Aquella mañana cruzaba la Plaza Mayor de
esta ciudad y me puse, de súbito, triste. Las campanas de su viejo reloj
entonaban un tránsito muy débil por su muerte pequeña y su circunstancia y por
esa otra, todavía sin violencia, de la torre de la Municipalidad que le ha
acompañado en toda su historia.
La hora para entender la muerte sin
violencia, no es la del mediodía. La muerte llega casi siempre amparada en las
sombras de la noche por miedo a que se descubran sus manejos con los hombres.
Anda como de tapadillo sin otorgar preferencias y recorre zigzagueante la
ciudad seccionando la vida de los amigos, de los enemigos, de los ricos, de los
pobres, de los enamorados, de los repudiados, etc., sin darle importancia al
nombre y a los títulos.
Nunca había oído la voz de tránsito de
un reloj. Es ello un enredo turbio de tonos y tiempos desiguales que conciertan
su campanería. Algo importante parecía queremos decir a los transeúntes que a
esa hora cruzábamos aprisa, absortos en
algún tema preocupamos, por aquella plaza, en la que el bronce del Rey Sabio
escucha atento la última hora del sentimiento y aguarda la sorpresa de su
remodelación. Las manillas de este viejo reloj explican con sus movimientos
vacilantes los estertores últimos de un ser ya anciano y vencido que no quiere
dejar que se le escape la vida. ¿Tendría algo que contar en su despedida? Su
última confesión podría liberarle de las penas del olvido, pero seguro que iba
a ser una confesión a medias, temiéndole al fallo de ese laberinto del
recuerdo, por esta iconoclasta manera de morir. So ojo avezado había conocido
la necesidad y la sospecha de las gentes; la opinión astuta y panteísta de los
aventajados; la extremada derecha de los conservadores pasivos; la izquierda
sin objetivo de los perezosos y divorciados; el amén del señor alcalde en las
sesiones concelebradas; la interpelación del concejal insatisfecho – no por ello
menos constructivo-; la merced a los políticos de la lista, la recepción masiva
de los altos dignatarios; el flirteo de los funcionarios municipales con la ley
que no acaba de nacer libre, etcétera. Y no digamos de los tiempos de antaño
que quedaron atrás como momias codificadas en legajos, actas y vieja prensa con
chistera y bombín.
Este viejo reloj sabía mucho por ello
han tenido que amortajarle antes de tiempo, para que se muera en silencio entre
tanto trasto inútil de lo consistorial sin consistorio. A este reloj le
reeligieron muchas veces, tantas como alcaldes hubo. Le sonaba el corazón,
conforme aceptaba los acontecimientos políticos o sociales y sentía a veces
rubor por su engallada posición para ver y observar lo que acontecía a la
diestra y siniestra de las posiciones de los políticos. Por eso, él podía callar
a quien se levantara desafiante. Conocía bien su papel de mediador y
pacificador y no se arredraba ante el peligro de cualquier decapitación injustificada
de la torre que le mantenía vivo y en pie.
Aquella mañana, con el tránsito, yo he
notado un signo menos en nuestra agencia ciudadana. Se paraba la historia de un
pequeño artilugio fabricado, que durante mucho tiempo había marcado el compás
en todas las elaboraciones humanas de esta ciudad sin demasiados compromisos.
Terminada su operación misional, tenía que aceptar esa muerte aparente, para
elaborar, en silencio, otro modo distinto de medir y contar el tiempo, porque a
estas modas del mundo nuevo, no cuenta demasiado la experiencia y todo se deja
a merced de la razón y de la sorpresa. ¡Qué le vamos a hacer!
José
González Lara. Diario “Lanza”, martes 14 de marzo de 1972
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