Amaneció nevado. A media mañana, sentado
al calor del brasero, me puse a leer un libro. Me interesaba entonces por los
autores rusos. Pero aquel día no lograba concentrarme en la lectura; la nieve
se iba apoderando de mi imaginación.
-En el jardín del Instituto estarán jugando
con la nieve - pensaba. Había terminado mi Bachillerato el verano anterior.
-Ya no puedo ir allí -seguía pensando-. Sería
un extraño. Ya no soy estudiante. Ahora soy un hombre.
Deslizándose sobre la blancura del patio,
a través de la ventana, llegaban los recuerdos. Apena hacia un año desde que
reñimos furibunda batalla en defensa del jardín del Instituto. También había
nevado. Nos atacaban los estudiantes de Comercio y de la Academia. (Entonces la
Academia estaba donde hoy Escuela del Magisterio). Cuando arreciaba la lucha
acudieron las chicas en ayuda nuestra. Ellas hacían bolas de nieve, las
amontonaban y así nosotros disponíamos de abundante proyectiles. Los profesores
nos animaban a la pelea desde una ventana. Don Andrés Ramiro, don Teo, don
Eusebio el director... Zorita, el bedel,
vigilaba en la puerta, por si tenía
que proteger una retirada.
Otro día de nevada, un par de años antes.
Nos deslizábamos sobre la nieve que cubría el paseíllo del jardín. Colocado uno
en cuclillas, otros dos lo asían de cada mano y lo arrastraban a todo correr.
Al entrar a la clase Zorita nos propinó buena regañina. Era clase de dibujo.
Hube de salir indispuesto; el frio me había cortado la digestión del de ayuno. Mi
compañeros se reían; Zorita habla tenido razón.
Zorita era el típico bedel: bueno, amigable
y gruñón. Bajito, más bien cenceño, con ojillos azules de mirar astuto. Llevaba
gran mostacho de guías largas, ligeramente retorcidas. Cuando queríamos embromarle,
el mostacho era motivo muy propósito.
-¿Que se levanta usted a media noche,
para subir al Observatorio? -le decíamos. ¡Qué va a levantarse! Usted lo que
hace es sacar un dedo fuera de la cama.
El comenzaba a enfurruñarse.
Ni eso siquiera. -Seguíamos, burlones
redomados-. ¡Las guías del mostacho!, esas sí que asoma usted. Si se le ponen
lacios de humedad el parte meteorológico dirá: intenso temporal de lluvia; Si no,
buen tiempo.
El enfado alcanzaba entonces su punto
álgido. Le hablamos tocado en su flaco, el observatorio. Zorita era esclavo de
su observatorio. Subía allí cuantas veces fuera necesario, durante años y años, un día tras otro, cada
mañana, a las nueve en punto, llevaba el parte a telégrafos en una maletita de
madera. Cuántas mañanas lo encontré yo, siempre con su maletita de la mano. El
observatorio era las niñas de sus ojos.
El libro seguía ante mi vista. Pero las letras
se habían transformado en imágenes de mil sucesos vividos en mis años escalares.
¡Cuántas travesuras!
El jardín
del Instituto pintado por Ángel Andrade Blázquez en 1932
En mi memoria, Zorita buscando la clase
desde donde le llamaban. Habíamos puesto un trozo de tiza entre la pizarra y el
botón del timbre y la llamada se prolongaba interminable. Al fin lo descubrió.
Muchos años antes- Lo recuerdos crecían
en mi mente y se amonaban como los copos de nieve sobre el patio-. Zorita y
Rivero repartían las papeletas de fin de curso. Aún existía la emoción de las
papeletas en mis primeros años de bachillerato. Subidos sobre un banco, en la galería,
los bedeles iban gritando nombres y más nombres. Al oír el nuestro nos
precipitábamos a recoger la papeleta. Unos corrían, dando saltos; las notas
eran buenas. Otros se retiraban cabizbajos, pensando en la reprimenda paterna,
en el duro verano que les esperaba.
Zorita y Rivera. El primero, castellano
viejo. El segundo, manchego, socarroncete y un tantico cascarrabias. Ambos
gustaban de la charla con los estudiantes de los cursos superiores, ambos
amigos de los estudiantes, ambos buenos a carta cabal. Si era menester, también
sabían propinar algún que otro pescozón.
Había otros dos bedeles: Santos pacienzudo,
carialegre, y Damián, joven seriote, muy galante con las chicas. No queda en el
Instituto ninguno de los viejos bedeles; ni Damián, ni Santos, ni Rivero, ni
Zorita.
Pasaron diez años. Una mañana de verano
fuimos a enterrarlo. Yacía en el ataúd sobre un catafalco, en el zaguán del
Instituto. En el mismo lugar habían reposado, por unas horas, los cadáveres de
algunos catedráticos. No merecía él menos honra. Su nombre era Bernardino, pero
hasta su misma esposa le llamaba Zorita.
Allí estábamos todos: profesores, viejos
y nuevo; alumnos, antiguos alumnos, hijos y padres. Un poco de nuestra hechura
de hombres se lo debíamos a él, a Zorita el bedel.
Cuando, por la calle Toledo, lo llevábamos camino del cementerio se iban
tras él muchas antiguas ilusiones y buena parte de nuestra vida.
Ahora, sin Rivero, sin Zorita en el zaguán,
el Instituto me parece una cosa extraña.
José
Úbeda. Revista “Calatrava” nº 8, enero-febrero 1962
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