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sábado, 5 de septiembre de 2015

JUDIOS EN CIUDAD REAL: UN SINGULAR GENOCIDIO (II)


Inicio de la calle del Lirio desde el Compas de Santo Domingo. La fotografía realizada en 1978 por Jorge Sánchez Lillo, nos muestra la estrechez de la calle. De fondo se puede ver una casa blasonada enmarcada por un alfiz de piedra en la ya calle Libertad, restos históricos de nuestra ciudad que desaparecieron con la incesante piqueta

Los clérigos, incluidos los conversos, superaban los 40, entre ellos los capellanes de las iglesias de entonces (San Pedro, Santa María, Sancho Rey y Santo Domingo). Un total de 57 criados, cuchilleros, curtidores, 25 notarios y escribanos (Funes, Antonio de la Torre, Rodrigo Marín, Chacón, Cepudo…) especieros, guanteros, labradores, 14 médicos, físicos y boticarios (Teba, Ballesteros, García Barrionuevo, Juan Díaz), mesoneros, pastores, pintores (Juan de Morales), sastres en razón de 22 y tejedores, tenderos, venteros, 30 zapateros, además de buena cantidad de esclavos, cuyo mercado estaba autorizado.

La contribución de la ciudad a la Corona era moderada, pero muy importante; y la de los judíos superaba, al parecer, los 26.000 maravedís por cabeza y año.

La agricultura estaba muy poco desarrollada y se puede decir que hasta el siglo XVI no se culmina la ruralización de los campos. Viñas y “panes” se extendían fuera del alfoz, y los productos hortícolas llegaban a diario de campos a mercados, para garantizar el abastecimiento. Los labradores se unían a una nobleza absentista pero participe de grandes posesiones y mayorazgos.

La industria fue lo que conmovió y dio un giro espectacular al quehacer cotidiano de la ciudad. Según el historiador Villegas “el sector secundario creció hasta convertirse en el más importante de la ciudad”. La industria textil y sus actividades conexas (sastrerías, fábricas de paños, manufacturas), fueron importantes, al igual que la del metal o el comercio.

Respecto al sector terciario, formado por funcionarios, cargos públicos y profesionales importantes, se puede decir que creció con el tiempo y mucho más hacia finales del siglo XV en que se creó la Chancillería y el número de notarios, escribanos, licenciados o bachilleres se multiplicó.

La pujanza de la ciudad era tan ostentosa que podrían venderse las heredades de La Poblachuela o El Molino del Arzobispo (en poder de conversos) en miles de maravedís; los arrendamientos poseían precios de escándalo; las tierras llegaron a enajenarse a 3.400 maravedís el majuelo, y molinos y casas a más de 12.000; las tiendas a 22.000. Como prueba de ello baste decir que los robos denunciados a conversos llegaban a cifras increíbles, desde los 35.000 maravedís sustraídos a María González a los 62.000 a Rodrigo de Guzmán. Las dotes de los casamientos superaban las cifras de 330.000 maravedís (boda de Juan Gaitán con María de Córdoba, hija del comendador Juan de Córdoba). La producción de paños se cifraba en unos 10.000 ó 12.000 cada cuatro años y tejidos y guantes (por ejemplo) eran conocidos y apreciados por las Cortes y en toda la Península.

La potencialidad económica de esta ciudad la avalaban también sus mercados de ganado y agrícola. Por el contra, los puntos de carencia de la Villa estaban situados en torno a la leña y el carbón (“parquedad que hacía clamar a los vecinos”). Por eso se impusieron las importaciones de madera (para fuego y para la construcción) y esparto, que “se traían de Cuenca, Alcaraz y Alarcón”. Esto, más unas 800 cabezas de ganado, en su mayoría  lanar y cabrío y algo menos caballos y bueyes, componían un patrimonio envidiable, manejado en gran parte por banqueros (se censan unos 25, como Fernando El Canario, Martín del Burgo, Falcón, Bastardo Delgado, etc.), y prestamistas (existían empeños), etc.

Plano medieval de Ciudad Real con los tres barrios que existieron en nuestra ciudad, el cristiano que  era el más grande, el judío que seguía al cristiano en extensión y la morería que era el más pequeño

Conversiones, progrom, revueltas y asonadas

Villarreal disfrutaba de una relativa paz, sólo rota por las disputas sobre la usura y el incremento de la presión fiscal, hecho este último que también contribuyó a adelantar la hégira de sus moradores.

Efectuando un apretado compendio de la historia, hay que señalar el reinado de Enrique III y el año 1391 como los puntos comunes en que comenzaron las agitaciones. El monarca mencionado suprimió el culto en las sinagogas, y en el año apuntado comenzaron las vejaciones para la comunidad judía que se hubo de bautizar forzosamente, comenzando las conversiones, la aparición de los Nuevos Cristianos o criptojudíos como se les denominaba o podría denominárseles.

La comunidad se levantó en la primera gran asonada de las que habían de producirse. Era el año 1391. El barrio, la aljama quedó destruida casi al completo y sus miembros obligados a bautizarse o a abandonar el lugar, lo que no quiere decir que no quedasen judíos en Villareal. Comenzaba el gran genocidio. Como queda dicho, las desposesiones de las sinagogas, el fonsario (cementerío) pasaron a manos cristianas o a la Orden Dominica, hasta que, como en el caso del camposanto judío, se constituyeron por parte de los conversos tres sociedades (Todos los Santos, Sn Juan y San Miguel de Septiembre), que sirvieron de escondrijo y tapadera, al igual que ocurriese en otros lugares de la geografía peninsular o castellana (estos hechos tuvieron lugar en 1412).

En 1431 se produce un terremoto que asola la villa y que venía a recordar el incendio pavoroso de 1396 y los brotes de peste negra que también acaecieron. Para esta fecha la Villa ya era considerada por la Corona como “la muy noble y leal ciudad de Ciudad Real” y poseía fuero propio.

Así llega a 1449, “año marcado”, según Haim Beinart, “por una grave crisis” para los conversos. La ciudad estaba ya regida por conversos como el bachiller Rodrigo o el corregidor Pedro Barba. Para algunos historiadores, éstos ejercían el mando de una forma tiránica y violenta, lo que unido a los ecos de la revuelta toledana de esos años –sofocada sangrientamente- propició una nueva rebelión. Los conversos se organizaron en bandas armadas compuestas de 300 hombres. Hubo combates fuera y dentro de las murallas (años atrás construidos con maderas y  materiales importados). Algún cristiano rico y prominente, como Alvar García, perdió la vida. Tuvo que intervenir el Gran Maestre de la Orden de Calatrava que, mediante un destacamento, arrasó la villa y puso a salvo sus propiedades en la misma. El bachiller Rodrigo, su hermano y 20 de los suyos perecieron a lanzadas y otros (Arias Díaz o Alfonso de Siles) fueron colgados de la picota en plena plaza. Numerosas casas fueron saqueadas. Se abrasaron documentos de indudable valor y manuscritos. El monto de lo robado ascendió a unos 60.000 maravedís.

La revuelta duró largos meses y sólo en 1449, Juan II concedía el perdón, aunque prohibiendo en adelante a los conversos ocupar cualquier cargo público de los que hasta entonces habían ejercido, decisión después ratificada por Enrique IV, en paralelismo a lo que sucedía en Toledo y otras capitales.

No es de extraño que los levantamientos persistiesen. 1467 y 1474 fueron fechas onerosas y difíciles para los conversos. Todos ellos tenían como razón la merma de derechos de los ascendentes judíos en beneficio de los cristianos, y el alza discriminatoria de tasas y de la presión fiscal misma, además de las consecuencias derivadas por las prohibiciones de profesar la religión y practicar el rito judío.

Vista de la calle Lirio en los años cuarenta del pasado siglo XX y que perteneció a la antigua judería de Ciudad Real. En esta calle se instaló el Tribunal de la Inquisición cuando se estableció en 1483 en Ciudad Real

Los sucesos de 1474 son violentos y de mayor gravedad que en años anteriores. Un total de 50 conversos son muertos; sus propiedades quemadas, requisadas; y sus joyas o stocks comerciales requisados. “No quedó”, dice Haim Beinart, “ni una casa que no fuese requisada y su ganado robado”. En 200.000 maravedís se calcula el valor de los enseres quemados y en 50 millones las cifras derivadas de los años del pillaje.

Las luchas se hacen cotidianas. Los conversos huyen y regresan para recuperar propiedades. Destruyen una torre de la muralla. Casas y tiendas incendiadas, viñedos arrasados. Un dantesco panorama que hace exclamar a Beinart: “Como si muslimes se tratase”.

Algunos criptojudíos se refugian en casa de cristianos (como la de Pedro Torres). Las investigaciones se inician y la inquisición ya parece enterada y al acecho. Un gran número de familias judías se trasladan a Palma (Córdoba) y forman una comunidad en la que sí pueden observar el mitzvoth, guardar el Sabbath, celebrar sin contratiempos el Yom Kipur (La Pascua) o el Shavout y el Hamchah, que forma parte de sus derechos ancestrales.

Un pelito dinástico tendrá como escenario Villarreal y las tierras manchegas. En ella se verán mezclados los conversos, activamente unos o por sus consecuencias los más. El marqués de Villena, apoyado por el Gran Maestre de la Orden de Calatrava, Téllez Girón y otros nobles, retienen a la hija de Enrique IV, Juana la Beltraneja y la declaran “princesa” y “aspirante a la Corona”. Persiguen además, el gobernar la Orden de Santiago.

El enfrentamiento con la Corona se agrava por las negociaciones que mantienen los nobles manchegos con el Rey de Portugal, Alfonso V, para casar con el monarca a Juana la Beltraneja.

Posteriormente, la rebelión fracasa y sobre la ciudad quedan los restos de batallas, desmanes y represiones sin fin.

Concluido el pleito dinástico sin dinastía que no fuese las de Sus Católicas Majestades, éstas encargan al arzobispo de Toledo (otra vez valedor de la Corona, tras estar enfrentado a ella) “medidas especiales para investigar la herejía en Ciudad Real”. El último peldaño del genocidio calculado estaba a punto de ser levantado. El arzobispo de Toledo, Alonso Castillo, fue el instigador y valedor para establecer la Corte del Tribunal de la Inquisición. Las investigaciones y los procesos serían pan cotidiano en los próximos años.

Lirio, 2. Tribunal de la Inquisición

Con la llegada y establecimiento del Tribunal de la Inquisición en 1483 en Ciudad Real, cuerdas de presos (uno a uno, o por familias o parentesco) recorren las calles de la aljama y de la ciudad misma, descalzos o no, pero desde luego a pie, entre una muchedumbre que los corea, grita, veja y desprecia, colgándoles lo que dio en llamarse sambenito. Desde sus hogares o refugios hasta la sede de la Corte, situada en la calle del Lirio número 2, casa del Conde de Monteclaro, o de cualquier otra parte o barrio del interior, recorren las calles conversos hacia la pira o la ejecución que casi siempre tuvieron lugar en la plaza de la Torre (cuando no en el cementerio).

Vista de la calle Lirio en la actualidad una vez desaparecidas sus viejas y encaladas casas, sustituidas por feos pisos de arquitectura de hormigón y ladrillo, perdiendo así el sabor añejo que guardaba esta calle de nuestra ciudad y que fue punto de referencia durante años de la Semana Santa capitalina

La Inquisición que ya venía investigando la herejía antes de fundar su sede en Ciudad, procesó y juzgó (sic) a miles de conversos, 3.377 de los cuales fueron quemados en 1.484 y hasta un número próximo a 5.000 desde 1483 a 1485.

Un único converso de entre todos los juzgados fue absuelto de sus “crímenes” por el Santo Tribunal. Se trató “del zapatero, Diego López, cuya hija habíase casado con el hidalgo Juan de Haro”, señala Haim Beinart, como prueba de le ferocidad de los jueces.

Justicia eufemística

El arzobispo de Toledo había convencido al otrora converso y general inquisidor del Tribunal, Tomás Torquemada sobre “la necesidad de la fijación del Tribunal en una zona donde los conversos poseían gran poder”, había participado en el gobierno de la Villa y protagonizado grandes algaradas, levantamientos y asonadas.

Pedro Díaz Cotana fue el primer presidente del Tribunal. La noticia corrió como la pólvora ignota en los conversos. El terror y el temor se fundían y agravaban conforme se iban conociendo los sucesos de Toledo o Palencia, Sevilla, etc. Las investigaciones comenzaron prontamente. Algunos huyen y otros se confían. El Tribunal se toma varios meses para recabar información.

Un tribunal compuesto por dos jueces –a quienes se pudo comprar como así las sentencias-, un asesor, un acusador y un pregonero. En él participaron escribanos y notarios, alguaciles y familiares de la Corte, cristianos y conversos amedrentados, siendo el organismo encargado de decretar las detenciones.

Sirvió de prisión la del Tribunal, que pronto se atestó de cautivos, “habiéndose de habilitar a tal fin”, según Haim Beinart, “un depósito episcopal cedido graciosamente por las autoridades eclesiásticas cristianas”.

El primer proceso comenzó con la vista del caso de Juan de la Sierra. Pronto le seguirían el de otros prohombres  de la ciudad como Tomás de Cuenca (huido y vuelto a la villa) o el de Juan Falcón El Viejo (prestamista y banquero). Todos fueron quemados en el fonsario.

Personas leídas, juristas, teólogos y gentes de conciencia recta participaron en estas arbitrarias decisiones y condenas en las que no faltaban la “consulta de fe” previa sobre los encausados y su credo religioso. Las vistas se hacían en presencia o ausencia de los inculpados y las sentencias se producían sin hacer especial caso a estas circunstancias que se debieron considerar menores.

Gran parte de los inculpados debieron declararse culpables antes del juicio o sus simulacros o fueron torturados por “ser incompleta su declaración”. Las confesiones tenían lugar en la “audiencia de la propia cárcel” y pronto fueron públicas y continuas. Coacciones, confiscaciones de propiedades y toda suerte de vejaciones y atropellos se prodigarían en esos dos años.

Condenados de por vida, a muerte, o a ser expulsados de la ciudad y su alfoz para siempre, los conversos asistieron impasibles al genocidio “sin que tan sólo se les permitiese exhumar sus cadáveres” como indicaban las prescripciones papales de Inocencio VIII, a quien, paradójicamente, se solicitaba el trámite final de ejecución y su placet.

Estela funeraria con simbología judía que fue encontrada en la Iglesia de Santiago de nuestra ciudad

Los juicios no podían ser calificados sino como eufemismo de la justicia o mera formalidad. Mujeres, ediles, bachilleres, barberos, sastres, notarios, viticultores, escuderos o letrados y alcaides, perdieron la vida. Sancho de Ciudad Real (regidor y propietario), Juan Madrid, Isabel Teba, González Pintado, González Daza, mercaderes como Juan Dinela o Juan Martínez de los Olivos o Juan González El Escogido, fueron pasados por la picota.

La ciudad asistió a los autos de fe entre increpaciones sañudas y el desprecio comparable en todo a las deudas contraídas atrás con los ajusticiados. Las evidencias se solapaban con las picardías y el secreto personal se vulneraba constantemente sin importar para ello las admoniciones de los pontífices al respecto. Mediante torturas, familias conversas se denunciaron entre sí, padre a hermanos, hermanos a hijos, esposos a sus esposas, en un todo dantesco. Las denuncias eran probadas de no importaba qué forma y los testigos se recogían (si no entre conversos) entre borrachines, prostitutas (señala Haim Beinart) o simplemente entre malhechores que, de esta suerte, poníanse a bien con la justicia.

Durante los juicios, vistas o investigaciones, los nombres de los conversos recorrieron las calles de la ciudad, siendo colocados en los muros de las iglesias; sus personas estuvieron sometidas a prohibiciones disparatadas como llevar joyas a montar a caballo y fueron obligados –entre otras muchas medidas- a santiguarse en actos públicos.

Con la firma del último proceso, la ciudad quedó asolada, triste y dio un paso atrás de proporciones impresionantes para el progreso, la industria y la misma agricultura, ciencia o el tránsito de mercancías. Las casas abandonadas así como las tierras quedaron a merced del pillaje. Cinco mil propietarios partirán en pocos meses hacía otros lugares de la Península, o hacia Constantinopla (cuya caída había llegado como noticia antes de la llegada de la Inquisición). Sefarath sería para siempre un recuerdo cruento, un maleficio extraño, una injusticia pasada por su sangre. Hablaban castellano de la época y eran españoles como cualesquiera otros.

Para cuando los Reyes Católicos decretaban su expulsión definitiva en 1492, ya apenas quedaban conversos con prominentes actividades públicas. Más tarde serían los árabes los expulsados, en 1609. El descalabro en las arcas del Tesoro y la quiebra de aquella economía precaria hubiese sido definitiva. La conquista de América salvó lo que parecía a perpetuidad perdido, y la Inquisición hizo Corte en Toledo cuando ya no quedaban judíos en Ciudad Real, prosiguiendo las ejecuciones en la plaza de Zocodover, de infausta memoria. Solo la Reina María Cristina, ya terciado el siglo XIX, acabó con un Tribunal que sembró de negra historia la de España, y se llevó miles de almas judías a un paraíso fatal, propiciando la salida del país a otros 200.000 de aquellos extraños seres que creían en el Antiguo Testamento, rezaban diferente, vestían trajes de belleza singular y practicaban las artes y las ciencias como oráculos que nos hubiese venido llovidos de cielo. Mas nadie quiso, hasta mucho más tarde, entender así.

Isabel Pareja y Ernesto Garrido Treviño (Revista Mancha, mayo de 1984)

En el Museo Provincial de Ciudad Real se expone en una vitrina restos de la presencia judía en nuestra ciudad

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