La última mitad del siglo XII y la
primera del XIII constituyen el período histórico que marca la mayor intensidad
en la secular pelea entre cristianos y árabes por el dominio de la Península.
En el centro de la llanura comprendida entre Sierra Morena y los Montes de
Toledo –llanura á la que los agarenos dieron el nombre de Manxa- alzábase la
ciudad de Alarcos, la antigua Laccurris romana, así nombrada por Tolomeo
Alejandrino en su conocida guía geográfica, situada en una prominencia cabe el
Guadiana. En 1078 fue reconquistada á los árabes por el gran Alfonso VI, y
constituyó, en unión de otras plazas vecinas, la dote que Almotamid, rey moro
de Sevilla, dio á su hija Zaida, tomada por esposa por el monarca castellano.
¡Qué de cambios de dominio sufrió la
ciudad con las alternativas que experimentaba la contienda entre la Cruz y la
Media Luna! Perdida en 1107, fue recuperada nuevamente por Alfonso VII en 1130.
Arrebatado otra vez, y reconquistada en 1147, fue entregada á las milicias de
los Templarios. Pero éstos, con pocas fuerzas para impedir las acometidas
mahometanas, no pudieron evitar que los alarbes se apoderaran de ella por
sorpresa y la destruyeran en 1158. Reedificada por los caballeros de Calatrava,
constituyó para Alfonso VIII el baluarte de su avanzada contra el enemigo.
Este valeroso monarca castellano, tan
hábil guerrero como entusiasta protector de las letras –á él se debe la
fundación, en Palencia, de la primera Universidad española- puso en la alcaidía
de Alarcos á D. Diego López de Haro, señor de Vizcaya. Y creciendo en bríos, y
aprovechando la ausencia del emir Almanzor, llegó hasta Algeciras, en triunfal
incursión que le acreditó como el mejor capitán del siglo. Fue entonces cuando
vislumbrado por las aguas mediterráneas la tierra cuna de sus enemigos,
despachó su famoso mensaje ó reto al rey de los Almohades, concitándole á la
pelea. ¡Bien lejos estaba el castellano de imaginar las funestas consecuencias
de su acción valerosa! “Si coraje no te falta de medirte conmigo y hallas
inconveniente a venir acá con el enjambre de tus africanos, envíame tus buques
e iré yo personalmente con ellos á lidiar contigo en tu propia casa”. He aquí
la versión del famoso desafío que nos da El Kartas.
El arrojo de Alfonso VIII levantó el
ánimo de los monarcas de Navarra y León, quienes ofrecieron concurrir a la
pelea contra el enemigo común. Hasta el Papa, Celestino III, manifestó su
júbilo por ésta, que tenía todos los caracteres de Cruzada. Pero el resultado
fue bien distinto de lo que se esperaba. El califa ya estaba informado por el
Rey de Córdoba de los propósitos y preparativos de los cristianos.
“Publicando en toda África –dice
Colmenares-la Gazia (á imitación de nuestra bula cruzada), creyendo aquellas
gentes engañadas que cuantos mueren en semejante guerra van a gozar de su
paraíso, se juntaron 100.000 caballos y 300.000 peones.” El propio emperador
Yacub-ben-Yúsuf, al frente de sus tropas, se trasladó con asombrosa celeridad,
desembarcando en Algeciras el 29 de junio de 1195, y con un solo día de
descanso en dicha plaza emprendió el camino de Alarcos, tras unirse a él
Almanzor con sus mesnadas. Pasando por Sevilla, Córdoba y las Navas de Tolosa,
llegó a marchas forzadas, frente al cuartel general cristiano el 13 de julio. Y
el 19, miércoles, los de la cruz, aun sin haber recibido los refuerzos
esperados, hubieron de aceptar la batalla, que había de serles tan desastrosa,
y que, con la de Zalaca y Uclés, constituyó la más grande derrota sufrida en
todo tiempo de la Reconquista.
“Grande fue el estrago, y horrible la
mortandad causada en el ejercito cristiano –dice un historiador-. Diez mil
soldados que componían las mesnadas de las Ordenes Militares pelearon los
primeros y vendieron a caro precio sus vidas. Con ellos murieron los obispos de
Ávila, Segovia y Sigüenza, que los exhortaban al martirio, quedando prisioneros
24.000, a los que Yacub puso en libertad para hacer gala de su generosidad.
Siguió después su carrera devastadora hasta dar vista a Toledo y Alcalá de
Henares, quemando y talando cuantas villas y aldeas halló a su paso”.
El obispo de Palencia, D. Rodrigo
Sánchez, escribió que después de la batalla –que se libró fuera de la plaza, en
la llanada aldeana- Almanzor puso sitio a está. Sin ejercito con que resistir,
pese a sus condiciones de defensa, hubo de aceptar la rendición, propuesta al
jefe ya nombrado, D. Diego de Haro, por el lugarteniente del emir, D. Pedro Fernández
de Castro, expatriado de Castilla a causa de su rivalidad con la casa de Lara,
a la que Haro pertenecía. Se convino en dejar libre la guarnición, menos a D.
Diego, que habría de quedar prisionero; pero éste marcho de la plaza sin ser
visto, acogiéndose al campo cristiano. El cronista Rades de Andrada afirma que
el de Haro huyó cobardemente antes, en plena batalla, con el perdón real,
encerrándose en Alarcos, cuya fortaleza entregó sin resistencia. En la crónica de
D. Alfonso X léase bien claramente de esta guisa: “D. Diego López de Haro fuyo
con la seña á la villa de Alarcos, seyendo aún el Rey en la batalla, é después
el traidor dio la villa á los moros con su mano sin mandato de su señor.”
Pintoresco y evocador este lugar célebre
de Alarcos, en donde palpita una de las páginas más luminosas del pasado.
Conforme se va á él desde Ciudad Real, por la carretera de Navalpino, es de
admirar el soberbio panorama que se contempla durante los contados minutos que
tarda el automóvil en cubrir la legua que hay entre el histórico paraje y la
capital manchega, la antigua villa del rey el Sabio. En la mañana vernal, límpida
y esplendorosa, destacan los accidentes, las tonalidades de la topografía circundante.
Y la visión de todo ello es una fiesta para los ojos y para el espíritu. Estas
son las huertas de la Poblachuela; ese alcor cónico, la Atalaya; los otros
puntos blancos que se otean en distintas direcciones los poblados vecinos. Y
cerrando el horizonte –hasta el que se extiende, desde nuestros pies, la
maravillosa alcatifa esmeralda de viñedos y alcacel- las azulinas cordilleras
de ensueño que circundan el anfiteatro de la genuina Mancha.
Al pie del río, que hemos pasado por el
gran puente mandado construir por los Reyes Católicos en1495, yérguese el cerro,
y en él lo que queda de Alarcos. “Ancho patio al que adornan y embellecen
algunos árboles y rodean fuertes y almenados muros –dice Hervás y Buendía-,
algunas habitaciones dispersas, sin orden ni concierto edificadas, y largo
portal sostenido por columnas de piedra es lo primero que se ofrece a la vista.
Sencilla portada da ingreso al templo gótico, en el que se ve impresa la huella
de diversas generaciones. Espléndido y magnífico en el siglo XV, y tan generoso
como rico de fe é inspiración levanta el templo ojival de tres naves y dos
capillas, que forman su crucero, con su severo y majestuoso artesonado,
adornado con simbólicas pinturas, con sus esbeltas columnas agrupadas en haz,
capiteles engalanados y grandioso rosetón sobre su puerta principal.
Consecuente con la historia del santuario, da a su ábside un sabor bizantino e
imprime a su retablo carácter antiguo y adornos del Renacimiento. Decadentes
los siglos XVII y XVIII, dejaron en el abandono a esta joya del arte, y la
acción acción destructora del tiempo amenazó de muerte al histórico santuario
que guarda tantos recuerdos y atesora en sus ennegrecidos muros la historia de
un gran pueblo. Pobre y abigarrado el siglo XIX, emprende su restauración sin
recursos ni inteligencia; así convierte su rico artesonado en cielo raso que
cubre parte del rosetón y derrama tan sin tino la pintura que cubre hermosos
capiteles, molduras, relieves y portadas dignas de mejor suerte.”
Fuera del recinto, llaman la atención del visitante las excavaciones practicadas en las ruinas del castillo, con las que descubrióse un lienzo de muralla cuyos sillares son, en opinión del padre Fita, de procedencia romana. La planta puede aún ser reconstruida con facilidad, pues emergen casi todos sus cimientos. Es un rectángulo, en el que se levantaron ocho torres, cuatro en los ángulos y otras tantas en los centros de las murallas laterales. El lado de la Mazmorra, junto al aljibe, debió erguirse, como la muralla exterior, a unos diez metros sobre el suelo terraplenado. Desde aquí descubre la vista uno de esos panoramas vastos é inolvidables. A los pies, por el Poniente, el manso y caudaloso Guadiana, que aquí llega tras describir su inmensa curva partiendo de Ruidera. Y por doquiera se mire, la infinita llanura de oro, verde y azul. Imaginativamente transporta el ambiente a la época en que este lugar era núcleo de la inquieta y guerrera vida española. Y, contrastando con la placidez de hoy, apenas turbada un día al año por la tradicional romería, el viajero entusiasta conocedor de estos fastos cree distinguir al enorme ejército agareno, “compuesto de parthos, árabes, africanos y almohades” –en la frase de Delgado Merchán-, “que era innumerable como la arena del mar”- según el arzobispo Giménez de Rada-; el desarrollo de la batalla, y hasta la estratagema árabe, ocultando la retaguardia de sus tropas en el lugar todavía llamado la Celada, junto al arroyo de la Sangre, con lo que sorprendieron y cerraron el paso a los cristianos en su repliegue…
Ángel
Dotor (Publicado en la revista La Esfera
ilustración mundial Año XIV Número 681 -22 de enero de 1927)
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