unción de oraciones y un arrodillarse y santiguarse al paso de las
imágenes; que eso sí que es nuestro también, y no lo apreciamos hasta que
salimos de los terrones.
Huyamos de pomposidades excesivas en las
Vírgenes y de las flores de trapo, pero no traigáis flores naturales ajenas a
nuestro clima. Aquí, no nos van. Por eso, no las trajo para las imágenes el
pregonero, porque sabe tenemos lilas, bienolientes para Jesús y alhelíes
morados, y blancos para la Madre, y lirios campesinos y de los otros, para
hacer montones en los Calvarios de los pasos y que lleguen a los pies del
Llagado, y cantueso, y sangre de Cristo, y brezos, y cardos, y las monjitas del
Carmen siembran apretados puñados de granos de panizo en tacitas de barro,
blanco, para que germinen en espesos penachos, verdes amarillos, con los que
adornan la Urna del Monumento de su convento colocándolos entre mariposas
aceiteras, chisporroteantes. Y si el invierno se retrasa y la Semana Santa
viene pronto, la nieve de los almendros quiere nevarse a los pies de Dios y su
Madre.
Si no podéis llevar las andas de las
Dolorosas con 150 velas de cera en candelería de plata, como la Virgen del
Mayor Dolor de Cádiz, suprimid los palos blancos con bombillas sin calor ni
parpadeo. Y si podéis, no las prodiguéis tampoco. Lo postizo, repele.
¡Iba muy maja, muy guapa, muy
impresionante, la Dolorosa del Ave María de la Catedral, con sus manos
extendidas, como suave y blanca patena del único recuerdo que le habían dejado
de su Hijo: la Corona de Espinas y los clavos, florecidos de lágrimas de Ella.
Sus manos no se habían retorcido aún, en ajena actitud sevillana, cuando la
alumbraban seis velas, sólo seis velas, y posaba sobre la espesa y sencilla
alfombra, nieve y oro, de narcisos, que a cargas hacía traer Dolores Rubisco de
las huertas-jardines de Martín Moreno, Barragán, D. Joaquín García y no sé
cuáles otros! ¡Pasaba la Virgen Señora, Reina, Embriagadora, Madre, Nuestra,
Manchega!
A quienes hemos hecho de la procesión de
la Virgen del Prado un espectáculo sencillo, señorial, magnífico… único, sin
imitaciones posibles, nos están prohibidas, vengan del punto cardinal que
vinieren, importaciones innecesarias y contraproducentes en nuestras
pasionarias. Repitámonos muchas veces esto.
Y, oídme, aquí, en secreto: Haced los
santos para las puertas y no puertas para los santos rompiendo, sin respeto y
con alegría muy censurable, venerados muros parroquiales en desabridos,
absurdos y desproporcionados arcos ojivales de ocasión, o convirtiendo
armoniosas ermitas con puertas, en horribles portadas de cochera… con ermita a
rastra.
Viajeros, cuando los crespones del
atardecer enlutan el día del Viernes Santo de Dios. Lo inicia -¡Cómo no! –el Niño
Jesús, ahora en la talla bellísima que poseen los Ayalas, y vestido de negro.
Este Niño y el de Santiago, con los veteranos, únicos supervivientes de tres
generaciones de nuestra Semana santa. ¡A ver cómo los mimáis que son niños… y
reliquia1
Nos falta la Enclavación, de belleza
espectacular, que sustituyó a los judíos bisojos de puños y cuellos blancos,
almidonados. Lo trajo el párroco Bermúdez y la consumió la guerra, y no hemos
restaurado la hermandad. ¿Por qué fundamos cofradías nuevas, novísimas, sin
tradición acá, y dejamos perder hasta el recuerdo de las que tanto arraigo
tenían? ¡Jesús “Vendao” – el “Ecce Homo sentado” de hace 200 años-, los judíos de
San Pedro, la Enclavación… la irreparable Santa Espina!
Pasa, suntuoso, el Cristo de la Piedad,
pero -¡qué lástima!- no es aquel con un lirio al pie y clavada la Cruz en las
andas bellísimamente talladas por Coronado.
Y pasa la suma belleza plástica de
nuestra Semana Mayor: El Descendimiento. Y la nueva y severa cofradía de las Angustias.
Entre “los armaos” que rodean el cuerpo
inerte de Jesús no viene “Jeringón” como “rey”, ni traen a cuestas el
monumental farol que regaló Joselito cuando vino a torear, porque quiso
Menchero, para mejorar y enriquecer la hermandad del Santo Entierro. La tarde
de la corrida, en la plaza, lucieron su cara bonita la morena y menuda Carmen
García Ibarrola, tocaba con madroñera negra, y Asunción Muñoz, esbelta, rubia,
con blondas blancas y claveles grana. “Cananí” pedía la llave en su caballo
brioso. Don Jacobo abría el toril.
Cerrando el triste cortejo del Santo
Entierro viene, compungida, la Madre Dolorosa del Ave María…; ¡pero le han
quitado la corona de espinas y los clavos del Hijo, y llora con mayor amargura!
Aprieta tu tiempo y ve al Prado cuando
se recojan el Cristo y la Dolorosa… y cuando lleven al Descendimiento a los
Remedios, espéralo en cualquier calle vieja y mal empedrada del barrio. Las
imágenes parecen tener vida entonces. ¡Hasta el Cristo muerto!
Y prepárate, pues, dentro de pocas
horas, Ribera, Zurbarán y Murillo van a pintar el último cuadro de la noche
aguda –como la lanza de Longinos- del Viernes Santo.
La Soledad, sola, pasa por el Compás de
Santo Domingo a medianoche. En el manro, negro y liso, de la Virgen; en las
sombrías calles; en las tejas musgosas; en los ventanillos cerrados; en el
portalón abierto, están las tétricas pinceladas de Ribera. Con luz de cirios,
que flamean como lumbraradas de rastrojos ardiendo, se patinan los blancos de
Zurbarán hechos paredones de cal, chorros de luna y delantal de Ella.
Cada año, cuando viene la Soledad
chiquita, apretando las manos a su pecho transido de angustias de mujer sola,
de divinidades de Madre de Dios; con la llave del sepulcro colgada al cuello –anacronismo
secular, ingenuo y emocionador, que no comprendo por qué se eliminó-, hay superaciones
del cromático, femenino, bellísimo, sonoro –de cantos celestiales-, cuadro de
San Antonio de la capilla bautismal de la Catedral Hispalense. En él, con
guirnaldas de nubes floridas de ángeles, rodeó Murillo al Niño Jesús que baja a
los brazos de Antonio. Aquí, nimbaría a la triste Virgen con arabescos
complicados de mantillas almagreñas y, como serafines… como serafines, os
retrataría a cada una de vosotras. ¡mujeres de mi tierra!, en catarata linda. Y
pondría al pie una pasionaria, que se abre.
Desde remotos tiempos, según nos cuenta
un papelote del siglo XVIII, se celebraban dos solemnes procesiones del
Resucitado en Ciudad Real. Una, que, saliendo con su imagen de la Parroquia de
San Pedro, iba, por el estrecho callejón del Evangelista San Juan, a la ermita
de este santo situada en la calle de la Palma, en lo que luego fue molino
aceitero de don Rafael Barona. Incorporado San Juan, continuaba la procesión
hasta la plaza de San Francisco, donde la comunidad franciscana salía a
recibirla con la Soledad. Se hacía la ceremonia del encuentro con Cristo
Redentor con su Madre, y la procesión, con las tres imágenes –la Soledad ya
gloriosa-, ingresaba en el convento. Allí se cantaba misa, son sermón. Después,
regresaba con igual pompa y recorrido, pero sin la Soledad, para dejar a San
Juan en su ermita y al Resucitado en San Pedro. ¡Belleza castellana!
La otra procesión ere semejante y salía
de Santa María y, por la calle Caballeros, llegaba a las Carmelitas para
retornar a su templo.
La secular lucha de estas dos
parroquias, para defender el fuero de antigüedad, era causante de esa dualidad
de cultos que se repetía en la festividad del Corpus. Santiago, en verdad más
antiguo que las otras, silencio siempre, preterido, en esas polémicas a veces
agrias, a veces pintorescas, a las que puso definitivo término la erección de
Santa María, en 1876, como Santa Iglesia Prioral, Catedral del naciente
Obispado Priorato de las cuatro Órdenes Militares, que, en este día de gloria,
se llena de solemnidad, cuya emoción culminaba cuando el viento de velos
negros, al correrse, nos devolvía en su trono de Giraldo de Merlo la visión de
la faz morena y risueña de nuestra Patrona. ¡Oculta quince días, Dios mío!
De cuánto antes fenecieron las
procesiones del Resucitado no sabe nada el pregonero. Sólo recuerda haber oído
hablar a gentes viejas, como de cosa remota y no vista por ellas, de la
procesión de la Soledad Gloriosa desde San Pedro a San Francisco, como posible
rescoldo de la del Resucitado… Y llamarada sin igual sería que, ahora, la
Soledad hiciera su camino al declinar el vacío día de Sábado Santo, para
regresar a su casa antes de comenzar, según el nuevo ritual, los Santos
Oficios; pero que, cuando éstos terminaran y entre repique de campanas, su Hijo
Resucitado, tallado por Donaire, saliera a inundar de luz, y calor de amor, a
la ciudad y a las almas en la Pascua Florida del Domingo, Ella se asomara a
esperarlo a la puerta del templo. Sus lágrimas relucirían, al sol, con sin
igual destello de gloria y gozo por la Resurrección; que las madres también
lloran de alegría: ¡y están más guapas!
Lo que sí conserva fresco en su memoria
el pregonero, ¡como que es de ayer y de hoy!, es la famosa misa de los “armaos”
en las horas tempraneras del Sábado. El tan – tán, ronco y callejero, del
tambor de la Hermandad nos congregaba a grandes y chicos, y llenábamos la nave
de la Merced. En el centro de ella, en dos filas, “los armaos”, muy en
carácter, muy tieso, con el “rey” a la cabeza, esperaban el momento de Gloria
y, entonces, con estrépito de hojalata y cartón, se tiraban al suelo como
recuerdo de aquellos auténticos soldados romanos que adormidos quedaron sobre
la losa del Sepulcro al resucitar Jesús, el de Nazaret.
Feliz recuerdo infantil el de aquellos “armaos”
bigotudos; con pantalón corto, ceñido, de bayeta amarilla; con prendidos de
madroños de estambre en las rodillas; medias de punto inglés y zapatos negros;
coraza y escudo de hoja de lata, limpísima, y morrión con chorizo rojo y
blanco. Las lanzas eran de palo y lata. Se cubrían con esclavinas de bayeta,
también, pero roja. El “rey” “Jeringón”, muy apersonado, destacaba su jerarquía
con galones dorados ribeteando la esclavina y con penacho de plumas blancas,
que para sí hubiera querido, en día de gala, algún jefe de regimiento de
lanceros.
Así concluía nuestra Semana Mayor: con
boato catedralicio y con el pintoresco y curiosísimo cuadro de la misa de los “armaos”
-¿por qué se han suprimido los “armaos” antiguos? No son menos anacrónicos e
irreales los célebres y cuidados “marrajos” y “californios” levantinos y los “armaos”
de Almagro -; con estallar de cohetes redoblar de tambor; con volteo atronador
y cristiano de campanas torreras; balido de recentales recién paridos en el
redil de la Posadilla; verdor de
trigales tiernos, en Sancho Rey, peinados por la brisa; olor a tomillo salsero
de la Atalaya y a hinojo mojado de rocío en “las minas”; carrizales del
Guadiana henchidos de croar de ranas en celo; crujir de tierra miajosa que se
abre a la ventura de abril… y, en el Prado, el revoloteo de una paloma gris –campesina
como nosotros- buscando a su amor, tierno de arrullos, escondido en la higuera
silvestre agarrada, allá arriba, a los tapiales de la Santa Iglesia Prioral. En
su rama más alta el estuche, prieto, de una yema se rompe con prisa de
desplegar los cinco lóbulos de su primera hojuela, verde como mano sana de
esperanza, brindadora de paz.
Pero el Domingo de Resurrección, por la
tarde -¿no oyes?-, campanillos y cascabeles mezclados con madroños, cintas y
telas roja- y gualdas, en los atalajes de “las mulillas”; clavon de “haigas”,
de potentados, y de taxis, de semipotentados; marchosos pasodobles en bullanga
ruidosa y precursora de ibera corrida de toros… van por la calle de Toledo
adelante…
¡Alegría, que nuestro Dios Hombre ha
resucitado al día tercero, según las Escrituras!
Porque este año se cierra el ayer
secular y se abre una nueva era con cambios de plazos y distribución de cultos –pues
así lo ha dispuesto el Papa Pío XII, felizmente reinante- el zafio pregonero ha
querido daros su pregón como un pliego de aleluyas antiguas. Pobres son de
valor, pero ricas en recuerdos vividos que cualquier día pudieran ser retazos, desvaídos,
de Historia. Pero de Historia, al fin.
¡Vanidoso nos resultó, a la postre, el
pregonero!
¡¡En pie todos!!
¡Semana Santa, La Mancha, Ciudad Real!
Y, otra vez, como al comienzo: La paz de
Dios sea con nosotros.
Julián
Alonso Rodríguez, Teatro Cervantes 23 de marzo de 1956, Viernes de Dolores
No hay comentarios:
Publicar un comentario