Por Ahora hace 19 años, una mañana de
junio entré por primera vez en el jardín del Instituto. Aunque había llegado la
noche anterior, la impresión de Ciudad Real que se me quedo más grabada fue la
vista de la calle de Caballeros desde la esquina de la del Camarín. Entonces no
estaba adoquinada y en las piedras del tosco pavimento, y en las blancas
paredes de las casas, se reflejaba, deslumbrado, la luz del sol. Desde allí vi
por primera vez el edificio donde habría de pasar, casi sin saberlo, los
mejores años de mi vida.
Penetré por la puerta de hierro de su
jardín de aspecto de convento, solitario entonces, pues ya era época de
vacaciones. El paseo central con sus árboles añosos, las viejas casas de la
izquierda, la verja, ya todo ha desaparecido, como muchas de las personas que
conocí entonces ya dentro del Instituto.
Pocos recuerdos conservo del viejo
jardín, que no tardó mucho en desaparecer. Creo que fue en 1946 o 47 cuando
comenzaron a derribar las casas, luego cayeron los árboles y quedó una gran
explanada frente al Instituto, que aquel lluvioso invierno se convirtió en un
suelo barrizal. Aún recuerdo una tarde al pobre Sr. Zorita, el viejo conserje,
ir y venir nervioso entre los troncos caídos. ¡Había visto a aquellos árboles
reverdecer tantos años en primavera! ¡A su sombra había cuidado tantas veces
las flores; azucenas, pensamientos, crisantemos!
Terminó el curso, y al volver en
septiembre, me pareció como si hubiera ocurrido un prodigio. La árida explanada
estaba materialmente cubierta de vegetación; árboles pequeños y arbustos, pero
sobre todo, una gran profusión de flores: “Cannas” rojas, “salvias” rojas, “estrañas”
y ptonios, de todos los colores, “pensamientos”, “crisantemos”, “dalias”,
etcétera, y olor a flores de otoño.
De este segundo jardín guardo muchísimos
más recuerdos, puesto que le vi nacer y le estoy viendo morir en una larga y
penosa agonía. Es ya ilusorio llamarle jardín, pero donde hay árboles por
maltratados que estén, donde hay plantas por humildes que sean, parece que hay más
vida, más alegría y más belleza. Y hasta a veces, las humildes florecillas
espontaneas, tienen más belleza que las enfáticas plantas ornamentales de los
parques, que recuerdan a las horribles flores de trapo o de plástico.
Comenzó muy vigoroso y vivió algunos
años con esplendor. Pero luego, falto de cuidados y de vigilancia, sus pobres
plantas indefensas ante los enemigos comenzaron a sucumbir. Enemigos
conscientes e inconscientes, pues de los alumnos del Instituto, que no tienen
otro lugar de expansión, es difícil lograr que en sus juegos no atenten, a
veces sin mala intención, contra este trozo de naturaleza prisionera entre las
piedras de las calles.
Los árboles han crecido mucho, como
tratando de poner a salvo sus ramas fuera del alcance de las manos humanas.
Pero las plantas que no tenían esta facilidad han desaparecido; las celindas,
las adelfas, las “coronillas”, las “espiréis”, hasta los setos de tuyas.
El año pasado, y no fueron alumnos, pues
ya era periodo de vacaciones, unos desaprensivos (no quiero escribir el
adjetivo que tanto se usa ahora), quemaron una de las dos palmeras que aguantan
allí los rigores de invierno, y aún sigue luchando entre la vida y muerte. Ahora
parece un lugar de desolación, pero todas las primaveras despiertan a la vida
los árboles y las plantas que los fríos invernales sumergen en el sueño
profundo, y aún aparecen flores en el jardín muerto.
Entra las hojas rojizas de las fotinias,
surgen los corimbos de diminutas florecillas y florecen los espinos blancos,
que todos los meses de mayo, aparecen nevados, y que con el olor de sus flores
traen ambiente montaraz a este rincón de la ciudad, conozco un cuadro de Berruguete
en el que está magníficamente representada toda la belleza de estos arbolillos
cuando a mediados de mayo aparecen en el campo cuajados de flores, a las que
acuden atraídos por el olor y tal vez por los destellos luminosos, una multitud
alegre y zumbadora de variados insectos. Su ruido es un elemento más del
espectáculo de ida que ofrecen los espinos en primavera. De vida nueva que
entretejen los insectos en sus vuelos de flor a flor.
No puedo disimular mi simpatía por estos
árboles y aun desviándome del tema; quiero decir que hay otra clase de “espinos”,
el espino negro, más silvestre si cabe, pero igualmente hermoso que no florece
en mayo, sino en marzo y cuyas diminutas y delicadas florecillas, surgen en la
ruda maraña de sus troncos y espinas.
No sé cuáles son los planes que tienen
para restaurar el jardín; creo que el septiembre próximo se repetirá el
prodigio de antaño. Solo me atrevo a pedir un poco de clemencia con los árboles,
que han crecido bastante, para poder dar generosamente su sombra, a veces a
quien les han maltratado, que tal vez con la suavidad del verdor hagan más
llevaderos, minutos y horas de impaciencia, de angustia, y momentos terribles
de desengaños. Y lo digo sinceramente, pensando en los magníficos castaños de
Indias, que no sé si ya habrán desaparecido, pero que hasta no hace mucho
criaban la fuente central del viejo jardín de la Universidad de Madrid, y que
también se divisaban desde las ventanas del Instituto del Cardenal Cisneros.
C.
López Bustos. Diario “lanza”, jueves 7 de junio de 1962
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