La historia de las ciudades y villas del
realengo castellano en la baja Edad Media estuvo muy condicionada por una
cuestión cortesana de primer orden: las asignaciones patrimoniales de los
miembros de la familia real. Los monarcas reinantes solían entregar a sus
parientes el señorío y las rentas urbanas del patrimonio real para asegurarles
un sostenimiento digno en el mundo cortesano, tratando de conservar al mismo
tiempo las proporciones debidas entre todos ellos. Cuando el número de
parientes crecía en exceso, como sucedió tras el ascenso de los Trastámara,
eran frecuentes los cambios, las permutas o las compensaciones, porque era
preciso hacer sitio a los recién llegados y ofrecer contrapartidas a los que
sentían perjudicados. No era fácil contentar a todo el mundo porque el sentimiento
de agravio comparativo afloraba a veces con demasiada facilidad. Tampoco se
solían sentir demasiado satisfechos los concejos que se veían afectados por
este continuo movimiento de titulares: la experiencia se encargaba de demostrar
que los nuevos señores utilizaban las rentas en beneficio propio, se
desentendían con facilidad de los asuntos locales o, lo que es peor,
aprovechaban su preeminencia para colocar en los puestos del gobierno local a
sus propios servidores en detrimento de las autoridades anteriores. La
capacidad de influencia o de resistencia de los concejos ante este problema fue
generalmente bastante limitada y sus propuestas –canalizadas a través de las
Cortes, las Hermandades o las peticiones particulares- rara vez conseguían
alterar las decisiones regias.
Desde 1369, como decíamos, se incrementó
más de la cuenta la cantidad y calidad de los parientes reales, de modo que
muchos concejos acabaron por salir fuera del realengo para incorporarse al
conjunto de bienes y propiedades que estos grandes personajes transmitían por
vía hereditaria a sus descendientes. No siempre sucedían las cosas de este
modo, sobre todo si el interesado moría sin herederos o si su señorío estaba
limitado por las condiciones que imponía la propia adjudicación. En este último
caso entraban las reinas, ya fuesen consortes o viudas, pues su papel se
limitaba a percibir los ingresos de las villas hasta el momento de su muerte, a
partir de su desaparición la corona volvía otra vez a disponer de los bienes
vacantes. Ciudad Real entró dentro de este último grupo y por eso no perdió su
condición de ciudad realenga a lo largo de los primeros reinados de la
dinastía. Los escasos documentos que se han conservado de su pasado medieval
demuestran que el señorío de la ciudad pasó por varias manos desde su fundación
hasta la época de los Reyes Católicos. Una de esas etapas, a caballo entre los
siglos XIV y XV, estuvo protagonizada por la reina Beatriz de Portugal, segunda
mujer de Juan I, que poseyó la ciudad durante una parte del reinado de Enrique
III y la minoría de Juan II. El objeto de esta breve comunicación es ofrecer la
escasa información disponible de este período, que empieza con la concesión a
doña Beatriz, en tiempos de Juan I, para después por una etapa intermedia de
señorío foráneo –bajo León V de Armenia- retorna de nuevo a las manos de la
reina en 1396 y, finalmente, culmina con la reversión a la corona en 1420, nada
más concluir la minoridad de Juan II. Es un período de casi medio siglo de
historia local en el que, pese a la falta de datos, pueden entreverse algunos
rasgos interesantes de la historia de la urbe fundada por Alfonso X. Si a este
aspecto, algo desconocido, añadimos el problema de la rivalidad con la Orden de
Calatrava, mucho más estudiado, tendremos al final un panorama un poco más
claro de la trayectoria de Ciudad Real en su época bajomedieval.
Los antecedentes
directos de la asignación de la urbe manchega a la reina doña Beatriz se
remontan al año 1383, cuando la joven heredera del trono de Portugal contrajo
matrimonio con Juan I de Castilla en la catedral de Badajoz, a mediados de mayo.
Los detalles menudos del contrato matrimonial ya se habían pactado unos meses
antes, a
La
reina Beatriz de Portugal que fue señora de Ciudad Real y residió en nuestra
ciudad
fines de 1382, durante las
conversaciones de Pinto, en las que intervino Juan Fernández de Andeiro (conde
de Ourém) como representante de la corte portuguesa. Las dos familias reales
acordaron que la asignación de bienes castellanos a la reina tendría la máxima
categoría posible en atención al rango de la dama, a semejanza de lo que había
sucedido en su momento con la reina Juana Manuel, mujer de Enrique II. De este
modo Juan I reservó un lote muy considerable de villas y ciudades entre las que
no figuraba inicialmente Ciudad Real, aunque unos meses después, nada más
celebrarse la boda, acabaría siendo asignada a su patrimonio. Las localidades
reservadas en principio a doña Beatriz eran las siguientes: San Esteban de
Gormaz, Medina del Campo, Olmedo, Madrigal, Cuéllar, Peñafiel, Tordesillas,
Salamanca y Valladolid; más adelante se irán añadiendo otras más en distintos
momentos, como Ciudad Real, Toro, Arjona y Écija. A las rentas de estas
ciudades y villas se añadió una suma de 300.000 maravedíes para el
mantenimiento de su casa con cargo a la hacienda real. Pero la primera etapa
del señorío de doña Beatriz sobre Ciudad Real sólo duro unos pocos meses, de
mayo a octubre de 1383, porque en el transcurso de las Cortes de Segovia de
aquel otoño el rey decidió conceder las rentas de la ciudad manchega a León V
de Armenia. Conocemos una breve reseña de la carta del correspondiente privilegio
real a través de un inventario del archivo municipal de Ciudad Real que recogió
en su momento Bernabeu y Novalbos.
La azarosa biografía de León V de
Lusignan (o VI, según otros cómputos), rey de Armenia o Cilicia, puede seguirse
gracias al franciscano Jean Dardel, autor de una Crónica de Armenia, en la que
se narran sus peripecias en Oriente, y también a los cronistas castellanos de
la época, sobre todo Pedro López de Ayala, que recoge las andanzas de este
personaje en la corte castellana. El nuevo señor de Ciudad Real tuvo una
biografía llena de aventuras y padecimientos antes de llegar a Castilla.
Sabemos que subió al trono en 1373 a la muerte de Constantino VI pero que cayó
en poder del emir de Alepo; a continuación fue deportado a Jerusalén y desde
allí fue enviado a El Cairo en compañía de su familia en 1375, donde habría de
permanecer seis años. Dardel se convirtió en su consejero y actuó en
colaboración con otro franciscano, Antonio de Monopoli, para procurar su
liberación. Dardel permaneció en El Cairo hasta 1379 escribiendo las cartas que
el rey le ordenó enviar a distintos monarcas europeos buscando la ayuda
necesaria; finalmente se entrevistó con Pedro IV de Aragón, aunque la ayuda
decisiva llegó de Juan I de Castilla a través de Gian Alfonso di Loric, que se
encargó de negociar los pormenores de la liberación. León de Lusignan pudo
llegar por fin a Venecia en diciembre de 1382; después estuvo en Francia, donde
se entrevistó con Clemente VII, y más tarde viajó hacia la corte de su
libertador, que le agasajó con todo tipo de honores. De este modo tuvo la
oportunidad de asistir en persona a la solemne boda del rey con doña Beatriz en
la catedral de Badajoz, donde participó como testigo de la ceremonia. Por esas
mismas fechas recibió el señorío de Andújar, Madrid y Ciudad Real; también
viajó a Compostela antes de visitar la corte inglesa de Ricardo II, y
finalmente se instaló en Francia. No hace falta decir que la presencia de este
rey exiliado en Ciudad Real fue totalmente fugaz; en este punto se limitó a
hacer lo mismo que otros coetáneos: cobrar las rentas.
La merced concedida al rey de Armenia
dejó a doña Beatriz sin contrapartida durante unos meses hasta que, en el
verano de 1384, Juan I decidió compensar a su mujer con las rentas de la villa
de Béjar. En efecto, sabemos que en agosto de ese mismo año, durante el cerco
castellano a Lisboa, el rey ordenó la entrega efectiva de Andújar, Madrid y
Ciudad Real a León de Armenia, como ya estaba decidido, al tiempo que entregaba
la villa de Béjar a Beatriz, a la que se compensaba de este modo no sólo por la
pérdida de las rentas de Ciudad Real, sino también por las de Tordesillas, una
villa que había sido reincorporada al realengo por razones que no conocemos
bien. La reina Beatriz y León V tuvieron de verse de nuevo al menos en una
ocasión, cuando el rey armenio asistió en compañía de su hijo a las solmenes
pompas fúnebres y entierro del soberano en la capilla de los Reyes Nuevos de la
catedral de Toledo en febrero de 1391, donde concurrieron numerosos caballeros
del séquito real; después regresó a París, donde acabará falleciendo en 1393.
El
rey Juan I de Castilla (1379-1390) invadió Portugal para imponerse como rey de Portugal
por derecho de su esposa Beatriz, en la guerra civil que siguió a la muerte de
Fernando I de Portugal
Beatriz retuvo en su poder la villa de
Béjar durante doce años coincidiendo más o menos con el señorío de León V de
Luignan en Ciudad Real. Pero en 1396 Enrique III promovió un trueque con su
madrastra: la reina obtuvo la merindad de Valladolid y también el señorío de Ciudad Real, aunque
con el compromiso de restituir esta última al patrimonio real. A partir de este
instante comienza el verdadero señorío de la soberana sobre la villa, que se
prolongará –por lo que parecen indicar las escasas fuentes- hasta el año 1420.
Es posible, aunque no seguro, que la elección de Ciudad Real tuviese algo que
ver con la presencia de don Pedro Tenorio en la sede toledana. El arzobispo
conocía como pocos la situación interna portuguesa tras haber ocupado durante
unos años –de 1371 a 1377-la sede de Coimbra y por haberse encargado de la
defensa de los clementistas portugueses, muchos de los cuales, por cierto,
acabaron a la vuelta de los años ocupando beneficios en la archidiócesis
toledana gracias a la generosidad de la curia de Benedicto XIII.
Durante el reinado de Enrique III la
reina aún conservó algunas esperanzas de recuperar el trono portugués que le
había arrebatado Juan I de Avís, el vencedor de Aljubarrota, aunque el paso de
los años se iría encargando de atenuar ese deseo hasta reducirlo a cenizas.
Desde la muerte del rey doliente, en el año 1406, doña Beatriz se fue alejando
paulatinamente de los ambientes cortesanos hasta quedar completamente aislada y
olvidada. No hay duda de que la “bicefalia” de la regencia de Juan II, tan
marcada por la rivalidad de Catalina de Láncaster y Fernando de Antequera,
influyó en este ostracismo. Algunos consejeros del entrono de la reina se
ocuparon de algunos asuntos urbanos por aquellas fechas. El canciller mayor de
Beatriz, Vicente Arias de Balboa, que en 1397 era oidor de la real Audiencia,
fue designado ese mismo año por Enrique III para actuar en compañía del obispo
de Zamora, Juan González de Illescas, en un pleito que enfrentaba a la villa de
Ciudad Real (del señorío de Beatriz) con el maestre de Calatrava. Parece ser,
por otra parte, que desde 1405 la reina viuda escogió Ciudad Real para residir
de una forma estable; tenemos constancia de que en este año confirma las
ordenanzas locales del vino. Es probable que la elección de la reina tuviese
algo que ver con la especial relación de afecto que siempre mantuvo con don
Fernando, al que le correspondió la provincia meridional de Castilla durante la
larga regencia del rey. Alvar García de Santamaría nos dice que la reina amávalo tanto que era maravilla, como si
fuese su propio hijo y añade que don Fernando quiso pasar la Navidad de 1407 en
Ciudad Real, donde probablemente residía la reina exiliada. Sabemos que dos
años más tarde, en 1409, Beatriz recibe en esta ciudad la propuesta matrimonial
del duque de Austria mediante un emisario. El dato aparece recogido por el
cronista Alvar García de Santa María, que nos ha dejado un relato bastante
pormenorizado de las cartas que se cruzaron entre la corte y la reina con
ocasión de esta propuesta tan peculiar. La oferta matrimonial fue rechazada con
vehemencia por doña Beatriz, quizá para no perder las últimas villas que aún le
quedaban de su patrimonio castellano. Tenemos constancia de que la reina viuda
sigue residiendo en Ciudad Real en 1410, cuando intercede ante Fernando de
Antequera a favor de un viejo servidor de su causa, García Hernández de
Villagarcía, en el debate que éste sostenía contra el infante Enrique por la
provisión del maestrazgo de Santiago. A partir de ese momento el silencio de
las fuentes es total.
¿Hasta qué momento residió la reina en
Ciudad Real? En realidad no lo sabemos, pero algunos indicios indirectos
apuntan al traslado definitivo de su residencia –y la de sus acompañantes- a la
ciudad de Toro, tal vez con ocasión de las treguas luso-castellanas de 1411. En
esta última ciudad, a orillas del Duero, se perciben algunas pistas que nos
hablan de su presencia silenciosa en los últimos años de exilio. Pero el rastro
se pierde por completo hasta que, en 1420, Juan II proclama que Ciudad Real
pertenece al patrimonio real: es muy probable que una declaración de este tono
sea una señal de la reciente muerte de la soberana. Tres años más tarde, en
septiembre de 1423, Juan II hará donación a don Álvaro de Luna de la renta del
almojarifazgo que antes había sido de Beatriz.
A tenor de los datos anteriores, tan
escasos y parcos en información, caben muy pocas especulaciones sobre las
consecuencias de la presencia de la reina y de los suyos en Ciudad Real. Sabemos,
por ejemplo, que la ciudad de Toro acabó siendo el principal asentamiento de
muchos refugiados portugueses –nobles y eclesiásticos- que siguieron a doña
Beatriz en el exilio. Los monumentos
toresanos están llenos de huellas que hablan por sí solas de esa huella
lusitana tan marcada: ¿no pudo suceder algo parecido en la ciudad manchega?
Lamentablemente no hay suficiente base documental, ni siquiera como para
establecer una mínima base de partida. A mediados de siglo Ciudad Real volverá
a pertenecer al patrimonio de una reina portuguesa, en este caso consorte, doña
Juana de Portugal, que contraerá matrimonio con Enrique IV en1455, muy poco
después del comienzo del reinado. La investigación futura tendrá que desvelar,
si las fuentes lo permiten, cuál pudo ser el grado de “lusitanización” de la
sociedad local en aquel lejano siglo XV en que Ciudad Real pasó a formar parte
de dos reinas portuguesas marcadas por el infortunio personal.
César
Olivera Serrano (El Mundo Urbano en la Castilla del Siglo XIII)
Sepulcro
de la reina Beatriz de Portugal en el monasterio del Sancti Spiritus de Toro
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