Panteón
de la familia Barrenengoa en el cementerio de Ciudad Real
Pocos temas arquitectónicos pueden
suscitar tantas analogías edificadas y simbólicas como la arquitectura
funeraria pero también pocos temas arquitectónicos han experimentado tan hondo
declive como el citado. Quizá las palabras de Oriol Bohigas aclaren lo expuesto:
“El tema funerario ha dejado de
pertenecer ya a la arquitectura viva. La revolución que presento el
racionalismo plantea una ineludible jerarquía de temas la nueva civilización
industrial borra los antiguos criterios monumentales. El Cementerio es ya un
problema de orden más práctico y teóricamente merece un enfoque funcional. Para
otra parte, la muerte y la inmortalidad ya no son motores de la
representatividad. La duda reside en si el paralelismo persiste. Si la ausencia
del monumento –precisamente del monumento con todas sus antiguas cargas
conceptuales- no habrá suburbializado igualmente a la ciudad y al cementerio”
(1).
Si la muerte ha dejado de ser un
problema simbólico –mítico para convertirse en una ingerencia sanitaria, hay
que entender el desplazamiento experimentado en la representación formal de los
cementerios. Lejos ya de la forma construida que evoca el recuerdo y trata de
permanecer en el tiempo como emblema de una memoria familiar herida y doliente,
hoy caminamos por la senda americana del “homes Funerary”, donde la abstracción
indolora cabalga al aire del negocio próspero y de la asepsia social de las
emociones personales (2).
Panteón
de la familia García-Ibarrola del cementerio capitalino
Si las metáforas posibles fueron la
pérdida y el reencuentro, la ciudad y el jardín, hoy el horno crematorio nos
habla de otra elocuencia productiva presidida por la maquina y por la ausencia
de símbolos y pasiones. Lejos de las representaciones funerarias arquetípicas como
las egipcias, hay que reconocer que las
construcciones fúnebres han sido siempre un ámbito específico de la
arquitectura. Quizá por las razones apuntadas por Teyssot “En el principio la
arquitectura se erigía para dar hospitalidad a los dioses y a los muertos” (3) Y quizá también porque la reflexión
arquitectónica es más elocuente en las intersecciones, y que mejor intersección
especial y temporal que el cementerio intersección entre tiempos que acotan la
vida y la muerte, intersección de un espacio urbano “señalado” como frontera de
la vida.
Si la Orden de Carlos III de 1775
posibilitó la desaparición de los cementerios parroquiales y conventuales, el
impulso en la construcción de estos espacios va a producirse en la 2ª mitad del
siglo XIX. Impulso motivado por razones higiénicas, pero que no va a estar
exento de una reflexión especial y arquitectónica singular. Desde los trabajos
pioneros de José Ramón Berenguer y Pedro Real y Real, ejecutados entre 1866 y
1869 (Ciudad Real 1866, Valdepeñas 1867 y Alcázar 1869) a los últimos diseños
de Telmo Sánchez, hay todo un trayecto donde las soluciones producidas
proporcionan claves interesantes que posibilitan el entendimiento de las
funciones sociales y simbólicas de la arquitectura fúnebre, salas de autopsias,
capillas, cercas, galerías de nichos y panteones, arrojan una elocuente visión
de la forma construida y de sus posibilidades figurativas en el paisaje
espacial de la muerte. La memoria que en 1869 redacta Pedro Real y Real para el
cementerio de Alcázar es una buena muestra de la preocupación figurativa
citada: “El género de arquitectura que se ha empleado es el grecorromano en
consonancia a la severidad y rigidez requeridas” (4).
Otro
panteón del cementerio de Ciudad Real, que utiliza el ladrillo para su
construcción
Junto a ello las razones de ubicación y
vientos dominantes configuran un perfecto espacio de 100x100 metros capaz para
2.000 sepulcros. La proximidad de las motivaciones arquitectónicas y urbanísticas
en la resolución del tema son evidentes. Evidencia que va prolongarse en casi
todos los trabajos próximos ejecutados durante 60 años. Los cementerios de
Fuencaliente (Vicente Hernández, 1876), Moral (Sebastián Rebollar, 1886),
Tomelloso (Telmo Sánchez, 1911) o Corral (Telmo Sánchez, 1918), contienen en
mayor o menor medida la reflexión del cementerio como forma mimética de la
ciudad. Forma mimética que se prolonga en panteones y galerías, erigidos con
afán de conmemorar la pérdida y simbolizar los límites de la vida. Limites
construidos con formas paganas o sacras donde la simbología es un autentico
catálogo de pasiones sensibles y arquitectónicas y donde las galerías componen
una memoria tatuada de signos temporales.
Los trabajos de Rebollar en Ciudad Real
(panteones de Barrenengoa, Del Campo y Peñuela) se producen como pequeños
templos, similares a edificaciones burguesas que cualifican tanto al cementerio/ciudad
como la memoria del propietario. Los proyectos de Telmo Sánchez tienen más
propósitos escultóricos como puede apreciarse en los trabajos de Valdepeñas
(panteón Rojo de la Torre, 1908) y en Tomelloso (panteón Ibarrola, 1915).
Motivación escultórica e iconográfica que plantea ya la crisis del espacio
cementerio /ciudad. Crisis que prolonga ya de forma abierta como consecuencia
del deterioro simbólico que va a operarse en la sociedad y en la ciudad
reciente. Deterioro simbólico que nos habla del desplazamiento de la vida y del
olvido de la muerte. El Koimmeterion ya no es, por tanto, el lugar donde se
duerme, de la misma forma que la ciudad ya no es el lugar donde se habita. Los
esfuerzos recientes de Aldo Rossi en su proyecto de cementerio de Módena por
introducir la imagen del cementerio como una casa súbitamente abandonada, nos
proporcionan una antiimagen de la ciudad como espacio donde la vida agoniza.
Revista
“Mancha” 1985
(1) Oriol Bohigas. “Los cementerios como catalogo de
arquitectura”. CAU, nº 17. Barcelona 1973.
(2) Jean Baudrillard “El intercambio simbólico y la
muerte”. Monte Ávila. Barcelona 1980.
(3)
George Teyssot “Frammenti per un discorso fúnebre”. Lotus
International II/1983. Milán.
(4) “Memoria del proyecto…” Archivo Diputación
Provincial. Sección Arquitectura.
Panteón
de la familia “Del Campo” en el cementerio de nuestra ciudad
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