Buscar este blog

jueves, 3 de septiembre de 2015

LOS OJOS DE LA MORA




Calle Lentejuela. Fotografía de Julián Alonso de los años cuarenta del pasado siglo XX

Voy al barrio de la Morería. Acompáñame. Pasaremos por la tortuosa calle de la Lentejuela; toparemos con la desportillada portada, con ménsulas con cabezas de moros pertenecientes a la madrisa –según un hombre chiquito, viejo, juvenil, bueno: Don Emilio  Bernabéu, tan sabedor de cosas de Ciudad Real –y visitaremos a “la hermana Vita” que es una vieja, revieja, hecha de sarmientos secos, retorcidos. Retorcidos y trenzados en su cara con dos agujeritos vivarachos y verdes, allá en lo profundo, y con un rasguño  a lo ancho y desdentado, que ríe. Tiene largos pendientes “de chorro con perillas de aljófar”; toquilla de pelo de cabra; saya parda; delantal negro, y, tapándole el rodetico canoso, negro pañuelo atado a la barbilla grande, ganchuda, un tanto barbuda. La encontraremos, como de costumbre, sentada en el poyete, a la chispa de sombra del florido patio del olivo, haciendo calceta y rezando tan y mientras. Nos enseñara su casa, por manía y con orgullo.

Pobre casa-¡rica casa!- pero muy apañá, blanca, blanca, blanca, con puerta junto al olivo; derrengada cama de hierro con colcha de floripondios descoloridos; un cuadro, un cañamazo, de fecha remota y dibujo caprichoso; una estampa vieja de una vieja Virgen; un arca y un cántaro; dos serijos de anea; candil roñoso; mesa carcomida que de tan fregada parece de cera, y, en el vasar, tripudo puchero, cazuela rameada y un almirez y un velón brillantes a cegar. El suelo, de ladrillos rotos, parece un espejo y ¿para qué más? ¡Ah, sí!, engalanando la cocina, ristras y ristras de pimientos secos –“pa el mojete”- cual sartas de cuernos retorcidos de cabras endemoniadas.

“La hermana Vita” , imperecedera e inagotable, de barro cocido, de sarmientos secos, de pergamino rancio, tiene fama de buena partera, sabe cantares, conjuros, oraciones milagrosas a santos y raros, para cosas raras; consejas, y hasta su más y sus menos eniende del arte del “unto”. Nadie como ella cuenta y dice: “La Cruz de los casaos de la Puerta de Alarcos”… “Las horcas de Peralvillo”… “El romancico de Villarreale”, tan evocadoramente medieval, con aquello de:

“Siete días anduve
que no comí pane,
cebada la mula,
carne el gavillane”

y sus citas de los malagoneros lugares de la Zarzuela y “Danzarutane”… Como ella nadie reza “El Rosario de la Cruz de Mayo”:

“En el valle Josafat
al enemigo malo encontrarás
y le dirás:
¡Vete de aquí, Satanás
que no tienes parte en mí,
ni la tendrás,
porque el día de la Cruz
dije mil veces Jesús,
Jesús, Jesús…”

Mejor que ella nadie relata “La nube de San Urbano”… “Las corridas de toros de la Plaza Mayor”… “Los ojos de la mora”…

Un patio de la calle Morería. Fotografía de Emiliano Sánchez de Moya de 1972

La morería de Ciudad Real iba desde la calle del Pozo Dulce a la de Infantes; se adentraba, como cuña, entre los barrios de San Pedro y Santa María y miraba a Alarcos, por las puertas de las murallas, en los tiempos en que un moro vendía en la Plaza, compraba en el Alcaná y, en la calle de la Lentejuela, tras la puerta que cerraba, al cabo, larga y estrecha callejuela, escondía su caudal: su hija Zorayda, la bella gacela.

Esta era su casa, con su patio chiquito, florido, y una higuera grande; con sus tapias, como ahora, blancas, como entonces, altas; con sus habitaciones sombrías oliendo a menta de reguera y a alhucema montaraz…

Junto a un esterajo de hogazas miajosas, se vieron en la Plaza. El, don Diego, doncel, gallardo, con el ardor propio de la juventud, varonil, cristiano, de tristeza extraña en la barba endrina, y ella, la morisca, Zorayda, la bella gacela, con los ojos negros, grandes y brillantes, en cara miel-rosa cubierta de telas prendidas de aretes y zarcillos traginados a martillo.

… Desde entonces, a modo de moro fingido, don Diego, con tristeza extraña en la barba endrina, se escurría resuelto, cada noche, por aquella calleja larga, solitaria, estrecha y prieta de cal y de luna pegadas a las paredes y derramándose por los tejados.  Decíanse amores y hablaban de Dios. Cuenta, quien los vio, que el enamorado, cuando retornaba, llevaba alegría prendida en la barba endrina.

El moro cantaba y regaba el huerto sin recelar cómo un doncel cristiano descubriera su caudal. Todos sabían y el moro ignoraba.

Aquella noche, la luna llena, bobalicona, jugaba a nácar y sombras con la higuera grande del patio chiquito y se hizo mala, siniestra, como antes fuera alcagüeta. Un lucero corrió a besarla pero, airada, lo tiró al hierro afilado que, brutal, abría un boquete de sangre en pecho cristiano. Vistióse un alma de luz y el lucero, relampagueante como vino, en volandas se la llevó cielo arriba. Las hojas de la higuera grande del patio chiquito, florido, ahogaron un quejido.  El moro vengador, allí, al pie del tronco, tapaba, luego, una fosa.

La bobalicona, maldita, con indiferencia, siguió jugando a nácar y sombras. Doblaba a muerto la corneja de la encina; asustado el can aulló; el gallo dijo augurios de amanecida…; despertó en perfumes el patio chiquito, florido, y la bobalicona traidora, fría, ¡seca como esparto! cansada, acordó marcharse, rodando de cerro en cerro, por los Guadarranques  lejanos…

¡Jamás se llenaría ya un vacío de rendija hecho, a fuerza de veces y veces, en la larga, estrecha y solitaria callejuela con una puerta al fondo!...

¿Qué le ocurre al moro que no va a la Plaza ni compra en el Alcaná?

Bodega del Marqués que se encontraba en la calle Postas, donde actualmente se encuentra “Iferga” y “F. Torroba”

¿Por qué el huerto tiene hierbazos y lo anega la cizaña? ¿Por qué cada día son más negros, más hondos, los ojos de la mora y no sale al patio chiquito, florido, de la higuera grande cuando la Luna llena, bribona, malina, juega a nácar y sombras con las hojas? ¿Por qué los menjujes de la bruja hebrea de la calle Culebra no dan alegría a la mora triste? ¿Por qué aquel guiso de hierbas y flores y agallas de cacho guadianero, cocidas con agua del Arzollar, no vuelve a su cara el color miel-rosa?

¡Feneció Zorayda, la bella! El sol puso un beso loco en sus ojos muertos y, llenándola de luz, damasquinada, en su pecho, la Cruz pequeñita de la conversión.

No se cerró más la puerta de la callejuela larga, estrecha, solitaria; el vendaval iba astillándola poco a poco. La cal se desbarató en  trizas. Por las cuevas de Alarcos, como perro sarnoso, vivió muchos años  un moro enfurecido. Desgajó una centella la higuera grande del patio chiquito, florido… El granado que naciera en el arriete se secó también: de rabia, porque sus flores, güeras, sólo daban  cuajarones de sangre en cada pétalo. Un olivo, después, extendió ramos de paz sobre la tierra parda sepultura de cristiano. En ella, siempre, en primavera, florece,  encarnada, una malva real, hay grana de amapolas y geranios rojos. Cada año, una mariposa blanca sorbe, una tarde, flores bermejas.

-¡Allí, allí acude! –señalaba “la hermana Vita”.

No era cabalmente blanca. En sus alas tenía dos redondeles negros.

¡Los ojos fosforescentes de Zorayda! Semejaban parpadear y gotear llanto en cada flor.

Reventó un capullo de amapola. Sus pétalos jugosos, al desarrugarse, bañaban en púrpura y besaban carnales a la mariposa desfallecida, posada.

¡Alucinación absurda de desposorios imposibles!, pero tuve miedo. -¿Así, desde aquellos siglos, cada año una tarde, “hermana Vita”?  “La hermana Vita” reía, reía… Tuve miedo. Huí.

“La hermana Vita” seguía riendo, riendo… a carcajadas cascadas…

La calle de la Morería estaba desierta. Por las paredes  jalbegadas me hacían guiños dolorosos, entre chafarriones encendidos, los bellos ojos negros de la mora muerta de amor. Por evitarlos traspuse una puerta…

-No lo quiero tinto que es sangre de tierra. Echalo blanco, sol derretido, para que me llegue al hueso y me queme el tuétano… ¡En la roja, no! En aquella, en la jarra blanca, la de los ramajos verdes y amarillos en la barriga!

Entre las tinajas mugrientas, de entrañas hirvientes, constantemente preñadas, de “la bodega del Marqués” aún creí ver, penetrantes, grandes, llorosos, llameando, los ojos negros de la gacela bella pintados en las alas de aquella mariposa blanca del patio chiquito, florido.

Un sudor frío me helaba la espalda. Un murciélago había rozado mi frente con sus alas pellejosas.

-¡¡Otro cuartillo, muchacho!!...

Julián Alonso Rodriguez (Revista Albores de espíritu, Año III, Núm. 25, noviembre de 1948)

Viejas casas de la morería de Ciudad Real que aun permanecían en pié en 1980. Fotografía Iferga  


No hay comentarios:

Publicar un comentario