La Santa Espina era una hermandad de la
vespertina pasionario de Jueves Santo de la parroquia de Santiago. De ella no
queda otra cosa que un deteriorado estandarte. ¡No lo releguéis al olvido! Como
recuerdo imperecedero de una de las más rancias hermandades de nuestra Semana
Santa, debéis sacarlo, con grande pompa y aparato, agregado a otra hermandad
perchelera.
Cuenta la leyenda, con galanura en
encanto, que la Santa Espina era una de las 72 de la corona del Redentor y que
la regaló D. Sancho, el Bravo, a la Iglesia de Santiago. “La Hermandad fue
fundada por los ya citados D. Fernando de Nureña, criado del Serenísimo Señor
Príncipe D. Alberto, y por su mujer doña Ursula de Castro. La Hermandad se
reunía y guardaba sus caudales –arca de la cera, pendón, etc.-, en la sala de
la Santa Espina” techada con artesonado semejante al de Muñiz de Godoy, que
oculto se arruina, para vergüenza de los ciudarrealeños, en la nave central del
templo.
En las postrimerías del XVIII, su Pendón
tenía fama en Ciudad Real. “El palo era medio cuartón; de modo que el trabajo y
la fatiga de llevarlo toda la Estación, y más si corría el viento, sólo podían
hacerlo hombres esforzados, y éstos eran el tío Mangas Verdes y el tío Calcetas
–bebiéndose media arroba de vino antes de salir y otra media después de la
procesión-. La tela, a más de medir muchas varas, era muy pesada. Hubo de
suprimirse su salida porque un año iba borracho el tío Mangas Verdes, se le
cayó el pendón e hirió a un penitente de azotes”.
En la última época de la Semana Santa
fenecida, la Dolorosa de Santiago, desfilaba tras la Santa Espina. Un año, se
retrasó en la calle de la Mata, y la dejaron sola cuando iba de recogida,
porque salía pronto Jesús Nazareno. Sola con sus hermanos. Pasó ligerita, por
las Terreras. Por la calle del Lirio, salió a la Cruz Verde y la Granja le
envió una bocanada, bienoliente, de gañanía calatraveña. Parpadearon las velas
y las caídas del palio.
“Pilatos” y “Longinos” ya habían llegado
al templo, y sus músicas, acompañando a los hermanos mayores, se alejaban
tocando pasodobles sin lograr profanar la armonía grácil y penetrante del paso
de la Virgen. No olvides este detalle, ese contraste, que es nuestro y no
resulta irreverente y es gustoso.
Tuercen las andas a la izquierda.
Después, un poco a la derecha. Pasa la Señora por el comienzo de la estrecha
calle del Norte, entre casitas bajas, pobres, con un ventanillo perdido en la
pared. El palio roza las tapias y asoman los boliches sobre las casas. Tiene
que caminar despacio la Virgen.
No se ve el paso, y aparece la belleza
insospechada. La amapola de una bengala
-las bengalas son elemento insuperable de nuestras procesiones- ha
encendido la pared frontera y dibuja la silueta temblorosa, inclinada, vencida,
de la Dolorosa dulce…
¡Lourdes, Fátima, Chandavila!, ¿estáis
muy lejos?
Mi espalda, apoyada en un esquinazo, se
quedó helada. Cerré los ojos y oí:
-¡Que no te vayas tan presto!... ¡Que me
dejes sorber la lágrima que corre por tu cara!... ¡Que me enseñes a llorar!...
¡Que eres la perchelera más guapa!...
Era una voz ronca y aguardentosa, pero
macho, cantando una saeta rectilínea. Una saeta manchega.
La torre de Santiago, vigilante, se
quema los pies con lagrimones rojos de bengalas y bengalas y se pone túnica
encarnada.
La Virgen, Madre, Dolorosa, silenciosa,
se pierde en las naves del templo, frente al Monumento. Una vieja, con las
manos cruzadas, la mira y llora.
Si estas cosas las hubieran visto los
sambenitados de la Cruz Verde a buen seguro no hubiere habido apostasías en sus
casas de cristianos nuevos…
“La Estación de la Semana Santa antigua,
pasaba, de las Dominicas monjas del Monasterio de la Alta Gracia, a San Antón,
a los Remedios, a la calle de Pedrera, a las Carmelitas. Se cortó el año 1686”.
Soñemos el cuadro de aquellos tiempos. Lejanas,
las hoscas murallas cerrando, con sus almenas bruñidas, la clara noche de luna
llena de Parasceve. La Pedrera llena de manchones de sombra, largos, de largos
capirotes rojos de penitentes, desordenados, de largas colas. En medio, el
goticismo del Cristo de la Caridad, greñudo, cetrino, con enagüillas de
terciopelo grana bordado en oro, enclavado en negra cruz con aristas y remates
dorados, y, en las andas, a los pies del Crucificado, faroles de muerto, de
cristales de colores y hoja de lata, iluminando espaldas desnudas de penitentes
de azotes…
¡Semana Santa de los 1600 en la Mancha!
Al reformar la carrera, desde últimos
del siglo XVII, empezaron a desfilar las procesiones, desde las Dominicas a las
Carmelitas, por la calle que aun no se llamaba de la Estrella y por la de la
Estación; que de ello le quedó el nombre, y tenía, por aquellos entonces, pocas
casas y muchos huertos, y que sigue, día a día, perenne y secularmente,
pregonando con su nombre el boato devoto de estas festividades.
Después, la carrera derivó, desde la
calle Estrella, por la Tintoreros, baja por la de Calatrava, hasta las esquinas
de la Feria, y sube por la de Toledo antes de torcer por la de la Estación, y
así, de ampliación en ampliación, de retoque en corte –no siempre acertado pues
le quitó encanto local- se llegó, a principios de siglo, a establecer, como
casa elogiable, un itinerario intocable, que todas las procesiones, menos una,
recorren; y algunas –como la de Jesús, por Santiago- vuelven a incorporar a su
carrera trozos de aquellas mutilaciones discutibles.
A la hora del mediodía del Viernes
Santo, ancha y esplendorosa viene la procesión por la calle de Toledo y aumenta
su luminosidad, al encogerse, para poder entrar en la angosta de la Estación de
Vía Crucis. Ahí te espero, viajero, que, como en esta pasionaria no hay cirios
ni velas, el sol se hace cofradiero y compone, el efecto más colorista e
inolvidable que puedas pensar, y quiero lo contemples, precisamente, ahí mismo.
Oros de tallas y pasos; olivo de Getsemaní;
dolor de Cristo rendido bajo el peso del madero; llanto de Vírgenes; Santas
mujeres…
Sí, santas; porque la Mujer –con mayúscula-
no crucificó a Dios. El Hombre, mejor, los hombres- para que diciéndolo con
minúscula y en plural, se libre el que pueda, pues los hubo- si que dieron
Pasión a Dios y le crucificaron. Lo vendieron y negaron; le azotaron; le
coronaron de espinas; le cargaron con cruz; le escupieron; lo enclavaron… y se
repartieron sus vestiduras…
La Mujer lo defendió ante Pilatos; secó
su rostro angustiado; lloraba al verlo pasar por la calle amarga, y, en el
Calvario, en el momento solemne de la Redención, una mujer, rendida, mezclaba
sus lágrimas con la sangre que escurría por el madero del suplicio. Otra,
estaba. Era la Madre. ¡Las madres siempre están!
…Y Dios, resucitado, fue a ellas a quien
primero se mostró -¡una fineza a Dios!-. A ellos, no, que hasta durmió a los
que guardaban su sepulcro para que no lo vieran cuando resucitó glorioso al
tercero día. ¡Tenía que ser la Mujer, la primera!
Otros de tallas y pasos; olivo de
Getsemani; dolor de Cristo rendido bajo el peso de la Cruz; llanto de Vírgenes;
Santas mujeres; insignias y trompetas; cetros y gallardetes; suavidad de telas
moradas –morado es de color de la parroquia de S. Pedro de donde salió la
procesión-; palmas, y un trozo de la orgía deliciosa y particularísima de
nuestra Semana Santa: estandartes y más estandartes, valiosos, mezclando su
cromatismo, sus formas caprichosas, sus emblemas fastuosos, sus bordados
complicados, en tremolar de belleza y arte. –El recuerdo de Paco Herencia mira
y sonríe.
Como gastador de este desfile pugilato
entre el sol, el color, y el dolor, va el Niño Jesús pasionario vestido de
morado, rodeado de la chiquillería del barrio. ¡Cómo que los chicos no faltan
en ningún suceso, y a la cabeza van siempre, Señor! Pero, ahora, sin algarabía
y serios, ordenados, callados, desfilan. El caso, no es para menos.
¿Dónde está el hermano del cestillo de las galletas? ¡Que este Infante-Dios llora y tiene hambre! ¡La mejor galleta de coco y vainilla para El!... ¡y un tapiz de lirios, agrestes, de la Cabeza del Palo extendido a su paso, porque sus pies descalzos sangran con las piedras del camino!
¡Ya no saldrá nunca el histórico “Cristo
de las Estaquillas” de la Santa Hermandad Real y Vieja con el paso de “los
judíos”, entre dalmáticas verdes!
Al final de la procesión, agonizando,
llega el Cristo del Perdón y de las Aguas, Crucificado entre dos ladrones y
acompañado de su Madre, del discípulo Juan y de la pecadora penitente.
En el último mechinal adosado a los
muros del trascoro de San Pedro estuvo, hasta la guerra, el viejo Cristo del
Perdón. Era deforme, con deliciosa unción en su cabeza, con bellísimos pliegues
en el paño de pudor y dibujando con su cuerpo, de cabeza a pies, la S característica
de estos crucifijos góticos decadentes. Si era el primitivo de Albarrana, que
recibió culto en las murallas, no lo sé; pero si puedo aseguraros que era, con
el sereno y renacentista de la Piedad, de la Catedral, de los mejores y más
interesantes Crucificados que teníamos. Una réplica, moderna y vistosa, lo
sustituyó en tiempos de D. Federico. Ni el viejo, ni ésta, existen ya. Marco
Pérez ha tallado el que ves aquí. Aquéllos estaban muertos. Este agoniza.
Parece encogerse para entrar en mi calle de la Estación, y le acercan tanto los
ladrones del paso, que los estrecha en abrazo de perdón, que uno solo acepta.
Las casas le dan un beso de cal, y El
las bendice con cruces de desconchones en las horas solemnes de las Siete
Palabras. Clava los ojos en lo alto. Tiene sed. El surtidor, manso y callado,
de una oración subió de una ventana de la vieja calle. Cristo -¿no lo habéis
visto?- ha movido sus labios, resecos, y se ha confortado. Se va agonizando de
amor y manando granates de sangre. Se pierde por la plazuela de las Monjas
Carmelitas, que le rezan piropos místicos tras la celosía de la torrecita
palomera.
La calle de la Estación quedóse
desmayada, desierta. El vientecillo, sutil, viene y le dice:
-¿por qué desfalleces, amiga, si eres la
calle mejor de Ciudad Real? ¡Fuiste elegida por Jesús, que te hizo a su medida!
¡De la anchura de sus brazos, clavados, abiertos en abrazo de perdón! Así: ni
más, ni menos. A lo justo. ¿Quién fuera tú!...
…Y sigue su galope invisible el
vientecillo sutil, envidioso…
En el suelo brilla una mancha rosada. A
la niña Samaritana se le perdió un caramelo y lo estrujaron con zapatones del
gañán, fornido, que camina delante del paso. El releje parece un clavel de
sangre y agua.
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