Muévese a escribir estas líneas una
crónica que acabo de leer en “ABC”, en la que se exalta la campaña
personalísima de mi buen amigo Julián Alonso encaminada a sostener en pie la
muy antigua fábrica del torreón del Alcázar. Desde luego a Julián Alonso le
asiste toda la razón, toda sin distingos ni regateos. ¡Dichoso el pueblo que
puede contar entre sus hijos a un hombre de su inteligencia y sensibilidad!
Permítame, Alonso, colocarme a tu lado y sucumbir contigo ante el desdén y la
incomprensión de las gentes si a tal suerte estás condenado.
¿Qué os queda de Villa Real? Unos arcos,
la tapia de una muralla mutilada por quien más obligado estaba a conservarla y
la iglesia de Santiago. ¿Qué habéis hecho del Alcázar, de ese Alcázar que fue
un verdadero palacio real y del que no
habéis dejado más que un torreón? ¿Vamos a ser tan ingenuos que echemos la
culpa al terremoto de 1431, que sacudió sus murallas, pero sólo logró derribar
tejas y almenas? Entró en los designios de Dios someterlo a esa terrible prueba
y el Alcázar la soportó con estoicismo castellano; pero el pobre sucumbió ante
las pruebas a que lo sometieron los hombres. Queda aún un torreón. Y las gentes
lo miran, y en sus labios se inicia la indebida frase: “¡A por él!”.
Si yo poseyera la atrayente prosa plástica
de Dotor, o la gracia versificadora de Tolsada, o la habilidad asombrosa del
pincel de mi hermano político Palmero, o la serena profundidad de Martínez Val,
o el entusiasmo juvenil de Adrados, o la capacidad investigadora de Homero, o
la facilidad retórica de Calatayud, o la milésima parte de los conocimientos
históricos de Bernabéu, o, simplemente, Julián Alonso, tu envidiable poder
evocador, ¡cómo me recrearía mecer el pensamiento en el recuerdo de las
fluctuaciones de la vida pretérita de vuestro Alcázar! ¡Cómo me entretendría
aquilatando y ponderando la transcendencia de aquella interesante reunión
histórica, celebrada felizmente en el segundo año del reinado de Alfonso XI,
que concertó en el regio edificio las opiniones de los procuradores y del Arzobispo
de Sevilla y del Obispo de Córdoba para designar tutor al rey, que no llegaba a
los tres años de edad, al Infante don Pedro! Recordando aquellos tiempos en que
el primer ministro de Granada era el moro Rodovan, natural de Calzada e hijo de
cristiano y cristiana, ¡cómo me estremecería de horror ante el recuerdo de la
sangrienta escena en que, Sábado de Gloria, al regresar el rey de la iglesia de
Santiago al Alcázar, recibió al comisionado de don Juan Núñez, portador de una
misiva en que se comunicaba la despedida y desnaturalización de este ambicioso
vasallo, y el rey reaccionó ordenando a su alguacil que en el acto cortara las
manos y los pies y degollase al infeliz emisario! ¡Con qué curiosidad
recordaría la frugal colocación que ofreció el regio Alcázar al soberano en
ocasión de su rapidísimo traslado a Xerez de la Frontera!
¡Como asistiría mi recuerdo o la incubación
de ese Alcázar (1554) de las alevosas y crueles acechanzas de don Pedro I, que
sumo a las huestes villarealeñas las suya propias, y pasó a cercar en Almagro
al maestre Juan Núñez, cuya ejecución dio lugar al nacimiento del odio de su
pariente Pedro Muñiz de Godoy, que luego desacató al rey en Caracuel y se pasó
al bando de don Enrique celebrando el triunfo de este con la donación del magnífico
artesonado de la iglesia de Santiago! ¡Cómo saborearía la prolongada estancia
del infante don Fernando en vuestro Alcázar, tres años antes de que el
compromiso de Caspe diera el primer gran impulso a la unidad nacional! ¡Y el
papel que representó ese Alcázar en la vida de la reina doña Beatriz y en las campañas
de don Álvaro de Luna, y la prolongada enfermedad del Arzobispo de Sevilla, y
tantas otras incidencias que por su número no me atrevo ni a bosquejar!
¿Y de todo esto no va a quedar nada?
Momentos tan críticos en la historia nacional ¿van a perder totalmente su
escenario, su único testigo presencial? En Suiza, en Renania, en Holanda, se
formaría una especie de plazuela alrededor del Torreón, se le rodearía de
árboles, se le mimaría y se le tendría en tanta estimación como la que nos
merecen los viejos retratos de nuestros abuelos. Ese Torreón pertenece por
entero a la Historia de España, es de España, de una España que fue y por la
que todos sentimos el mayor cariño: honraos con el grato usufructo espiritual
de su presencia, y dejarlo en pie. Si lo derribáis, no os condenarán a la
horca, desde luego. Podéis abatirlo; pero, si lo hicierais así, la dolorosa
lamentación tardía de todos los españoles ante lo ya inevitable caería sobre
vosotros, y su último adjetivo calificativo se adheriría, a ese pueblo como la
lapa de un epíteto.
E.
AGOSTINI (Diario “Lanza” jueves 2 de diciembre de 1954, página 3)
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