Se puede afirmar que una de las creaciones más significativas de la Religiosidad Popular o del Catolicismo Popular es la constelación de Cofradías y Hermandades surgidas a su sombra y bajo su impulso.
A través de ellas ha conducido a grupos muy numerosos de personas (¿multitud de gentes?) hacia la vivencia de lo religioso y de lo cristiano.
Se ha dicho que uno de los valores de las Cofradías y Hermandades es su sentido laical.
Otras veces se ha interpretado tal sentido como contravalor; a saber, como un alejamiento de la realidad eclesial e incluso como una oposición a ella.
No es momento de enzarzarse en polémicas ni de hacer apologéticas o diatribas.
La cuestión es que la vida de nuestras Cofradías sea una pedagogía del verdadero sentido de iglesia; que la pertenencia a una Cofradía o a una Hermandad sea un camino para descubrir así como para profundizar cada vez más hondamente lo que es la vida eclesial.
Ahora bien, no podemos olvidar que la noción de Iglesia, la eclesialidad, también la laicidad, están evolucionando rápidamente estos últimos años. A partir del Vaticano II la eclesiología ha experimentado un viraje fuerte que aún no ha dado todos sus frutos.
Cada vez es más claro que la iglesia no es una institución compuesta de dos cuerpos: los sacerdotes y los laicos. Todos somos sacerdotes y laicos en la iglesia porque todos hemos recibido el sacerdocio de Cristo en el Bautismo (1P. 2,9; Hechos 26, 18; Apoc. 1, 6; 5, 10;20;6). Y todos debemos ocuparnos de las cosas del mundo así como de las de la iglesia.
Por eso ha entrado en crisis el término laico o seglar como designación de un sector de los cristianos. También está en crisis lo de llamar sacerdotes a los ministros ordenados. Son muchos los que hablan de presbíteros no ya de sacerdotes pues sacerdotes somos todos en el sentido dicho.
Esto culmina en la afirmación del Vaticano II: dentro de la iglesia todos somos iguales en dignidad e importancia (L.G. 32). Todos hemos recibido el Espíritu Santo. Somos distintos sí en tareas, servicios, ministerios y carismas que no en valor, responsabilidad.
Por tanto todos debemos intervenir en la vida de la iglesia, en la manera de orientarle y en las decisiones que marquen su rumbo hacia dentro y hacia fuera de sus estructuras.
Los fieles ya no tienen sólo el carisma de la obediencia sino los carismas del Espíritu que les capacitan para ejercer un rol activo no sólo respecto de su testimonio en el mundo sino también dentro de la comunidad eclesial. Y sin los cuales quienes son responsables del ministerio ordenado, los presbíteros, no lo pueden ejercer.
Todos los bautizados participan por igual de la misión real, profética, y sacerdotal de Jesucristo (L.C. 9-13; S.C.14).
Por consiguiente el llamado seglar no es el que dice “amén” a todo lo que dice el “cura”. He aquí uno de los fallos más graves de la iglesia. Es el que ha recibido un nombre de gran difusión: el clericalismo.
Para no perdernos en teorías podemos preguntarnos: la iglesia a que queremos incorporar a los cofrades ¿qué imagen presenta?. ¿Es una iglesia clerical?. Entonces es probable que muchos la rechacen.
Ciertamente muchos de los miembros de las Hermandades y Cofradías poseen un sentido de lo laical bastante antieclesiástico. Pero ¿no tenemos buena parte de culpa los eclesiásticos al estar fomentando una iglesia clerical?
Para desarrollar una pedagogía de acercamiento a la iglesia creo necesario este primer paso de desclericalizar nuestra pastoral. Es algo a lo que son muy sensibles nuestros cofrades que participan en las procesiones y quizá se quedan ahí sin incorporarse realmente a la vida eclesial.
No debemos dedicarnos a criticarles a ellos sino a tratar de desarrollar una autocrítica sobre la imagen de iglesia que estamos proyectando en este final de siglo. Es preciso que la iglesia se desclericalice realmente para que pueda atraer a su seno al joven. La nueva juventud posee un profundo sentido de la igualdad y de la propia dignidad sin que necesariamente caiga en un orgullo individualista. Es sencillamente la conciencia de la dignidad de ser persona hecha a imagen y semejanza de Dios. ¿Qué buscan las generaciones jóvenes, chicas y chicos, cuando piden ingresar en nuestras Cofradías?
Pienso que hay cuatro motivaciones positivas desde las cuales dan este paso.
En primer lugar, se puede percibir el deseo de asumir unas raíces constitutivas de identidad. Es la conexión con unas tradiciones, bien familiares, bien locales-regionales que hacen suyas. De ese modo alcanza un equilibrio en ese vértigo que acaba produciendo la “aldea global”, el internacionalismo que se ve lanzada cada vez más la juventud.
En segundo lugar, tenemos el motivo de expresar un cierto sentido de lo sagrado, del ministerio de la existencia percibido a través de la propia juventud, la naturaleza, la primavera, la amistad, el amor naciente, la corporalidad-sexualidad. Esto se concreta muchas veces en la vivencia de una procesión en el silencio de la noche, de la madrugada. Sería el sentido de lo religioso. Por eso hablamos de religiosidad popular.
En tercer lugar, se constata un gozo de la estética, la belleza de ciertas expresiones artístico-religiosas: la imagen, el “paso”, el entorno urbano, la música.
Y cuarto lugar, “last not least”, debemos mencionar la influencia del grupo de amigos y amigas, el compañerismo, ese carácter algo “tribal” de las relaciones juveniles a lo largo de cierta edad.
Llegados a este punto podemos preguntarnos: ¿pero no hay ningún motivo cristiano, específicamente cristiano? Sí y no. Depende de casos y casos.
Es evidente que muchos miembros jóvenes de las Cofradías se integran en ellas porque han recibido de sus padres, del colegio, etc. Una devoción profunda a Cristo, a la Virgen… Entre ellos la fe en la persona de Jesús es algo vivo y real así como la confianza en María, su Madre. Aquí se debe hablar no ya de religiosidad popular sino catolicismo popular.
Pero en la España de principios de siglo son muchos los que proceden de familias o ambientes agnósticos. Y así son ellos.
Ahora bien, no se les debe rechazar. Porque aunque les falte el sentido de específicamente cristiano, su gesto de pedir entrar en la Cofradía no es vacío o falso. Tiene un contenido positivo que proviene de algunos de los cuatro motivos enumerados.
El problema es este: ¿Cómo desde esa situación concreta que hemos descrito la Cofradía ayuda a unos y a otros, mediante una pedagogía adecuada, o bien a avanzar en su fe o bien a descubrirla y a aceptarla?
No podemos presentar aquí un programa de tal acción pedagógica. Sólo señalaremos algunas pistas básicas.
Primeramente es preciso desarrollar lo antes insinuado: presentar un testimonio de iglesia evangélica, desclericalizada.
Una parroquia o una comunidad eclesial clerical es aquella en la que el llamado clero actúa como un poder y no como un servicio; un poder muy especial que impide a la comunidad cristiana ser adulta en el sentido de la “Lumen Gentium”, nr32, a saber; como comunidad de iguales, como fraternidad. 21. Los clérigos, tal como los entiende la actual denuncia profética, son los ministros ordenados –presbíteros u obispos- que se consideran “superiores” en los múltiples sentidos del término y como tal aparecen, actúan, deciden…
Niegan con su conducta y su “modus agendi” –apoyado muchas veces por normas jurídicas- las palabras de Jesús tan claras y terminantes: “Vosotros no os dejéis llamar maestros… no llaméis a nadie padre… Todos vosotros sois hermanos… El mayor de vosotros será el que sirve a los demás” (Mt. 23, 9-11).
El dividir a la iglesia en dos cuerpos, uno superior –el de los clérigos- y otro inferior –el de los llamados simples fieles o pueblo llano- es introducir en ella la división y la esquizofrenia. La dualidad clérigos-laicos o sacerdotes- seglares va siendo sustituida cada vez más por el binomio comunidad-ministerios. Tal es la opinión del gran eclesiólogo Congar. Entre los ministerios o ministros deben distinguirse los ordenados y lo no ordenados.
Por lo demás es claro que todos los miembros de la comunidad cristiana, también los presbíteros y los obispos, son seglares y laicos en el sentido etimológico-teológico de ambos términos en cuanto todos viven en medio del “saeculun” con una presencia de testimonio evangelizador y todos son miembros del “laos” o pueblo de Dios.
La laicidad y la eclesialidad son dos rasgos de todo cristiano. Pero aparecerá más claro por lo que vamos a exponer a continuación.
Debe iniciar a las tres acciones básicas de toda vida eclesial. Son las que hoy denominan los eclesiólogos, los pastoralistas etc.., con tres términos técnicos procedentes del griego de la iglesia primitiva: la “martyria”, la “leiturgía” y la “diakonía”. Traduciendo esta terminología a nuestra lengua actual podemos decir; se trata de iniciar la Palabra de Dios (“martyría”), a la celebración sacramental (“leiturgía”) y a la acción socio-caritativa (“diakonía”). Esto quiere decir: en todo miembro de una Cofradía debe haber un conocimiento progresivo de la Biblia; debe ir participando cada vez más o mejor en la liturgia, especialmente en la eucaristía dominical. Y, en fin, ha de ir practicando con más generosidad la puesta en común de bienes (la ayuda a los necesitados, el servicio a los pobres, la dedicación de tiempo, capacidades, etc. a acciones de barrio para luchar contra la marginación, el racismo, la soledad…). De estas tres acciones eclesiales básicas nace la “koinomía”, es decir, la comunión- comunidad. Lo cual quiere decir: la comunidad es el resultado de una sintonía personal de todos y cada uno de los cristianos con la Palabra, con la Fiesta sacramental y con el Compromiso social.
He aquí la meta última de toda pedagogís eclesial, de todo catecumenado, de toda pastoral: llegar a una real experiencia comunitaria con los compañeros, las compañeras… pero también con los que la vida, la sociedad separa a través de tantos comportamientos estancos (clase soecial, edad, cultura, barrio, país, raza…), conseguir superar esos muros aíslan dramáticamente a unos de otros y conseguirlo gracias a la fe en la persona de Jesús el Cristo. Esta es la entraña de toda eclesialidad. Sin ella la iglesia se queda en ser una estructura, una organización, una burocracia pero no la familia de los hijas e hijas de Dios, Padre del hermano Mayor, Jesucristo y de todos los demás seres humanos.
Una última cuestión: esa comunidad cristiana a que han de inicial las Cofradías ¿debe ser la parroquia?
Creo que tal puede ser un criterio básico o general, pero no el único.
De hecho existen comunidades cristianas no territoriales (que es un rasgo fundamental de la parroquialidad). No pienso sólo en las comunidades de base. Pienso en las agrupaciones organizadas en torno a muchas órdenes religiosas.
Creo de todos modos que el Obispo diocesano es quien mejor puede orientar en esta problemática pues él tiene o debe tener la visión de conjunto más amplia.
En todo caso lo primero es buscar la heterogeneidad; que la comunidad no se componga solamente de quienes tienen las mismas ideas. Entonces la comunidad cristiana en vez de signo de unidad deviene signo, mejor, antisigno de uniformidad. Ya no es el lugar de los que se han reconciliado entre sí, de los que han superado el antagonismo, de los que se han perdonado mutuamente. Lo propio de la iglesia en cuanto comunidad es convertirse en sacramento del reino, el cual consiste en alumbrar una Humanidad Nueva, una Nueva Creación (Apoc. 21, 1-5).
Luis Maldonado Arenas.
Catedrático de la Universidad Pontificia de Salamanca y del Instituto Superior de Pastoral de Madrid.