En sus templos, con mosaicos y frescos,
representan los bizantinos la Divinidad del Pantocrator. Esculpen los
románicos, en los tímpanos de las portadas de las catedrales, a Dios hierático
rodeado de coros celestiales, o lo sublimizan en la gloria de la Transfiguración
en el Tabor. El gótico arranca a Cristo de las paredes y, exento, lo clava en
cruz, ondulante y deforme, entre la Virgen y San Juan, doloridos y humilladas
las cabezas, y los coloca coronando los retablos. El renacimiento, con plástica
perfecta y hermosa, talla a Cristo venciendo a la muerte sereno y académico.
Pero el barroco, retorcido y atrevido, nos acerca al Dolor, porque sobre la
tabla de los altares, cerca de los labios para besarla, pone con el mayor
realismo, la tragedia de un hombre derrotado en el Gólgota, de cuerpo crispado,
doliente, expirante; pero el rostro… ¡ah, el rostro de Dios! Y no sólo clavado
sino, particularmente en Castilla, en las escenas de su Pasión, o en los
desgarrados trances del Santo Entierro, con grande acompañamiento de figuras de
escarnio o de agobio, de parejo realismo, componiendo, así, verdaderos cuadros
de un tenebroso auto de fe.
Y surgen, en el siglo XVII, las
Dolorosas solas, que en Castilla, aunque sea la Mancha, sin concesiones, son
austeras en su vestir monjil de telas blancas y negras, porque aquí no va bien
los colorines con el dolor, y en señorío y elegancia se convierten las
desadornadas sayas pardas de nuestras mujeres, las mantillas de casco y el
negro mantón de merino de ocho puntas colocado en pico y apuntado en medio de
la espalda. Por eso, quizá, la mejor Moza de Ciudad Real, la que en el Prado
vive, prendiendo los pliegues de su manto blanco, llevaba en la espalda el
águila imperial.
Nuestras Dolorosas cruzan sus manos, que
es la más augusta expresión del dolor. ¡Son Vírgenes humanas, son Vírgenes
trágicas, pero no son Vírgenes teatrales!
En los siglos XVI y XVII aparecen las
procesiones callejeras en un proyectarse al exterior del templo la religiosidad
un tanto fanática y supersticiosa, pero recia, de los tiempos. Echan a la
calle, arrancándola de los altares, la Pasión y Muerte de Dios Hombre en
ostentosa recreación de fe y como reto a las herejías y reformas aparecidas.
Hoy, los desfiles procesionales son la faceta más vistosa de los cultos de la
Pasión, pero no lo mejor, como no lo es la flor y si el trabajo de la savia que
llega, en vivificación constante, hasta hacer reventar el botón floral en
eclosión de pétalos néctar y olor.
La savia de la cofradía fluye, durante
todo el año, en forma de oración al pie de su titular, en la función votiva, en
la novena, en el socorro al necesitado, en el sufragio, en la vela, en la
lámpara de aceite…, en una palabra, en el culto interno ante el altar limpio y
luciente, en la capilla nunca libre de oraciones y siempre lustrosa a fuerza de
rodillas penitentes que se arrastran por las losas. Y todo esto, prieto e
incontenible, estalla en añicos de lluvia de estrellas, fervientes, y se
desparrama por la calle adelante en un día de la Semana Mayor, abriendo camino
al paso de Jesús solitario o al rosario de misterios de las pasionarias
parroquiales, en teoría fantástica de encapuchados respetuosos, silenciosos,
equidistantes, ordenados, con ejemplar religiosidad desde el principio al fin;
sin deserciones claudicantes en las callejas de los barrios, ni en las tascas
del camino.
Lugares he visto donde, enfundados como
sillería de viejo salón de rigodón en descanso, por rincones sombríos de naves
catedralicias, guardan los pasos; en otras ciudades, en grandes estancias, más
o menos destartaladas, y colocadas con más o menos acierto, en espectáculo de
museo, se amontonan, todo el año, para la contemplación de las curiosas
cotizantes magníficas tallas de escultores famosos. En Semana Santa sacan en
procesión aquellos grupos valiosos rodeados de encapuchados; pero ni los
Cristos aciertan a sangrar, ni las Dolorosas a llorar, ni los judíos a flagelar
ni huele la cera, ni el corazón late, ni la emoción asoma. ¡No hay alma! Como
espectáculo folklórico… no está mal, pero como exponente de religiosidad… De
nada vale la perfección de la imaginería i no hay “alma”. Prefiero el viejo,
inexpresivo y grandón Nazareno de Guadalupe amorosamente perdido, entre frailes
y labriegos, por las empinadas calles del Guadalupe Alto con recio fondo rocosa
de las Villuercas y de verdores del castañar del Mirabel… y la moriñosa
procesión de “las calladiñas” gallegas acompañando a una Virgen dolorosa,
escurridica, endeble y sollozante.
Caminante que a Ciudad Real llegas en
estos días, tu curiosidad de trotamundos será colmada y, por añadidura, como
creyente podrás rezar la oración de mis paisanos hecha poesía, mística,
profunda, respetuosa, silenciosa. Sigue tu camino hacia aquí, que la ciudad te
abre sus brazos con la cordialidad señorial, de su origen, y rendida, de su
tradición. En la amplitud de sus campos paridores de riqueza hispana y bajo los
techos de sus casas bajitas, serás huésped de honor. En sus calles plácidas,
soleadas, convertidas estos días en naves de singular catedral, con bóveda de
cielo, empapada de lamentos de Via Crucis y adornada con palmas rizadas al sol,
en los balcones, o formando túneles, para festejar a Jesús en la borrica,
encontrarás una emoción imperecedera en cada hora, en cada esquina, en cada
nazareno penitente, en cada procesión…
Verás la verdad de lo que te cuento
cuando los de Jesús Cautivo desplieguen su riqueza abigarrada, y si, a las doce
de la noche del Jueves Santo, esperas la salida del Nazareno en el atrio
frondoso y oloroso de San Pedro. Nazareno castellano, solo con la cruz a
cuestas, sin Cirineo, mirando al frente el camino que aún le queda y enseñando
a seguir el suyo al conquistador, al fundador, al labrador, al santo y al
pecador, al rico y al pobre, ¡a todos! Con entereza, sin desfallecimientos que
le hagan doblar la cabeza con dignidad y hombría.
Miraba cara a cara y con sus ojos
penetrantes rendía cuando subía la calle Dorada y, ennobleciendo el suplicio,
llegaba a la plazuela de San Francisco. Convertía cuando, para salir a la calle
de la Mata, descendía por la equívoca de la Palma, santa esa sola noche.
La Hermandad del
Santísimo Cristo del Perdón y de las Aguas en los años diez del siglo pasado dirigiéndose
a San Pedro para procesionar la mañana
del Viernes Santo
Ya no tiene la Plaza Mayor arcos de
casas que volar a su paso, ni, frente a San Pedro, está la lúgubre y sombría
cárcel de la Santa Hermandad Real y Vieja, donde se paraba después de haber oído
las rotundas saetas manchegas, sin retorcimientos ni jipíos, que le cantaba “la
Guáchara” desde el balcón de la calle de Cuchillería; pero la plazuela de
Santiago apaga sus luces cuando allí llega el Nazareno, y, como no ve la
oración de cada uno, en oración de Ciudad Real se convierte la de todos. Por
eso, para estar más cerca de todos, en la oración de Ciudad Real, Jesús inclina
la cabeza, ahora. Y en esa Plaza Mayor, tan bien querida que no le quedan arcos
de casas que tender al paso de Jesús, pero que tiene amplitud y empaque, este
año va a ofrecerle la oración de la Pasión, con la elocuencia florida de su
sapiencia maciza, nuestro Excmo. y Rvdmo. Sr. Obispo-Prior de las cuatro
Órdenes Militares de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa.
Si, hermanos paisanos del pregonero,
iluminación profusa en las calles céntricas y señoriales, para que luzcan los
“pasos”, pero dejar en misteriosa
lobreguez los recovecos de los barrios. En ellos, en lo oscuro, fluye más íntima
y consoladora la sangre en el rostro de Jesús; suena más hondo el seco crujir
de los “pasos” y más campanil el tintineo de las tulipas; con más encanto se
rompe, en gotas, el llanto de la Virgen. Las madres lloran en el rincón
apartado del hogar. La potente luz enoja su pena.
La función del Domingo de Ramos “es la
más antigua de Ciudad Real, y se celebraba, por la Parroquia de san Pedro, en
la ermita de San Lázaro, situada más allá de la puerta de Alarcos”. Un bien
día, allá por 1410, la ciudad, por privilegio particular y exclusivo, dispuso
hacer la bendición de los ramos en las Casas Consistoriales dada la muchedumbre
de gente atraída por las predicaciones de Vicente Ferrer –el pregonero, pirata,
arrebató este dato a la señora bibliotecaria, pero es cristiano y en público
confiesa su hurto-. La costumbre quedó consagrada desde este momento, y así
siguió haciéndose. Singularísimo caso en España. En el siglo XVIII ya se
bendecían en la Parroquia de San Pedro, aunque algunos autores acerquen más
esta fecha a nuestros días.
Ahora, aunque en la Catedral se
desarrolla la máxima pompa litúrgica del día, guardan los Santos Oficios
parroquiales sello peculiar e inolvidable. Vamos, si te place, amigo visitante
de mi tierra, a ver lo que nos deparan los de Santiago, el más viejo templo de
aquí, enclavado en la más sugestiva plazuela nuestra, que tantas veces hemos de
visitar estos días.
En el año 1949. Dios, porque quiso, regó
la plazuela, en estas horas mañaneras, con pepitas doradas de sol; jalbegó las
casas de “la Carrata” y de “Menchita”, con las sobrantes, y, con otras
tostadas, la torre y las tejas parroquiales, las tapias de la sala de la Santa
Espina y la espadaña de San Antón. El cielo, con su mejor palio de raso azul
bordado de copitos blancos de nubes, cubrió aquello.
Mira que a punto hemos llegado:
Por el atrio sale el cortejo modesto,
encojidito, rezumando piedad, pleno de solemnidad en su pobreza. Dará la vuelta
a la plazuela mientras unos prematuros vencejos devanan sus hilos de chillidos
en la torre, como carrete, y alguno, más osado, enhebra el suyo en los ojos
hueros de campanas, que vieron la fundación Alfonsina de Villarreale.
El
desaparecido paso de misterio del Santísimo Cristo del Perdón y de las Aguas
Todo, menos nosotros, tienen allí su
acción: La Cruz, velada, ente la torcida cera de los ciriales; los monaguillos –rojo
y blanco- pícaros e irreverentes; con ramos de olivo en las manos cruzadas, dos
filas de mujeres con sayas negras, con toquillas de cañones, con pañuelo de
pico a la cabeza, y la enlutada llorosa; la fervorosa señorona del barrio; la
chicuela de trenzas ariscas; la ciega; la vieja de la garrotica; la resalada
mocita piadosa… y, detrás, el anciano párroco, envuelto en ajada capa morada,
apoyando sus achaques en clorótica palma que desfleca su penacho, rebelde, en
coloquio con el viento suave.
Murmullos de rezos; levedad de pasos,
salmos; medallas que repiquetean en las cuentas del Rosario; golpes secos en la
puerta cerrada del templo…
Ante la casa del sacristán, frente a la
Iglesia, había una acacia enferma y entre sus ramas, deshojadas, las arañas
empezaron a recomponer sus telas como colgadura de cañamazo.
Todo ha terminado en la plazuela. Sólo
queda, para nosotros, el regusto sabroso de este aldeano y humilde momento de
nuestra Semana Santa, y la sonrisa y el cogollico de olivo con que nos regaló,
al pasar, la chicuela de las trenzas tiesas.
El Prado -¡ese corazoncico nuestro!-
tiene su encanto a cada hora. ¿No habéis percibido el que atesora en la
amanecida?
Los jardinillos, llenos de duendecillos
trasnochadores, se alegran con coloquios de ruiditos y aromas en estos
instantes. Erótica, sorbe la precoz margarita y el voluptuoso olor húmedo que
el alhelí, blanco, derrocha. El pensamiento suda rocío al pincharle los
alfileres del césped. La rosa, roja, abraza al moscardón dormido en su seno.
Cada mata fragante, cada granito de arena, cada astilla de los bancos del “paseo
de en medio”, tienen su quimera que aventar.
Despierta la Catedral y en su torre,
entre llamaradas rosa de sol, cantan las campanas el Avemaría. Pasa el
borriquillo cargado de hortalizas, cruza, de prisita, la mujer camino de la
plaza. El canónigo viejecito, de venera al pecho, roja y retorcida, va a su
misa…
Harto de callejear, lleguéme al Prado el
Jueves Santo de madrugada, para recordar, pues muchos años hacía que no acudía
a escuchar a mis amigos los duendecillos trasnochadores y parlanchines; pero olvídeme
pronto de ellos, que una emoción desconocida y fuerte me estaba deparada:
Por el Camarín, en silencio, entre
tinieblas de sombra y capuchones negros, rotos a cuchilladas de luna de plata,
traían a Dios crucificado, velado por los humos espesos de cuatro cirios,
consumiéndose en mocos rizados de cera derretida. A los pies de la Cruz
permanecía inhiesto el vaso de una cala. Se sentía llegar el alba regando el
cielo de arreboles. La torre prioral se empinaba para enterarse. Dijo el reloj
una hora cualquiera y, no sé cómo, el monstruoso ojo ribeteado de la esfera
reflejó las primicias del sol en la cabeza del Crucificado. Un olmo colgó en la
Cruz su verdor recién estrenado. Una lechuza imponía silencio a la primera
golondrina charlatana.
Se llevaban a Cristo y se tronchó el
tallo del blanco cucurucho de la cala. A mí se me antojó se había desparramado
por el Prado, otra vez solo, la paz con que, gota a gota, a lo largo de la
carrera, lo fueron colmando el sudor y la sangre de los pies clavados.
Me senté en un banco. Cruzó un
penitente, de retirada, con el capuchón remangado, y se espantó un gorrioncillo
que escribía en la arena del paseo, a saltitos, el jeroglífico de sus hambres
matutinas.
El esplendor de la mañana sacramental
del Jueves Santo caía ya sobre la ciudad, y la golondrina, presumida, me fue contando
que, en el Gólgota, Cristo la llamó. Acudió, y se posó sobre su mano deracha
agarrotada. Era que Jesús quería regalarle una gota de su sangre porque ella le
dio consuelo quitándole las espinas de la corona de su cabeza sudorosa y
ensangrentada. Y con su dedo índice le pintó la sangre en el pecho, blanco,
para que así, cuando volara, desde abajo la viéramos quienes, con nuestros
pecados, la derramamos. Y, para mejor propagar y cumplir el mandato, se hizo
viajera la golondrina.
La
antigua imagen de la Dolorosa de la Catedral
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