Carroza
funeraria de Ciudad Real. Revista Vida Manchega 10 de agosto de 1917
La preocupación por buscar un lugar propio para los muertos se
remonta a la prehistoria. Ya dentro de nuestra civilización greco-romana,
encontramos que los griegos los enterraban al comienzo en sus templos, hasta
que Solón, para evitar los malos olores o los peligros de incendio que podían
derivarse de las incineraciones, ordenó que se hiciera extramuros. Los romanos
continuaron con esta práctica con sus necrópolis fuera de las ciudades; aunque,
durante un tiempo, emperadores, vírgenes vestales y algunos caballeros romanos
fueron autorizados a reposar en sitios especiales dentro de la ciudad.
Los cristianos, superada la fase de las
persecuciones que les obligaron a los entierros en tumbas subterráneas, las catacumbas, o en los
campos de sus heredades, pasaron a hacerlo dentro de las ciudades, en espacios
a los que llamaron cementerios, palabra que deriva del griego Koimeterior, que
significa “dormitorio”, ya que consideraban que los fieles dormían esperando el
día del Juicio Final.
Pero el abandono en que se fueron
encontrando estos lugares generalizó la tendencia a enterrar dentro de los
templos o junto a ellos. Algunos ataúdes eran de madera; otros, estaban
cubiertos solamente por una ligera capa de tierra. La humedad y la falta de
ventilación de no pocas iglesias originaban fuertes olores fétidos y graves
problemas de salubridad, al facilitar la propagación de enfermedades. Esto dio
pie a denuncias, algunas póstumas, como la de un médico fallecido en París en
1618, que así manifestaba en su losa sepulcral su defensa de los cementerios
fuera de las ciudades: “Simón Pietre,
varón piadoso y probo, quiso ser enterrado aquí al descubierto para que su
muerte no perjudicase a nadie el que en vida había sido útil a todo el mundo”.
Esta preocupación alcanzó su punto más
álgido con la Ilustración. Un ejemplo lo tenemos en las exhortaciones de la
emperatriz María Teresa llamando a estudios serios para instalar cementerios
fuera de la ciudad de Viena. Preocupación hondamente compartida por Carlos III
de España, quien ordenó la construcción
de cementerios extramuros, por la Real Cédula del 3 de abril de 1787. Pero
fueron muchas y variadas las resistencias: desde las de gran parte de la
población, que prefería el entierro tradicional en recinto sagrado, hasta los
problemas económicos de muchos ayuntamientos para edificarlos o el afán del
clero por no perder el control total sobre este campo social. Control que, de
hecho, mantuvo, ya que la jurisdicción eclesiástica continuaba sobre los
cementerios construidos con fondos civiles.
Entierro
de un acaudalado personaje ciudadrealeño en 1918, recogido en la revista “Vida
Manchega”. Como se puede ver por la fotografía, era el traslado procesional del
cadáver con acompañamiento del clero parroquial, Cruz alzada y un estandarte de
alguna congregación religiosa a la que pertenecía el finado.
Aunque el primer cementerio civil parece
haber sido el de Cartagena, allá por 1774, destinado a los esclavos moros que
trabajaban en las obras del Arsenal, la generalización de los cementerios
civiles fue tan lenta que, más de un siglo después de la promulgación de la
Real Cédula de Carlos III, José
Bonaparte tuvo que ordenar la construcción de los dos primeros cementerios generales fuera de la ciudad de
Madrid. En Ciudad Real se construyó en 1834.
Poco a poco, los viejos cementerios
eclesiásticos de las iglesias urbanas se fueron transformando en plazas. En Ciudad
Real, los jardines de la puerta del Sol de la Parroquia de San Pedro, son el
antiguo cementerio parroquial. En la Parroquia de Santiago se encontraba donde
actualmente se ubican las dependencias parroquiales y en la Catedral en la
calle Azucena.
En cuanto al tema de los rituales
funerarios, ya en la Hispania romana era costumbre acompañar al
difunto con un séquito, que era de pompa diferente según la condición social,
hasta la necrópolis, y una vez había concluido un velatorio que podía llegar
hasta los siete días por el temor a las muertes aparentes. En la Alta Edad
Media la última despedida era protagonizada fundamentalmente por las
familias, quedando para la Iglesia sólo la absolución cristiana póstuma. Pero,
posteriormente, la Iglesia alcanzó una fuerte representación eclesiástica, con
la presencia de capellanes y comunidades mendicantes, hasta alcanzar un
monopolio total sobre el ritual fúnebre.
Las diferencias sociales durante la vida
se trasladaban inexorablemente al momento de la muerte. Veamos esta colorida
descripción de los entierros durante el siglo XIX y comienzos del XX:
Coche
fúnebre en el Ciudad Real de los años inicios de los años sesenta del pasado
siglo XX, junto a la Parroquia de San Pedro. Corresponde al entierro del
sacerdote jesuita D. Ángel Ayala Alarcó
“Había tres tipos de entierros:
Entierro
de Primera. La parroquia llevaba su cruz alzada por el
sacristán y dos monaguillos, con ciriales a cada lado de la cruz procesional y
los sochantres (que eran los sacristanes que cantaban). Los sacerdotes
con sotana y sobrepelliz, un sacristán con incensario, dos monaguillos
con la naveta de incienso y el acetre con el hisopo. Junto a la carroza fúnebre
se situaba el terno, que eran tres sacerdotes vestidos con dalmática, estola y
pluvial negro que solía ser de terciopelo. La carroza fúnebre iba tirada, según
la posición económica de los familiares, por seis caballos enjaezados de negro.
Entierro
de Segunda.
El entierro de segunda clase llevaba tres sacerdotes vestidos de dalmática, más
simple que el entierro de primera, cuatro monaguillos, el sacristán con la cruz
y el sochantre con el acetre y el hisopo. No llevaban incienso. La carroza
fúnebre iba tirada con 2 ó 4 caballos.
Entierro
de Tercera.
En el entierro de tercera clase iba el sacerdote con capa negra, el sacristán
con la cruz, el monaguillo con la naveta del incienso y el acetre con el hisopo, y la carroza fúnebre iba tirada con un
solo caballo.-
El
entierro del "Amor de Dios" era para los pobres de solemnidad, llevaba
un solo sacerdote y una cruz sin monaguillo. El difunto era llevado solo un
furgón. Para la conducción del cadáver nunca había diácono o subdiácono con
dalmática y tunicela.
En todos los entierros, salvo en el del
Amor de Dios, iban los sacerdotes en silencio a la casa del difunto y
precedidos de la cruz y ciriales. El párroco asperjaba el féretro con agua
bendita, con el hisopo, y decía sin canto, "si iniquitates". Después
era conducido a la Iglesia en la carroza fúnebre con los caballos que le
correspondían según la categoría contratada.
En el pescante de la carroza fúnebre se sentaba el carrocero
vestido con frac y sombrero de copa, el caballo o caballos, según la categoría
del entierro, iban enjaezados de negro, y las coronas eran de tela; una vez
enterrado el difunto las carrozas se volvían con las coronas para ser
utilizadas en otros entierros.
Estas costumbres se vinieron practicando
en Ciudad Real hasta mediados del pasado
siglo XX. A partir de esta fecha comenzaron a verse los primeros coches de motor
funerarios.
El 1 de enero de 1973, entró en vigor en
nuestra Diócesis el nuevo ritual de exequias aprobado por el Obispo-Prior, D.
Juan Hervás Benet, en el que se establecía que en nuestra ciudad por motivo del
tráfico se suprimía “el levantamiento del
cadáver y su traslado procesional desde la caso mortuoria a la iglesia”, desarrollándose el inicio
del rito de exequias en la iglesia, tal y como actualmente se celebra en todos
los entierros católicos de la capital.
Coches
fúnebres de los años setenta del siglo XX en nuestra ciudad
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