Cuando después de dos meses de ausencia
tuve la satisfacción de “callejear” de nuevo por Ciudad Real; pensé, que de
haberme retrasado un poco, casi no hubiera reconocido la población. Por un
lado, los derribos habían abierto perspectivas insospechadas, y por otro, en
antiguos solares, en esos que parecen ya inedificables, se veían grúas como
indicadores de la pronta aparición de nuevas construcciones.
Aún llegué a tiempo de presenciar la
demolición de los últimos muros del Ayuntamiento, y también de enterarme de la
polvareda que esto había producido, lo mismo en el sentido real que en el
figurado. No trato de entrar ahora en la polémica que tal vez haya acabado
cuando se publiquen estas líneas. No, sólo me propongo dedicar un postrero
recuerdo al desaparecido edificio de la plaza.
Por vulgar, por fea incluso que nos
parezca una construcción, si durante una gran parte de nuestra vida la hemos
estado viendo, su desaparición, que tal vez hasta hemos llegado a desear, no
deja de producirnos cierta tristeza. En este caso, lo primero que eché de
menos, al llegar a Ciudad Real fue la torre del Ayuntamiento; blanca con su
nido de cigüeñas, destacando en el azul del cielo. Más tarde me di cuenta de
que tampoco se oían las campanas de su reloj. Ya sé que volverán a sonar, tal
vez en el mismo sitio o en otro, es igual, de momento están en silencio y es
posible que cuando las escuchemos de nuevo nos parezca que ya no tienen el
mismo sonido de antes.
Tienen los relojes rasgos en cierto
aspecto, como humanos. Acompañan con el latir de su mecanismo, con sus
campanadas nos miden el tiempo, y jueces severos, parecen pedirnos muchas veces
cuenta de cómo le vamos empleando, cada hora, cada media, incluso, como en este
caso, cada cuarto.
Siempre resulta grata la sonería del
reloj del Ayuntamiento, pero escuchada en la silenciosa soledad de las altas
horas de la madrugada, aún más en invierno, tenía un especial encanto. Duerme
la ciudad entera, no obstante, el reloj vela y como fiel centinela siempre
alerta, desde la atalaya de su torre, con los ojos luminosos de sus cuatro
esferas otea la inmensa y medrosa llanura, que también duerme envuelta por las
sombras de la noche bajo las estrellas del cielo.
Ya no suenan sus campanas, pero no es
difícil percibirlas en el silencio del interior de nuestra mente, y su melodía,
tantas veces escuchada con indiferencia, nos trae ahora, el eco suave y la
visión confusa de escenas de nuestras vidas, que deformadas por la lejanía,
producen la agridulce sensación de la suave melancolía.
Recién llegado por primera vez a Ciudad
Real, una ligera indisposición me retuvo un día si salir a la calle, en el que
entonces se llamaba Hotel España. En la triste soledad de la habitación de una
fonda, en una ciudad en la que todavía no conocía a nadie, me acompaño el
agradable sonido de las campanadas de un reloj, que ni siquiera sabía con
certeza dónde se encontraba, y que, cada cuarto de hora rompían el silencio
monótono de aquel lugar. No pensaba aquella tarde caliginosa de un verano de
los años “cuarenta”, interminable con las dos horas de “adelanto”, que tales
campanadas comenzaban a jalonarme una nueva etapa de la vida que habría de
prolongarse durante más de veintiocho años, y que, por extraña coincidencia,
poco después de irme de la ciudad dejarían de sonar.
Como he indicado, durante muchos años
escuché el sonido de aquel reloj. Por la noche, por el día, a todas horas en
todos los sitios y al pasar cerca de él, el trepidar del aire después de cada
campanada parecía hacerme ver cómo las ondas se iban amortiguando poco a poco
hasta extinguirse. ¿Totalmente?, tal vez no, y por eso aún las podemos seguir
percibiendo.
¡Cuántas veces las esferas luminosas del
reloj parecían darme la bienvenida al llegar ya cerca de la una de la
madrugada, en aquel tren “correo-expreso” que salía de Madrid sobre las ocho de
la tarde! Esta llegada, tengo que reconocerlo con sinceridad, en los primeros
años de mi estancia en Ciudad Real me causaba cierta tristeza, pero eso sí,
nunca contrariedad. Tristeza que se fue esfumando para convertirse más tarde en
una inmensa alegría; y ahora, como de
tantas cosas, sólo me queda la melancolía del recuerdo. En mi interior sigo
escuchando las campanadas, sigo viendo la torre con el reloj de las cuatro
esferas luminosas en las noches de la inmensa y grandiosa llanura, pero ya,
nada más.
Carlos
López Bustos. Un Madrileño Recuerda La Mancha. Instituto de Estudios Manchegos.
Ciudad Real 1973.
No hay comentarios:
Publicar un comentario