Hace aproximadamente un año, cayó en mis
manos un libro de un poeta de nuestra tierra, Juan Torres Grueso, al que no
conozco personalmente. El libro está escrito en prosa. Son artículos aparecidos
en distintos diarios. Pero en esta ocasión, no es del libro de lo que quiero
escribir, no del poeta de Tomelloso. Es que tiene un artículo titulado “Defensa
de Ciudad Real” que me gustó mucho y me hizo recordar los días de mi infancia.
Para los chicos es misterio cualquier
cosa. Y para mí era un misterio el “Torreón del Alcázar”. Una puerta muy
grande, de madera añeja que no sé como abríamos, nos permitía entrar burlando
la vigilancia de la familia que allí vivía (hoy pienso que no les importaba
demasiado que entraran aquellos niños, que sólo llevaban una carga muy grande
de ilusión).
Una boca oscura nos brindaba un pasadizo
negro, más que suficiente para nuestras desbordadas imaginaciones, que
entonces, galopaban sin freno de unos pasillos a otros, pues recuerdo que eran
los corredores los que se comunicaban entre sí. Caminábamos al principio en
silencio, tras el pequeño círculo de luz de una linterna. Recorríamos todo con
avidez, esperando y deseando que un misterio apareciera en cada recodo o en
cada vuelta. Y a pesar de no encontrarlo no perdimos nunca la ilusión. Cada día
íbamos con nueva carga. El potro de la fantasía se nos hacía mayor e
inventábamos nuevas historias.
Recuerdo que alguno de los chicos que
formaba parte de nuestra pandilla (quizá fuese Emilio López Villaseñor, el
hermano menor de nuestro gran pintor) contó algo así como que por estas “cuevas”
escapó el Rey Alfonso VIII (1195) del desastre de Alarcos, pues en este lugar y
muy cerca de la ermita existen, al menos existían, cuando… éramos niños por el
tiempo de las uvas.
Digo que había unas bocas, unos
socavones, que comunicaban con las “cuevas del Torreón” a través de los diez
kilómetros que separaban ambos lugares. Para nosotros esto tenía que ser
cierto, lo necesitábamos tanto o más que la merienda de cada tarde.
Porque en aquellos oscuros pasadizos la
ilusión, la nuestra, la de tantos chicos que ahora, no lo somos, levantaba
castillos fantásticos e incluso pensábamos encontrar el reto que Alfonso VIII
envió a Abén Yussuf, en cuyo dorso –dicen- su hijo Cid Mohamed escribiera: “Dijo
Alá Todo Poderoso: Revolveré contra ellos y los haré polvo… etc.”
Cualquier piedra encontrada, era del
tiempo de los moros, cualquier hierro era un pedazo de la espada del rey
Alfonso o de algún guerrero de su sequito. Todo era misterioso y magnífico para
nosotros. En cada cosa, en cada señal de la pared, en cada vuelta, había un
signo inequívoco del hecho. Para nosotros, no hacían falta más pruebas. Los
estudiosos de la historia podrían decir cuánto quisieran pero para aquel grupo
de chiquillos, todo aquello era más que suficiente.
No entendemos de hipótesis, no de
leyendas, ni de ciencia (¡ni falta que nos hacía!), pero aquel motivo nos llevó
a conocer perfectamente el desastre de Alarcos. Y es que los chicos sólo
necesitan una fuerte motivación y nosotros la encontramos en las cuevas del
Torreón.
Hoy lejos de mi ciudad, revivo aquellos
días y me olvido del tiempo y veo a los amigos de entonces y no tengo los años
que dice mi carnet de identidad, y Ciudad Real sigue como entonces, con sus
cuevas en el torreón, sin semáforos, con el mercado viejo de abastos, y carros
tirados por mulas, recorriendo “sin vergüenza” el centro de la ciudad… Y muchas
cosas más que casi todos recordamos. Pero no quiero caer en el error de añorar
lo pasado y despreciar lo nuevo, la evolución. Es un simple recuerdo que los
que ya hemos vivido algunos años, nos gusta traer y hoy me ha tocado a mí. Quizás
mañana lo hagas tú… o tú… ¡Vete a saber!
Francisco
Mena Cantero (Diario “lanza”, Extra de Verano, 13 de agosto de 1972, página 67)
Preciosa historia. Me ha gustado por dos motivos: uno, que nací en Ciudad Real, aunque sólo viviera allí un mes. Otro, que la ilusión de esos niños recorriendo "pasadizos secretos" me ha recordado a las mismas historias que imaginaba yo de pequeña continuamente, y que quise plasmar de alguna manera en mi libro "John Watson y el joven detective" (weirdoyjohn.com), con la esperanza de que quienes lo lean, chicos o mayores, descubran o revivan esa ilusión, esa emoción, que sólo la tierna e ilimitada imaginación impregnada de inocencia nos puede dar...
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