Raro es el pueblo en Castilla que carece
de pórticos. Muchos son los núcleos urbanos de la Mancha que lucen esos
corredores casi domésticos que se les denomina con la palabra soportales o
simplemente portales.
En Ciudad Real los conocí en 1909. No
eran como los que hoy se ven. Se limitaban, entonces, como hoy, por las tres
líneas de edificación que en perfecto rectángulo con las Casas Consistoriales
(antiguas, las del arco de medio punto que enmarca la farmacia de don Jenaro
Calatayud; y modernas, las próximas de derruir), forman la plaza titulada del
Generalísimo Franco. En estas horas, la piqueta demoledora y garra metálica, de
un monstruo mecánico, arrasan el edificio-cierre del cuadrilátero central de la
urbe manchega.
El pavimento de la primitiva era de
guijarro, canto rodado, de asalmonados matices. El adoquinado vino después. Era
una pieza matemáticamente rectangular. Ni quioscos, ni fuentes, ni monumentos,
ni puestos de pequeña industria rompían la uniformidad de su superficie.
Los verdaderos soportales eran de
materia tosca, acaso de argamasa, puede que de tapial y ladrillo, encalados, de
blancura de nieve. Su espesor reducía el espacio para el tránsito, que venía a
quedar en unos dos metros de anchura, bien escasos.
Por aquel reducido paso humano desfilaba
a diario el personal de la ciudad. Más bien que plaza parecía el gran patio de
vecindad de la antigua villabona del Rey Sabio. La confitería o dulcería del
veterano Bermúdez, que las gentes llamaban Petate; el estanco del carlista
Espadas, con despacho de efectos timbrados que obliga a los profesionales de la
fe pública y judicial y adláteres a reunirse ante el mostrador; la salchichería
Mazo, con sus escaparates a modo y los garfios engrasados para ofrecer al
público, colgados, lustrosos ejemplares de cerdos sacrificados horas antes; la
tienda de ultramarinos de Ponciano Montero, buen y acreditado abastecedor de
las despensas particulares; la Posada de la “Niña”, donde se vendía la mejor,
más reciente y acaso más barata caza, eran por el lado de la izquierda, según
se miraba al Ayuntamiento, lo más saliente y celebrado de la vida mercantil. En
la línea paralela a esta, en los soportales de enfrente, tenía Lázaro su
establecimiento de pieles y curtidos; otro Bermúdez una imprentilla y
papelería; más abajo, una churrería era la delicia de los madrugadores y de los
viajeros a la Corte; y en la esquina de la calle Postas encontraba el público
una tienda de tejidos y mantas, al cargo de un malagueño, reemplazado años
después, por Don Diego Peris al titularse farmacéutico. En el trozo de
edificación que cierra la plaza frente al Concejo hubo una carnicería (hoy
botica del señor Calatayud Cáceres); una churrería de Reyes (hoy tienda de
Navarrete) y una taberna que aún existe, que es la de “Manolillo”.
Anuncio
de principios del siglo XX de la famosa salchichería “Mazo”
En ese recinto plazuelero, con ese marco
de soportales, a cielo abierto, se desarrollaba la vida normal de los
ciudarrealeños.
Punto de cita para ultimar problemas
personales, de negocios, cuestiones de intimidad. Paso obligado para resolver
asuntos a uno y otro lado de los meridianos de la villa. ¡Cuánta conversación a
los cuatro vientos! ¡Qué de misterios! ¡Qué aperitivo más eficaz el que servían
las henchiduras de Mazo, las perdices, codornices y conejos colgadas, en
racimo, a la puerta de la avisada “Niña”; o los turrones de Planelles,
auténticamente puros, de Jijona, que durante más de treinta años trajo,
periódicamente, por Navidad y Ferias, exhibiéndolos en un minúsculo cuartito,
que vigilaba de modo incansable, paseando por delante de tan dulce mercancía,
presentaba entre albísimos papeles… Y si no los churros de la mañana y la copita de matarratas,
tormento del gusanillo de las trasnochadas…
Decoraban en cierto modo las paredes
laterales, en semipenumbra, los objetos de labranza, capachos de esparto,
alforjas y aguaderas, horcas y trébedes… todo esto se veía y se vendía en
aquellos angostos pasillos. De noche la luz era escasa, proyectada desde los
interiores, con mortecinos reflejos amarillos, haciendo más familiar la
estancia o el paso en aquella circulación popular, entre bombillas de
incandescencia de filamento de carbón.
Hoy, desaparecidas las gruesas paredes y
bastos muros jalbegados, se dispone de más anchura para todo. Sustituidas las
pequeñas pilastras por erguidas columnas de hierro; ganada la altura y
ventilación necesarias que impedían los bajos arcos, afinados los soportes
resultan más agradables los ratos para disfrutar, alegremente, cuanto el ocio
impone.
Una fuente luminosa ocupó el centro
geométrico de la plaza, cediendo el espacio a la figura sedente del Rey
Fundador. Feria del Libro, tómbolas
benéficas o algún extraordinario acontecimiento llenan el espacio de cada una
de las zonas laterales en que está dividida urbanísticamente la plaza.
Lo incomprensible es el tamaño de las
viviendas que más parece hechas para un juego de Casa de Muñecas. Realmente es
increíble que se las destinase para alojamientos humanos. Las personas casi caben
en las microventanas y minibalcones que parecen para liliputienses; y nada se
diga de las escaleras de acceso hechas a la medida y bajas de techumbre…
En
el año 1961 desapareció la balaustrada de entrada al viejo Ayuntamiento
¿Tan pequeños eran nuestros antepasados?
O ¿han crecido tanto los ciudadanos que no caben en las minúsculas residencias,
que por otra parte forman un conjunto (ya algo alterado) de edificaciones
iguales, armónicas?
Pronto desaparecerá el monumental
edificio concejil. Pero me preocupa la talla, desarrollo, atletismo de los
primeros beneficiarios de esas construcciones.
Sigue el pueblo desfilando por esos
pasillos. Sigue el comercio importantísimo, abriendo sus establecimientos con
derroches de luz entre paredes de aluminio y cristal, y decorados de lujo, y
escaparates artísticos y exposiciones de gusto, ofreciendo la última moda, las
creaciones de la técnica y la fantasía… ¿Cambiará el tradicional y recreativo
patio de la ciudad?
Indudablemente el mundo progresa; hay
más cosas, más complicaciones, más trampas, más trastornos de toda clase… Pero
la ciudad olvida lo que fue y se cambia a tono con las circunstancias, aunque
la sustancia, la entraña, la tónica de la vida le dan esa plaza del Caudillo y
ese pueblo que la anima, desde el primer rayo de luz se quiebra en la torre de
la catedral, sede de la Patrona, hasta el último latido de la vida diaria.
Se acabó la terraza pequeña, espera para
las recepciones. No más subir por la escalera de dos ramas. El balcón de las
manifestaciones; el reloj, ojo certero para cuatro caras, ya no dará horas; el
doble paso submunicipal de la gran casa no dividirá la circulación; las
gradillas de escape… Todo será más público, más visto, menos temido. Las
gigantescas masas urbanas de recientes construcciones ahogan todo lo demás.
Condenan a enanismo las casas de antaño por muy linajudas e históricas que
sean.
C.C.G.
Boletín de Información Municipal nº 38, Año XII, Ciudad Real marzo de 1972
La Confitería
Bermúdez se encontraba a principios del siglo XX, donde actualmente está
la de Cruz
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