Amo los soportales de la plaza como el peregrino los lugares dónde depositó el voto de sus más queridas, aspiraciones.
Los soportales y yo ó yo los soportales estamos ligados por un sentimiento tan misterioso como íntimo, de tal modo, que muchas de mis ideas, afectos y aspiraciones, así como también cuando recuerdo dichas que ya pasaron o lloro desventuras presentes para comprender éstas volverá identificarme con aquéllos, tengo que trasladarme al sitio donde se engendraron, los soportales de la plaza.
¡Los soportales! Tal vez crean mis lectores exageradas las anteriores afirmaciones.
¡Los soportales! calleja estrecha donde se acumulan
montones de víveres que el demonio de la gula de la población reconoce por su
campo; salchicherías que ofrecen el cuadro horripilante de cien víctimas que
sacrificó y descuartizó el hombre para acallar los fueros de su estómago; tabernas
hasta las que se arrastra perezoso el beodo para dejarse el alma en el fondo de
la última copa que apura; panaderías y ultramarinos, que sugieren la más
espantosa de las ideas, la de la lucha por la vida, el pan y los garbanzos;
alguna confitería contigua á una botica, espejo fiel de la existencia humana,
lo dulce junto á lo amargo, el placer vecino del dolor, y por último, aunque
esto debiera ser lo primero y por ello haber empezado, en mi descripción de los
soportales, una Purísima dibujada en el techo del soportal, que alimenta de
aceite para su alumbrado la piedad de un vecino, y cuya Purísima, emblema de
bondad, preside desde su modesto trono lo mismo la felicidad del que por el
soportal pasea dichoso como es el paño de lágrimas del desventurado que sin pan
ni hogar pasa la noche apegado á un poste de la plaza, embozado por todo abrigo
en su propio infortunio.
Estos son los soportales de la plaza y sin embargo de estas filosóficas y por ende tristes ideas que ellos me sugieren, yo los amo porque ellos me •evocan, como á casi todos los que aquí nacimos, recuerdos de mi infancia, de mi adolescencia y de mi virilidad.
¿Quién de la niñez no guarda el recuerdo de alguna indigestión de dulces, acarreada en aquellas confiterías, que hizo necesaria la intervención de la farmacopea y nos dió la primera noción de que en la vida lo dulce y lo amargo se tragan sucesivos y por igual?
Adolescente, ¿quién no ha llegado hasta aquellos montones de víveres provisto de la cesta de las viandas, más que con la intención de evitar en su casa el coste de una criada (que afortunadamente en la mía siempre la hubo) con el acicate del vicio naciente para sisar en las compras y adquirir las primeras cajetillas de tabaco?
Bajo los soportales de la plaza hemos sentido las primeras palpitaciones del amor, mirando desde detrás de un poste á la diosa de fresca, pura y sonrosada frente objeto de nuestro naciente delirio, estableciendo con ella, mientras la mamá ajustaba el tocino con el salchichero, esos diálogos mudos en que hablan elocuentes los ojos y el corazón. ¡Momentos fugitivos de éxtasis indefinible!
¡Los soportales! ¿Quién no guarda el recuerdo
permitidme que lo diga aunque me sonroje, quién no guarda el recuerdo de una ¡ajada!,
siquiera sea una nada más, adquirida en los soportales la noche de los
Difuntos, noche de triste aniversario en que se recuerda á los muertos y para
recordarlos mejor ¡miserable humanidad! hay que meterse en las buñolerías y
atiborrarse el estómago de tallos y aguardiente, que al fin el cuerpo es el encargado
de pagar las deudas del -espíritu, como decía Fígaro?
¿Quién, en fin, en las noches de desesperación, en las contingencias de la vida, en las crisis monetarias, en los días lluviosos no se ha puesto á cubierto bajo los soportales, refugiándose en ellos cómo en último baluarte, donde se ha defendido del aburrimiento viendo desfilar muchachas más ó menos bellas, o paseando y pensando como los peripatéticos, para dar una solución á sus males?
¡Los soportales! Estos son los sitios que yo amo como el peregrino los lugares donde depositó el voto de sus más queridas aspiraciones, y por eso estos días en que veo el cielo cubierto como mi espíritu de nubes frías, y la lluvia me empuja hácia los soportales, por donde la gente transita ya con la indumentaria propia de la estación, y el castañero junto á un poste ha hecho tienda del aire libre, desde donde vocea su mercancía: ¡tostás! ¡tostás!, volteándolas sobre el fogón en la sartén de agujeros, pienso en mi pañosa que ya se está aireando en la ventana de mi cuarto y me dispongo, como la inmensa mayoría de mis camaradas, á envolverme en ella y á buscar el cuartel, refugio y distracción de todos en las noches de invierno en Ciudad-Real.
Los soportales de la plaza.
Juan Bautista Bernabeu. Del libro “Ecos
Manchegos”. Ciudad Real 1902
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