Las manillas del reloj del Ayuntamiento
se han parado. Dejaron de marcar las horas a raíz del último pleno, un pleno
que ha sido de despedida al edificio, cuya
primera piedra pusiese el gobernador y
corregidor don Agustín Salido, en 1868,
y que se inauguró aproximadamente
al año de iniciarse las obras. Ha durado por tanto algo más de un siglo durante
el cual el cerebro de la ciudad, como el reloj que ahora se ha quedado quieto,
funcionó entre sus muros.
A todas las cosas que nos son familiares
llegamos a tomarles cariño, lo mismo da que sea un libro en el que estudiamos de
pequeños, un tren con el que jugamos, o
el bastón con puño de plata que sabemos fue de nuestro padre. Ni el libro,
el tren o el bastón, nos sirven ya para
nada, pero de vez en cuando los miramos en el cuarto trastero para cercionarnos
de que aquello está allí, que no ha desaparecido.
Ahora se nos va el viejo caserón edificio
de finales del pasado siglo, el que cerraba la plaza en la que jugamos, paseábamos
o esperábamos pacientes la salida de las
chicas de la Academia, o del instituto, o ya de mayores nos sirvió de terraza tomando
apaciblemente un café o una cerveza, siempre
con el vigía que nos daba la hora; con el soniquete que, aun fallando algunas veces,
guió nuestro tiempo.
Dentro del edificio que ha empezado a
derrumbarse, hoy frío en sus escayolas y estatuillas que simbolizan la Justicia,
la Prudencia, la Agricultura y la Industria, ocurrieron muchas cosas en ese
siglo de existencia, buenas, malas o regulares, como la historia misma del suceso
de la ciudad, y desde sus balcones se nos habló para decir no o para decir si, o
no se dijo nada; allí se nos llamó para incluimos en el censo municipal o tallarnos.
Han sido ciento y pico de años en que los ciudarrealeños estuvieron regidos
desde esa casa que ahora se derrumba.
Pero como dice el boticario de la Paloma
“hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad”, nuestro Ayuntamiento se hizo
viejo y achacoso antes de tiempo, dejó de ser funcional, le salieron goteras y
ya no le mantienen sus muros. La muerte le ha llegado y estamos empezando
asistir a su entierro, a su desmoronamiento. Aunque seguirá perviviendo quizás
con lo más importante de su estructura, el corazón, es decir, el reloj, que va
ser trasplantado a la nueva nave marinera que empujarán a los vientos de la
capital de la Mancha.
A nadie puede extrañar, y nos parece muy
bien la medida, que se haya acordado el trasplante del reloj. No es joven, pero
la electrónica será la mejor inyección para mantener
su maquinaria. Las generaciones venideras ¡podrán presumir de que el reloj –corazón
con minuteros – de nuestro Ayuntamiento ha durado mucho más que los trasplantes
que hacen los cirujanos en el cuerpo humano. Y además permaneció insobornable, neutral,
a los acontecimientos, aunque se adelante o se retrase en su marcha, siempre
perdonable en un reloj de edad.
Si la Corporación que presidió don Vicente
Serrano Roldán, pasará a la historia local
como la inaugural del edificio, la de don Eloy Sancho también pasará por
haberle tocado entonar su réquiem.
Pero repetimos, siempre quedará algo vivo
además de la “Carta fundacional”. Nos queda el reloj, algo que es historia,
pero que también, simboliza el paso de las horas, de los días, advirtiéndonos que
la vida sigue, aunque los hombres queden truncados, en la estacada, y que hay
que seguir adelante, mientras el cuerpo aguante, por un Ciudad Real mejor, es decir
por algo precisamente tan importante que dio al traste con un edificio por el que,
a partir de ahora, podremos sentir nostalgia, pero que va a ceder el sitio a su heredero, que nos llegará con nuevos
conceptos arquitectónicos pero para cumplir idéntica función.
D.
N. Ramírez Morales. Diario “Lanza”, Sección Postal de la Provincia, 1 de marzo
de 1972
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