Inicio
de la calle del Lirio desde el Compas de Santo Domingo. La fotografía realizada
en 1978 por Jorge Sánchez Lillo, nos muestra la estrechez de la calle. De fondo
se puede ver una casa blasonada enmarcada por un alfiz de piedra en la ya calle
Libertad, restos históricos de nuestra ciudad que desaparecieron con la
incesante piqueta
Los clérigos, incluidos los conversos,
superaban los 40, entre ellos los capellanes de las iglesias de entonces (San
Pedro, Santa María, Sancho Rey y Santo Domingo). Un total de 57 criados,
cuchilleros, curtidores, 25 notarios y escribanos (Funes, Antonio de la Torre,
Rodrigo Marín, Chacón, Cepudo…) especieros, guanteros, labradores, 14 médicos,
físicos y boticarios (Teba, Ballesteros, García Barrionuevo, Juan Díaz),
mesoneros, pastores, pintores (Juan de Morales), sastres en razón de 22 y
tejedores, tenderos, venteros, 30 zapateros, además de buena cantidad de
esclavos, cuyo mercado estaba autorizado.
La contribución de la ciudad a la Corona
era moderada, pero muy importante; y la de los judíos superaba, al parecer, los
26.000 maravedís por cabeza y año.
La agricultura estaba muy poco
desarrollada y se puede decir que hasta el siglo XVI no se culmina la
ruralización de los campos. Viñas y “panes” se extendían fuera del alfoz, y los
productos hortícolas llegaban a diario de campos a mercados, para garantizar el
abastecimiento. Los labradores se unían a una nobleza absentista pero participe
de grandes posesiones y mayorazgos.
La industria fue lo que conmovió y dio
un giro espectacular al quehacer cotidiano de la ciudad. Según el historiador
Villegas “el sector secundario creció hasta convertirse en el más importante de
la ciudad”. La industria textil y sus actividades conexas (sastrerías, fábricas
de paños, manufacturas), fueron importantes, al igual que la del metal o el
comercio.
Respecto al sector terciario, formado
por funcionarios, cargos públicos y profesionales importantes, se puede decir
que creció con el tiempo y mucho más hacia finales del siglo XV en que se creó
la Chancillería y el número de notarios, escribanos, licenciados o bachilleres
se multiplicó.
La pujanza de la ciudad era tan
ostentosa que podrían venderse las heredades de La Poblachuela o El Molino del
Arzobispo (en poder de conversos) en miles de maravedís; los arrendamientos
poseían precios de escándalo; las tierras llegaron a enajenarse a 3.400
maravedís el majuelo, y molinos y casas a más de 12.000; las tiendas a 22.000.
Como prueba de ello baste decir que los robos denunciados a conversos llegaban
a cifras increíbles, desde los 35.000 maravedís sustraídos a María González a
los 62.000 a Rodrigo de Guzmán. Las dotes de los casamientos superaban las
cifras de 330.000 maravedís (boda de Juan Gaitán con María de Córdoba, hija del
comendador Juan de Córdoba). La producción de paños se cifraba en unos 10.000 ó
12.000 cada cuatro años y tejidos y guantes (por ejemplo) eran conocidos y
apreciados por las Cortes y en toda la Península.
La potencialidad económica de esta
ciudad la avalaban también sus mercados de ganado y agrícola. Por el contra,
los puntos de carencia de la Villa estaban situados en torno a la leña y el
carbón (“parquedad que hacía clamar a los vecinos”). Por eso se impusieron las
importaciones de madera (para fuego y para la construcción) y esparto, que “se
traían de Cuenca, Alcaraz y Alarcón”. Esto, más unas 800 cabezas de ganado, en
su mayoría lanar y cabrío y algo menos
caballos y bueyes, componían un patrimonio envidiable, manejado en gran parte
por banqueros (se censan unos 25, como Fernando El Canario, Martín del Burgo,
Falcón, Bastardo Delgado, etc.), y prestamistas (existían empeños), etc.
Plano
medieval de Ciudad Real con los tres barrios que existieron en nuestra ciudad,
el cristiano que era el más grande, el
judío que seguía al cristiano en extensión y la morería que era el más pequeño
Conversiones,
progrom, revueltas y asonadas
Villarreal disfrutaba de una relativa
paz, sólo rota por las disputas sobre la usura y el incremento de la presión
fiscal, hecho este último que también contribuyó a adelantar la hégira de sus
moradores.
Efectuando un apretado compendio de la
historia, hay que señalar el reinado de Enrique III y el año 1391 como los
puntos comunes en que comenzaron las agitaciones. El monarca mencionado
suprimió el culto en las sinagogas, y en el año apuntado comenzaron las
vejaciones para la comunidad judía que se hubo de bautizar forzosamente,
comenzando las conversiones, la aparición de los Nuevos Cristianos o
criptojudíos como se les denominaba o podría denominárseles.
La comunidad se levantó en la primera
gran asonada de las que habían de producirse. Era el año 1391. El barrio, la
aljama quedó destruida casi al completo y sus miembros obligados a bautizarse o
a abandonar el lugar, lo que no quiere decir que no quedasen judíos en
Villareal. Comenzaba el gran genocidio. Como queda dicho, las desposesiones de
las sinagogas, el fonsario (cementerío) pasaron a manos cristianas o a la Orden
Dominica, hasta que, como en el caso del camposanto judío, se constituyeron por
parte de los conversos tres sociedades (Todos los Santos, Sn Juan y San Miguel de
Septiembre), que sirvieron de escondrijo y tapadera, al igual que ocurriese en
otros lugares de la geografía peninsular o castellana (estos hechos tuvieron
lugar en 1412).
En 1431 se produce un terremoto que
asola la villa y que venía a recordar el incendio pavoroso de 1396 y los brotes
de peste negra que también acaecieron. Para esta fecha la Villa ya era
considerada por la Corona como “la muy noble y leal ciudad de Ciudad Real” y
poseía fuero propio.
Así llega a 1449, “año marcado”, según
Haim Beinart, “por una grave crisis” para los conversos. La ciudad estaba ya
regida por conversos como el bachiller Rodrigo o el corregidor Pedro Barba.
Para algunos historiadores, éstos ejercían el mando de una forma tiránica y
violenta, lo que unido a los ecos de la revuelta toledana de esos años –sofocada
sangrientamente- propició una nueva rebelión. Los conversos se organizaron en
bandas armadas compuestas de 300 hombres. Hubo combates fuera y dentro de las
murallas (años atrás construidos con maderas y
materiales importados). Algún cristiano rico y prominente, como Alvar
García, perdió la vida. Tuvo que intervenir el Gran Maestre de la Orden de
Calatrava que, mediante un destacamento, arrasó la villa y puso a salvo sus
propiedades en la misma. El bachiller Rodrigo, su hermano y 20 de los suyos
perecieron a lanzadas y otros (Arias Díaz o Alfonso de Siles) fueron colgados
de la picota en plena plaza. Numerosas casas fueron saqueadas. Se abrasaron
documentos de indudable valor y manuscritos. El monto de lo robado ascendió a
unos 60.000 maravedís.
La revuelta duró largos meses y sólo en
1449, Juan II concedía el perdón, aunque prohibiendo en adelante a los
conversos ocupar cualquier cargo público de los que hasta entonces habían
ejercido, decisión después ratificada por Enrique IV, en paralelismo a lo que sucedía
en Toledo y otras capitales.
No es de extraño que los levantamientos
persistiesen. 1467 y 1474 fueron fechas onerosas y difíciles para los
conversos. Todos ellos tenían como razón la merma de derechos de los
ascendentes judíos en beneficio de los cristianos, y el alza discriminatoria de
tasas y de la presión fiscal misma, además de las consecuencias derivadas por
las prohibiciones de profesar la religión y practicar el rito judío.
Vista
de la calle Lirio en los años cuarenta del pasado siglo XX y que perteneció a
la antigua judería de Ciudad Real. En esta calle se instaló el Tribunal de la
Inquisición cuando se estableció en 1483 en Ciudad Real
Los sucesos de 1474 son violentos y de
mayor gravedad que en años anteriores. Un total de 50 conversos son muertos;
sus propiedades quemadas, requisadas; y sus joyas o stocks comerciales
requisados. “No quedó”, dice Haim Beinart, “ni una casa que no fuese requisada
y su ganado robado”. En 200.000 maravedís se calcula el valor de los enseres
quemados y en 50 millones las cifras derivadas de los años del pillaje.
Las luchas se hacen cotidianas. Los
conversos huyen y regresan para recuperar propiedades. Destruyen una torre de
la muralla. Casas y tiendas incendiadas, viñedos arrasados. Un dantesco
panorama que hace exclamar a Beinart: “Como si muslimes se tratase”.
Algunos criptojudíos se refugian en casa
de cristianos (como la de Pedro Torres). Las investigaciones se inician y la
inquisición ya parece enterada y al acecho. Un gran número de familias judías
se trasladan a Palma (Córdoba) y forman una comunidad en la que sí pueden
observar el mitzvoth, guardar el Sabbath, celebrar sin contratiempos el Yom
Kipur (La Pascua) o el Shavout y el Hamchah, que forma parte de sus derechos
ancestrales.
Un pelito dinástico tendrá como
escenario Villarreal y las tierras manchegas. En ella se verán mezclados los
conversos, activamente unos o por sus consecuencias los más. El marqués de
Villena, apoyado por el Gran Maestre de la Orden de Calatrava, Téllez Girón y
otros nobles, retienen a la hija de Enrique IV, Juana la Beltraneja y la
declaran “princesa” y “aspirante a la Corona”. Persiguen además, el gobernar la
Orden de Santiago.
El enfrentamiento con la Corona se
agrava por las negociaciones que mantienen los nobles manchegos con el Rey de
Portugal, Alfonso V, para casar con el monarca a Juana la Beltraneja.
Posteriormente, la rebelión fracasa y
sobre la ciudad quedan los restos de batallas, desmanes y represiones sin fin.
Concluido el pleito dinástico sin
dinastía que no fuese las de Sus Católicas Majestades, éstas encargan al
arzobispo de Toledo (otra vez valedor de la Corona, tras estar enfrentado a
ella) “medidas especiales para investigar la herejía en Ciudad Real”. El último
peldaño del genocidio calculado estaba a punto de ser levantado. El arzobispo
de Toledo, Alonso Castillo, fue el instigador y valedor para establecer la
Corte del Tribunal de la Inquisición. Las investigaciones y los procesos serían
pan cotidiano en los próximos años.
Lirio,
2. Tribunal de la Inquisición
Con la llegada y establecimiento del
Tribunal de la Inquisición en 1483 en Ciudad Real, cuerdas de presos (uno a
uno, o por familias o parentesco) recorren las calles de la aljama y de la
ciudad misma, descalzos o no, pero desde luego a pie, entre una muchedumbre que
los corea, grita, veja y desprecia, colgándoles lo que dio en llamarse
sambenito. Desde sus hogares o refugios hasta la sede de la Corte, situada en
la calle del Lirio número 2, casa del Conde de Monteclaro, o de cualquier otra
parte o barrio del interior, recorren las calles conversos hacia la pira o la
ejecución que casi siempre tuvieron lugar en la plaza de la Torre (cuando no en
el cementerio).
Vista
de la calle Lirio en la actualidad una vez desaparecidas sus viejas y encaladas
casas, sustituidas por feos pisos de arquitectura de hormigón y ladrillo,
perdiendo así el sabor añejo que guardaba esta calle de nuestra ciudad y que
fue punto de referencia durante años de la Semana Santa capitalina
La Inquisición que ya venía investigando
la herejía antes de fundar su sede en Ciudad, procesó y juzgó (sic) a miles de
conversos, 3.377 de los cuales fueron quemados en 1.484 y hasta un número
próximo a 5.000 desde 1483 a 1485.
Un único converso de entre todos los
juzgados fue absuelto de sus “crímenes” por el Santo Tribunal. Se trató “del
zapatero, Diego López, cuya hija habíase casado con el hidalgo Juan de Haro”,
señala Haim Beinart, como prueba de le ferocidad de los jueces.
Justicia
eufemística
El arzobispo de Toledo había convencido
al otrora converso y general inquisidor del Tribunal, Tomás Torquemada sobre “la
necesidad de la fijación del Tribunal en una zona donde los conversos poseían
gran poder”, había participado en el gobierno de la Villa y protagonizado
grandes algaradas, levantamientos y asonadas.
Pedro Díaz Cotana fue el primer
presidente del Tribunal. La noticia corrió como la pólvora ignota en los
conversos. El terror y el temor se fundían y agravaban conforme se iban
conociendo los sucesos de Toledo o Palencia, Sevilla, etc. Las investigaciones
comenzaron prontamente. Algunos huyen y otros se confían. El Tribunal se toma
varios meses para recabar información.
Un tribunal compuesto por dos jueces –a quienes
se pudo comprar como así las sentencias-, un asesor, un acusador y un
pregonero. En él participaron escribanos y notarios, alguaciles y familiares de
la Corte, cristianos y conversos amedrentados, siendo el organismo encargado de
decretar las detenciones.
Sirvió de prisión la del Tribunal, que
pronto se atestó de cautivos, “habiéndose de habilitar a tal fin”, según Haim
Beinart, “un depósito episcopal cedido graciosamente por las autoridades
eclesiásticas cristianas”.
El primer proceso comenzó con la vista
del caso de Juan de la Sierra. Pronto le seguirían el de otros prohombres de la ciudad como Tomás de Cuenca (huido y
vuelto a la villa) o el de Juan Falcón El Viejo (prestamista y banquero). Todos
fueron quemados en el fonsario.
Personas leídas, juristas, teólogos y
gentes de conciencia recta participaron en estas arbitrarias decisiones y
condenas en las que no faltaban la “consulta de fe” previa sobre los encausados
y su credo religioso. Las vistas se hacían en presencia o ausencia de los
inculpados y las sentencias se producían sin hacer especial caso a estas
circunstancias que se debieron considerar menores.
Gran parte de los inculpados debieron
declararse culpables antes del juicio o sus simulacros o fueron torturados por “ser
incompleta su declaración”. Las confesiones tenían lugar en la “audiencia de la
propia cárcel” y pronto fueron públicas y continuas. Coacciones, confiscaciones
de propiedades y toda suerte de vejaciones y atropellos se prodigarían en esos
dos años.
Condenados de por vida, a muerte, o a
ser expulsados de la ciudad y su alfoz para siempre, los conversos asistieron
impasibles al genocidio “sin que tan sólo se les permitiese exhumar sus cadáveres”
como indicaban las prescripciones papales de Inocencio VIII, a quien, paradójicamente,
se solicitaba el trámite final de ejecución y su placet.
Estela
funeraria con simbología judía que fue encontrada en la Iglesia de Santiago de
nuestra ciudad
Los juicios no podían ser calificados sino
como eufemismo de la justicia o mera formalidad. Mujeres, ediles, bachilleres,
barberos, sastres, notarios, viticultores, escuderos o letrados y alcaides,
perdieron la vida. Sancho de Ciudad Real (regidor y propietario), Juan Madrid,
Isabel Teba, González Pintado, González Daza, mercaderes como Juan Dinela o
Juan Martínez de los Olivos o Juan González El Escogido, fueron pasados por la
picota.
La ciudad asistió a los autos de fe
entre increpaciones sañudas y el desprecio comparable en todo a las deudas
contraídas atrás con los ajusticiados. Las evidencias se solapaban con las
picardías y el secreto personal se vulneraba constantemente sin importar para
ello las admoniciones de los pontífices al respecto. Mediante torturas, familias
conversas se denunciaron entre sí, padre a hermanos, hermanos a hijos, esposos
a sus esposas, en un todo dantesco. Las denuncias eran probadas de no importaba
qué forma y los testigos se recogían (si no entre conversos) entre borrachines,
prostitutas (señala Haim Beinart) o simplemente entre malhechores que, de esta
suerte, poníanse a bien con la justicia.
Durante los juicios, vistas o
investigaciones, los nombres de los conversos recorrieron las calles de la
ciudad, siendo colocados en los muros de las iglesias; sus personas estuvieron
sometidas a prohibiciones disparatadas como llevar joyas a montar a caballo y
fueron obligados –entre otras muchas medidas- a santiguarse en actos públicos.
Con la firma del último proceso, la
ciudad quedó asolada, triste y dio un paso atrás de proporciones impresionantes
para el progreso, la industria y la misma agricultura, ciencia o el tránsito de
mercancías. Las casas abandonadas así como las tierras quedaron a merced del
pillaje. Cinco mil propietarios partirán en pocos meses hacía otros lugares de
la Península, o hacia Constantinopla (cuya caída había llegado como noticia
antes de la llegada de la Inquisición). Sefarath sería para siempre un recuerdo
cruento, un maleficio extraño, una injusticia pasada por su sangre. Hablaban
castellano de la época y eran españoles como cualesquiera otros.
Para cuando los Reyes Católicos decretaban
su expulsión definitiva en 1492, ya apenas quedaban conversos con prominentes
actividades públicas. Más tarde serían los árabes los expulsados, en 1609. El
descalabro en las arcas del Tesoro y la quiebra de aquella economía precaria
hubiese sido definitiva. La conquista de América salvó lo que parecía a
perpetuidad perdido, y la Inquisición hizo Corte en Toledo cuando ya no
quedaban judíos en Ciudad Real, prosiguiendo las ejecuciones en la plaza de
Zocodover, de infausta memoria. Solo la Reina María Cristina, ya terciado el
siglo XIX, acabó con un Tribunal que sembró de negra historia la de España, y
se llevó miles de almas judías a un paraíso fatal, propiciando la salida del
país a otros 200.000 de aquellos extraños seres que creían en el Antiguo
Testamento, rezaban diferente, vestían trajes de belleza singular y practicaban
las artes y las ciencias como oráculos que nos hubiese venido llovidos de
cielo. Mas nadie quiso, hasta mucho más tarde, entender así.
Isabel
Pareja y Ernesto Garrido Treviño (Revista Mancha, mayo de 1984)
En
el Museo Provincial de Ciudad Real se expone en una vitrina restos de la
presencia judía en nuestra ciudad
No hay comentarios:
Publicar un comentario