Calle
Lentejuela. Fotografía de Julián Alonso de los años cuarenta del pasado siglo
XX
Voy al barrio de la Morería. Acompáñame.
Pasaremos por la tortuosa calle de la Lentejuela; toparemos con la
desportillada portada, con ménsulas con cabezas de moros pertenecientes a la
madrisa –según un hombre chiquito, viejo, juvenil, bueno: Don Emilio Bernabéu, tan sabedor de cosas de Ciudad Real
–y visitaremos a “la hermana Vita” que es una vieja, revieja, hecha de
sarmientos secos, retorcidos. Retorcidos y trenzados en su cara con dos agujeritos
vivarachos y verdes, allá en lo profundo, y con un rasguño a lo ancho y desdentado, que ríe. Tiene
largos pendientes “de chorro con perillas de aljófar”; toquilla de pelo de
cabra; saya parda; delantal negro, y, tapándole el rodetico canoso, negro pañuelo
atado a la barbilla grande, ganchuda, un tanto barbuda. La encontraremos, como
de costumbre, sentada en el poyete, a la chispa de sombra del florido patio del
olivo, haciendo calceta y rezando tan y mientras. Nos enseñara su casa, por
manía y con orgullo.
Pobre casa-¡rica casa!- pero muy apañá,
blanca, blanca, blanca, con puerta junto al olivo; derrengada cama de hierro
con colcha de floripondios descoloridos; un cuadro, un cañamazo, de fecha
remota y dibujo caprichoso; una estampa vieja de una vieja Virgen; un arca y un
cántaro; dos serijos de anea; candil roñoso; mesa carcomida que de tan fregada
parece de cera, y, en el vasar, tripudo puchero, cazuela rameada y un almirez y
un velón brillantes a cegar. El suelo, de ladrillos rotos, parece un espejo y
¿para qué más? ¡Ah, sí!, engalanando la cocina, ristras y ristras de pimientos
secos –“pa el mojete”- cual sartas de cuernos retorcidos de cabras
endemoniadas.
“La hermana Vita” , imperecedera e
inagotable, de barro cocido, de sarmientos secos, de pergamino rancio, tiene
fama de buena partera, sabe cantares, conjuros, oraciones milagrosas a santos y
raros, para cosas raras; consejas, y hasta su más y sus menos eniende del arte
del “unto”. Nadie como ella cuenta y dice: “La Cruz de los casaos de la Puerta
de Alarcos”… “Las horcas de Peralvillo”… “El romancico de Villarreale”, tan
evocadoramente medieval, con aquello de:
“Siete días anduve
que no comí pane,
cebada la mula,
carne el gavillane”
y sus citas de los malagoneros lugares
de la Zarzuela y “Danzarutane”… Como ella nadie reza “El Rosario de la Cruz de
Mayo”:
“En el valle Josafat
al enemigo malo encontrarás
y le dirás:
¡Vete de aquí, Satanás
que no tienes parte en mí,
ni la tendrás,
porque el día de la Cruz
dije mil veces Jesús,
Jesús, Jesús…”
Mejor que ella nadie relata “La nube de
San Urbano”… “Las corridas de toros de la Plaza Mayor”… “Los ojos de la mora”…
Un
patio de la calle Morería. Fotografía de Emiliano Sánchez de Moya de 1972
La morería de Ciudad Real iba desde la
calle del Pozo Dulce a la de Infantes; se adentraba, como cuña, entre los
barrios de San Pedro y Santa María y miraba a Alarcos, por las puertas de las
murallas, en los tiempos en que un moro vendía en la Plaza, compraba en el
Alcaná y, en la calle de la Lentejuela, tras la puerta que cerraba, al cabo,
larga y estrecha callejuela, escondía su caudal: su hija Zorayda, la bella
gacela.
Esta era su casa, con su patio chiquito,
florido, y una higuera grande; con sus tapias, como ahora, blancas, como
entonces, altas; con sus habitaciones sombrías oliendo a menta de reguera y a
alhucema montaraz…
Junto a un esterajo de hogazas miajosas,
se vieron en la Plaza. El, don Diego, doncel, gallardo, con el ardor propio de
la juventud, varonil, cristiano, de tristeza extraña en la barba endrina, y
ella, la morisca, Zorayda, la bella gacela, con los ojos negros, grandes y
brillantes, en cara miel-rosa cubierta de telas prendidas de aretes y zarcillos
traginados a martillo.
… Desde entonces, a modo de moro
fingido, don Diego, con tristeza extraña en la barba endrina, se escurría
resuelto, cada noche, por aquella calleja larga, solitaria, estrecha y prieta
de cal y de luna pegadas a las paredes y derramándose por los tejados. Decíanse amores y hablaban de Dios. Cuenta,
quien los vio, que el enamorado, cuando retornaba, llevaba alegría prendida en
la barba endrina.
El moro cantaba y regaba el huerto sin
recelar cómo un doncel cristiano descubriera su caudal. Todos sabían y el moro
ignoraba.
Aquella noche, la luna llena,
bobalicona, jugaba a nácar y sombras con la higuera grande del patio chiquito y
se hizo mala, siniestra, como antes fuera alcagüeta. Un lucero corrió a besarla
pero, airada, lo tiró al hierro afilado que, brutal, abría un boquete de sangre
en pecho cristiano. Vistióse un alma de luz y el lucero, relampagueante como
vino, en volandas se la llevó cielo arriba. Las hojas de la higuera grande del
patio chiquito, florido, ahogaron un quejido.
El moro vengador, allí, al pie del tronco, tapaba, luego, una fosa.
La bobalicona, maldita, con
indiferencia, siguió jugando a nácar y sombras. Doblaba a muerto la corneja de
la encina; asustado el can aulló; el gallo dijo augurios de amanecida…;
despertó en perfumes el patio chiquito, florido, y la bobalicona traidora,
fría, ¡seca como esparto! cansada, acordó marcharse, rodando de cerro en cerro,
por los Guadarranques lejanos…
¡Jamás se llenaría ya un vacío de
rendija hecho, a fuerza de veces y veces, en la larga, estrecha y solitaria
callejuela con una puerta al fondo!...
¿Qué le ocurre al moro que no va a la
Plaza ni compra en el Alcaná?
Bodega
del Marqués que se encontraba en la calle Postas, donde actualmente se
encuentra “Iferga” y “F. Torroba”
¿Por qué el huerto tiene hierbazos y lo
anega la cizaña? ¿Por qué cada día son más negros, más hondos, los ojos de la
mora y no sale al patio chiquito, florido, de la higuera grande cuando la Luna
llena, bribona, malina, juega a nácar y sombras con las hojas? ¿Por qué los
menjujes de la bruja hebrea de la calle Culebra no dan alegría a la mora
triste? ¿Por qué aquel guiso de hierbas y flores y agallas de cacho guadianero,
cocidas con agua del Arzollar, no vuelve a su cara el color miel-rosa?
¡Feneció Zorayda, la bella! El sol puso
un beso loco en sus ojos muertos y, llenándola de luz, damasquinada, en su
pecho, la Cruz pequeñita de la conversión.
No se cerró más la puerta de la
callejuela larga, estrecha, solitaria; el vendaval iba astillándola poco a
poco. La cal se desbarató en trizas. Por
las cuevas de Alarcos, como perro sarnoso, vivió muchos años un moro enfurecido. Desgajó una centella la
higuera grande del patio chiquito, florido… El granado que naciera en el
arriete se secó también: de rabia, porque sus flores, güeras, sólo daban cuajarones de sangre en cada pétalo. Un
olivo, después, extendió ramos de paz sobre la tierra parda sepultura de
cristiano. En ella, siempre, en primavera, florece, encarnada, una malva real, hay grana de
amapolas y geranios rojos. Cada año, una mariposa blanca sorbe, una tarde,
flores bermejas.
-¡Allí, allí acude! –señalaba “la
hermana Vita”.
No era cabalmente blanca. En sus alas
tenía dos redondeles negros.
¡Los ojos fosforescentes de Zorayda!
Semejaban parpadear y gotear llanto en cada flor.
Reventó un capullo de amapola. Sus
pétalos jugosos, al desarrugarse, bañaban en púrpura y besaban carnales a la
mariposa desfallecida, posada.
¡Alucinación absurda de desposorios
imposibles!, pero tuve miedo. -¿Así, desde aquellos siglos, cada año una tarde,
“hermana Vita”? “La hermana Vita” reía,
reía… Tuve miedo. Huí.
“La hermana Vita” seguía riendo, riendo…
a carcajadas cascadas…
La calle de la Morería estaba desierta.
Por las paredes jalbegadas me hacían
guiños dolorosos, entre chafarriones encendidos, los bellos ojos negros de la
mora muerta de amor. Por evitarlos traspuse una puerta…
-No lo quiero tinto que es sangre de
tierra. Echalo blanco, sol derretido, para que me llegue al hueso y me queme el
tuétano… ¡En la roja, no! En aquella, en la jarra blanca, la de los ramajos
verdes y amarillos en la barriga!
Entre las tinajas mugrientas, de
entrañas hirvientes, constantemente preñadas, de “la bodega del Marqués” aún
creí ver, penetrantes, grandes, llorosos, llameando, los ojos negros de la
gacela bella pintados en las alas de aquella mariposa blanca del patio
chiquito, florido.
Un sudor frío me helaba la espalda. Un
murciélago había rozado mi frente con sus alas pellejosas.
-¡¡Otro cuartillo, muchacho!!...
Julián
Alonso Rodriguez (Revista Albores de espíritu, Año III, Núm. 25, noviembre de
1948)
Viejas
casas de la morería de Ciudad Real que aun permanecían en pié en 1980.
Fotografía Iferga
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