¡Joaquín, Ignacio, Dámaso, Ramón, Mateo,
Emilio, Ángel, Rufino, Antonio…! ¿No lo sabéis? ¡Hoy me lo han dicho y no sé qué
cosa se me atravesó aquí, en la garganta, y me subió a los ojos y en ellos se
derritió! No sé cuando fue, pero ha sido. ¡Poneros de pie donde quiera que estéis
–en el cielo o en la tierra- los veintiocho que formábamos nuestro curso y
decir, como yo dije al saberlo y repito con vosotros.
¡D.
Ramón Álvarez, Catedrático del Instituto de Ciudad Real, en paz descanses!
¿Verdad que también a vosotros os sube
algo a los ojos y se escapa en gotitas y gotitas no saladas y si amargas?
Dejadlas que corran en el ¡adiós maestro, hasta luego! el discípulo agradecido
y emocionado.
¿Os acordáis de nuestro Instituto en la
segunda decena del siglo?
Por el callejón, desde la Academia, por
las calles del Camarín, de la Rosa, de Caballeros, del Carmen, íbamos llegando
a primera hora de la mañana con el portalibros colgando de la mano, regustando
aún la aceitosa “porra” de buñuelo bien empapada de chocolate de Barrenengoa y
quién quemándose con la colita de un anémico pitillo ¿de anís?... ¡de tabaco,
que caray! Bien sisado en casa o mejor comprado con las perras que para ver a “Fantomas”
nos daban el domingo, y todos con los verbos aller, vouloir, savoir… bailando inconexos en la mollera.
En punto –nunca faltaba ni llegaba
tarde- empezaba don Ramón su clase -¡de una hora cabal y justa! –de tensión de
ánimo de sobresalto, de silencio… ¡y nunca maldecíamos de don Ramón! ¡Os acordáis! ¿Por qué seria, si se
enfada con nosotros, si nos ponía ceros, si nos calificaba más bajo que otros
catedráticos, si no permitía distracciones, ni apuntar, ni recomendaciones? ¿Os
acordáis de aquellos “oído a la cajas que eran tantos a favor del suspenso y la seguridad de él a las tres
veces de decírselo a uno? ¿Os acordáis del broncazo que echó a Mateo, a Bustamante,
a Loeches, a mi...- ¿a quién fue? –por un bostezo sonoro en el silencio de la
clase?
-¡Aaaah!... –remedó, serio, seco,
atronador- qué aburrido es el Francés, Sr. Fulano. Podría usted no haber
venido, pero eso sí, hay que saber Francés para aprobar. ¡Oído a la caja!
…Y sin embargo, no maldecíamos de él y
sin embargo, aprendíamos Francés.
Aquel Maestro, aquel Catedrático
austero, integro de potente bigote medio retorcido, de lentes sobre la gran
nariz afilada y ante unos ojos escrutadores, de gran calva de poca estatura,
delgado acerado, sabio, rígido, serio, correcto, respetuoso, justo -¿sería esto
la causa de no maldecir de él?- se transfiguraba el día de la última lección
del segundo curso de Francés. ¿Recordáis? Llamaba a uno (aquel año el día 15 de
mayo fue el último de clase y me tocó a mí. Apuntado lo tengo, desde entonces
en mis “Trozos escogidos”).
-Traduzca usted “La derniera clase”.
El Excmo.
Sr. Gobernador Civil, Marqués de Villasierra; acompañado del director del
Instituto D. Cristóbal Caballero, autoridades y catedráticos, que asistieron a
la apertura del curso en el centro de 2ª enseñanza de esta capital. Vida Manchega,
2 de octubre de 1929
…Y era él quien lo hacía emocionado y se
le saltaban las lagrimas al despedirse de nosotros con las últimas frases:
…“M. Hamel se leva, tout pale, dans sa
chaise. Jamais el ne m’ayait pasu si grand”.
-“Mes amis, dit-il, mes amis, je…, je…:
“Il ne pauvait pas achevez sa phrase.
“Puis il resta la, la téte appuyée au
mur, et, sans parler, avaié sa main, il nous falsait signe”.
“C’est fini… aqer-vous-en”.
¿Verdad que aquel día la clase parecía
corta y costaba trabajo marcharse y algo afilado y sutil os hormigueaba dentro
y os hormiguea hoy al recordarlo?
¿Te acuerdas, Ignacio, cómo lloraba
aquel día y te consoló don Ramón?
No tuvo alumnos: tuvo discípulos, y ha
tenido vida tanta y tan recia y sana como para derrocharla en pena al morir su
hijo Agustín, nuestro compañero -¿lo recordáis?-; como para darla profusa en la
Cátedra durante años y años hasta su jubilación; como para desflecarla activa y
viva muchos años después ¡ya veis, hasta ahora, hasta los 80 años bien pasados!
¡Pobre don Ramón!
¿A quién le dio matrícula en Caligrafía
don César Valiente? Que coja un tintero de tinta de oro y un pincel duro y
poblado y vamos todos, todos -¡ojala la vida y la muerte, permitieran nos
reuniéramos todos!... a nuestro Instituto y cuando el reloj de la escalera
marque aquella hora de la clase de Francés, arrollemos a Zorita si es preciso –como
antaño Onofre en nuestras inocentes huelgas pidiendo vacaciones- y le
quitaremos la llave del aula, si no nos la da de grado, y a pie firme, cada uno
en su sitio -¿lo recordáis?- en silencio estafemos mientras nuestro compañero,
con rasgos sencillos, femeninos, como el amor primero, pero firmes y hondos,
como rasguños en besana, escribe en la pared, tras el sitio donde se colocaba
el maestro.
Don
Ramón Álvarez tuvo aquí su cátedra.
¡Cuidado, nadie sea osado a borrarlo nunca,
que es la gratitud nuestra quien lo puso y nadie puede profanar la gratitud del
alumno.
Y si nos tratasen de locos, tirémosles a
la cara la respuesta orgullosa:
-Desdichados los desagradecidos, porque
a ellos les está prohibido gustar la dulce locura del agradecimiento.
Joaquín, tú que era el número uno de
nuestra promoción léenos, antes de marchar “La derniére clase”. El espíritu de
Don Ramón estará con nosotros y con él bajarán los que la muerte nos quitó y se
colocarán en sus sitios y estaremos todos a pie firme, oyendo. ¡Firme el ánimo,
que estamos con él! Lee despacito, Joaquín, para que dure mucho, ¿no ves que
estamos todos juntos y vamos a sentir mucha pena al separarnos?
¡Ahora, si, Maestro nuestro, catedrático
Don Ramón Álvarez, ahora sí que nos das “la última clase”, tu última lección
con el “c’est fini” silencioso de tu vida recta, honrada, colmada, envidiable!
…Cuando salgamos de esa lección, el
reloj de la escalera de nuestro Instituto seguirá señalando horas, con ritmo estúpido,
de sesenta minutos… Pero a nosotros no nos sirve ya para nada un reloj incapaz
de detener el tiempo en los instantes emocionados de la vida.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, viernes 3 de septiembre de 1948, página 3.
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