Cuando la directora de LA TRIBUNA me pidió una colaboración para el extra de Navidad, que casi todos los periódicos suelen poner en manos del lector por estas fechas tan entrañables, pensé que el mejor motivo para que no se olviden las tradiciones era hacer un recorrido por las plazas y plazuelas de nuestra capital y recordar cómo se celebraba por los vecinos la Nochebuena, la Nochevieja y los Reyes, echando mano de la memoria, aunque ya va fallando en ocasiones más que lo que uno quisiera.
De siempre -nos vamos a referir a las primeras décadas del siglo que ya se nos va- las dos plazas principales de la ciudad han sido la hoy Plaza Mayor y la del Pilar. La primera, ya casi desconocida en relación con aquellas fechas, debido a las sucesivas remodelaciones, tenía el nombre de Plaza de la Constitución para pasar al término de la guerra civil a llamarse Plaza del Generalísimo y ya desde la década de los setenta Plaza Mayor.
Permítaseme que exprese mi cariño por este recinto urbano de la capital, en el que se han producido tantos acontecimientos de uno u otro signo, ya que en uno de los inmuebles de los portales alegres fue donde nací y mis primeros juegos de niño los di en el paseo central, que tantas sucesivas variaciones ha ido teniendo en su estructura.
Pues bien, la Navidad se celebraba, aunque con la natural alegría, más modestamente. En aquellos años el Ayuntamiento ya demolido, era iluminado según el mayor o menor gusto de los alcaldes de turno y pare usted de contar. El público, sobre todo los grupos de jóvenes, se valían de las guitarras clásicas, de las zambombas, hoy prácticamente desaparecidas, la mayoría de ellas de fabricación propia, panderetas y los más ruidosos con almireces y tapaderas, pero el ruido do cesaba durante la hora más o menos que solía durar la Misa del Gallo, para reanudarse la fiesta y la alegría mientras había bebida y el cuerpo aguantaba.
Ya en la Nochevieja se esperaba por muchos
en la Plaza el cambio de año, pero como no faltaban los bailes en los dos
Casinos y en el local de la Sociedad Obrera Benéfica, en la calle del Jacinto
esquina a la hoy de Elisa Cendreros, la calle quedaba más para la gente que no
tenía acceso a estos lugares y que ya de madrugada solía recalar en los
«acogedores» de la calle de la Palma.
En cuanto a la Plaza del Pilar, con una fisonomía urbana totalmente distinta a la actual, era punto de reunión muy animado el Casino Artístico, situado en lo que hoy es el Banco Español de Crédito, y que no tenía más inconveniente, en alguna Navidad muy lluviosa -antes las había así alternando con los hielos y alguna nevada- que la facilidad que tenía la plaza para sufrir inundaciones al concurrir las aguas de las calles que parten de ella, circunstancia que no se vio paliada en parte hasta contar con alcantarillado toda la zona céntrica de la ciudad. Y al ser la unión obligada de ambas plazas la calle de Arcos, hoy General Aguilera, participaba esta vía de la animación popular.
Otra plaza, hoy convertida en aparcamiento total de vehículos y que según hemos leído va a ver frustrado el primitivo proyecto de serlo subterráneo, con la falta que hace, era la de don Luis Muñoz, que de chicos llamábamos plazuela, y que en tiempos de la República pasó a tener este nombre, luego sustituido por el de José Antonio y en la actualidad conocida por Plaza de la Constitución.
Pues bien, en esta plaza o plazuela se reunían los escolares que se hallaban en tiempos de vacaciones y que por su extensión permitía la práctica de juegos de la época: pídola, el gua, el dao valiéndose de piedras y los más tranquilos, la tres en raya.
Cuando alguno de nosotros acudíamos con una pelota de goma más o menos grande, se organizaba un fútbol muy primitivo, aunque queriéndose parecer al que habíamos tenido ocasión de conocer en los partidos ya más oficiales que se celebraban en el campo, sin vallas, claro, que daba al huerto de las monjas Concepcionistas, más conocidas por todos como las Terreras, o en el de la Puerta de Santa María. Pero cuando se iba la luz del día, había que poner fin a los juegos y ya de noche tomaban la calle los más mayores, con expresiones ruidosas más o menos musicales.
El barrio de Santiago, conocido
popularmente por el Perchel, dividía su participación navideña entre la plaza
de la que acabamos de escribir y las de Agustín Salido -que en el siglo pasado
era conocida por plaza de las Dominicas y en tiempos de la República tuvo el
nombre de José María de la Fuente, para recuperar el bien ganado por el
gobernador y alcalde, ilustre hijo de Almodóvar, que llevó adelante la desecación
de los terreros el siglo pasado-, y la inmediata de Santiago, que los chicos
conocíamos como plazuela y en la que también participé no poco por mi
proximidad, al vivir en el 36 de la calle de Calatrava.
Los percheleros éramos gente que no nos dejábamos ganar la partida y en aquellos días de vacaciones no era extraño algunas peleas con otros grupos de muchachos que querían participar en los juegos, 'principalmente de la zona de la calle de Morería, que presumían de ser los más valientes de la ciudad. No hay que olvidar que por aquellas fechas nuestra capital sólo tenía tres barrios suficientemente delimitados -el otro era el de San Pedro- y el número de habitantes rondaba escasamente los veinte mil.
Estas ya citadas eran las principales plazas en cuanto a animación juvenil e infantil se refiere. Pero sin proliferar demasiado el número de plazas en relación a otras ciudades, no queremos dejar de mencionar a la de San Antón, también en el barrio de Santiago y antes de que se construyera el grupo escolar, al que con acierto se dio el nombre de Cruz Prado en recuerdo a un gran alcalde, don José, al que Ciudad Real debe, entre otras mejoras, la creación del Parque de Gasset (su busto que así lo corrobora está hecho una pena, señor concejal de Parques y Jardines), plaza que durante la República cambió el nombre por el de Giner de los Ríos, para recuperar al término de la guerra civil otra vez el del santo protector de los animales.
La Plaza de San Francisco, con el gran
edificio del Hogar Provincial, que las monjas adornaban en los días de la
Navidad y que en fechas muy destacadas ofrecía conciertos a cargo de la Banda
Provincial, cuyo director era por entonces un gran músico, el maestro Antonio
Segura.
Esta plaza estuvo a punto de desaparecer en todo o en parte cuando a un alcalde, ya en años posteriores, se le ocurrió la idea de ofrecerla para construir en ella el edificio de la Escuela de Artes y Oficios Artísticos, insuficientemente ubicada en el viejo caserón de la calle de la Mata, esquina a calle del Lobo, hoy Alcántara. Menos mal que no se aceptó la sugerencia y la Escuela dispone de un moderno edificio en la Plaza de la Provincia. También en la República se cambió el nombre por el de Concepción Arenal, que al fenecer el régimen recuperó su anterior nombre y su perímetro, al ser demolidos los inmuebles que formaban un triángulo y ganar en perspectiva urbana.
Otras plazas de nuestra ciudad eran la de las Terreras, hoy de la Inmaculada Concepción, punto estratégico para muchos ciudadrealeños donde contemplar el paso de las procesiones de Semana Santa; la del Carmen, que acogía la tradicional verbena de su nombre, la de la Merced, muy recoleta y hoy reformada con acierto; la de Santo Tomás, con el frente del edificio del primitivo y único Instituto de Segunda Enseñanza, muy animada durante el curso y sobre todo en época de exámenes, ya que a dicho centro venían los estudiantes de Bachillerato de toda la provincia. Y terminamos el repaso a nuestras plazas con la referencia a dos muy emblemáticas, cada una en su incidencia diferente en la vida de la capital: la que da acceso a la plaza de toros, propiedad de la Diputación desde febrero de 1953, y que acoge a los aficionados de la provincia y aún de fuera de ella en las tardes de corrida, o en las noches en que se celebraron los Festivales de España en la década de los sesenta, y aún para mítines políticos u otros acontecimientos de masas, y que ahora ostenta el nombre de un gran amigo y excelente compañero en la crítica taurina, como Glorieta de Juan Pérez Ayala; y la del cuartel, qué tantas veces hube de pasar por ella en los dos años de mi servicio militar en el Regimiento de Artillería, en los años cuarenta, cuando ostentaba el nombre de José Calvo Sotelo, después cambiado por el de España.
Hoy el viejo cuartel de la Misericordia
alberga nada menos que el Rectorado de la Universidad de Castilla-La Mancha.
Las Letras y las Armas, o al revés, que diría Cervantes.
Cecilio López Pastor, la “Tribuna
de Ciudad Real”, jueves 24 de diciembre de 1998
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