Ya no ha venido este verano. El, siempre tan puntual, tan asiduo, tan cumplidor, no ha llegado a su cita anual con el amigo a quien le anunciara: «cuando nos veamos el próximo mes de julio, si Dios quiere». Dios no lo ha querido. Algún año tenía que ser. Y ya no le veremos más por las calles percheleras de Santiago, ni en la rebotica de Gil, ni en la imprenta de los Pérez, ni en la terraza del Manolo, ni en la redacción de «Lanza», ni por los portales de la Plaza, ni paseando por las carreteras confluentes en su Ciudad Real querido.
Bien sabe el lector que nos estamos refiriendo a Julián Alonso, ciudarrealeño legítimo, cronista oficial de nuestro pueblo y Catedrático de Enseñanza Medía en el Instituto de Cádiz. Su salud se había resentido notoriamente en los últimos años, pero su naturaleza fuerte había vencido los duros amagos invernales. Y se nos fue cuando menos lo esperábamos, en plena primavera, un domingo del mayo gaditano, exultante y florido, después de dar las clases normalmente el día anterior y en vísperas de terminar un curso más de su larga y fecunda docencia.
Julián, amigo: Tú le temías — ¿te acuerdas? — a esta hora triste de los elogios. Pero no hay
más remedio. Tú se los dedicaste, en las más sentidas necrologías que se hayan
escrito, a otros ciudarrealeños insignes que fueron: a Herencia, a Balcázar, a
Bernabéu ... A tí te los han dedicado ahora también, y en menor cantidad,
seguramente, de la que merecías, Cecilio, Dulce, San Martín, Alpera, Agostini...
Bueno, vamos a dejar ese mañana, querido Julián. Ahora se trata de tí, de
hablar de tí, de escribir sobre tu personalidad austera, cabal, singular,
completa, en una palabra.
Tu vida fue sencilla, sí, pero también múltiple
y ejemplar: desde tu nacimiento el 23 de junio de 1899, hasta este luctuoso 12
de mayo último, han sido muchos años de producción fecunda, si obedecemos el
clásico adagio de que los humanos no debemos pasar «sicut nubes, quasi naves,
velut umbra...» sino dejando alguna de estas cuatro cosas: un libro, un
discípulo, un árbol, o un hijo. Hijos no dejaste, ciertamente, querido Julián.
Pero árboles sí, y muchos, plantados y regados por tu mano cariñosa y protectora
de naturalista, y discípulos por centenares, por miles mejor, contados en tu
Ciudad Real, en Madrid, en Vigo —ya con la cátedra ganada brillantemente en
1928— y luego en Cádiz, en el Instituto y en la Facultad de Medicina.
Discípulos que te adoraban, que te querían, que aún guardan el buen recuerdo de
tus sabias enseñanzas y orientaciones, que te respetaban también — ¡qué difícil
en la docencia es eso de hacerse querer y respetar al mismo tiempo! — y que ahora
te lloran y rezan por tu alma. Y libros, Julián, también nos dejaste algunos
libros, no extensos ni muy voluminosos, pero sí densos de conceptos y ágiles de
forma. Y centenares de artículos — [casi cincuenta años escribiendo, Señor! —
en la «Tribuna», «El Labriego», «Vida Manchega», «El Pueblo Manchego», «Lanza»,
en «El Faro» de Vigo, en «Columela» de Cádiz, en «Albores» de Tomelloso y en
cuantos folletos y revistas era solicitada tu colaboración, que tu prodigabas
desinteresada y vulgarizadora . Centenares de artículos con prosa emocionada,
flúida, candente, de sabor azoriniano a veces, con manejo caudaloso del
objetivo en otras, siempre apasionada y entrañable, que bien merecen una
selección antológica para formar ese libro que fuese como un homenaje póstumo a
tu memoria, Julián, ya que tú no quisiste coleccionar y guardar esa labor
fecunda que repartiste tan pródigamente.
Catedrático y escritor fue primordialmente Julián Alonso. Y con otras manías y aficciones, además. (Huimos deliberadamente de ese atroz barbarismo de «hobby» que nos quieren imponer). Sus otras aficiones eran, por ejemplo, la pintura y la fotografía. En Julián latía el artista tanto como el poeta o el maestro. Sus dibujos eran perfectos, estudiados, detallistas, y sus fotos se conservarán en el secreto de su archivo, junto con manuscritos y valiosos recuerdos, pero también están difundidas y rubricadas como ilustración de sus trabajos literarios.
Sin embargo, la más exaltada cualidad de Julián
Alonso era su ciudarrealeñismo auténtico, apasionado, sin trampas ni
claudicaciones. Le dolía Ciudad Real a Julián Alonso. Lo amaba —o la amaba—
hasta en sus defectos: en sus callejas, hebreas o moriscas, postizadas por la
leyenda; en sus rincones, rejas y portadas; en sus plazuelas, en la heráldica
de sus escudos, en la ruina de sus murallas, en sus piedras y en sus casas
decrépitas. El habría querido una Ciudad Real progresiva, sí, dinámica y
remozada, ¡cómo no!, pero también estática y firme, clavada en su tradición de
siglos, respetuosa con su estampa clásica de pueblo castellano y manchego. Algo
muy difícil era lo que quería el buen Julián para Ciudad Real, para su Ciudad
Real, a la que tanto amó.
Y amó más aún, si cabe, a la Virgen del Prado. Aquí el amor de Julián Alonso era ya frenesí, delirio, entrega total. Desde luego, no se puede ser buen ciudarrealeño sin la devoción a su Patrona. Pero en Julián esta devoción no tenía medida, incluso con espléndidas donaciones que conocemos ahora y que él ocultaba humildemente. Cualquiera de nosotros, ¿verdad?, se conforma con poseer una estampa, una medalla. . . Pues esto no era bastante p ara Julián Alonso. Él tenía una imagen — ¿se la hiciste tú; amigo Jerónimo? —, una imagen de regular tamaño, reproducción exacta de aquella primitiva y ad o rad a que destrozaron las m anos aleves de los iconoclastas del 36, una imagen guardada en una maleta especia!, que formaba parte del equipaje en sus desplazamientos veraniegos. Una Virgen del Prado, altar portátil, que le acompañaba siempre, como el caballero medieval de la dulce leyenda.
Este era Julián Alonso Rodríguez, en síntesis, biográfica: catedrático insigne, escritor de mérito, apasionado por la historia, el dibujo y la fotografía, amigo leal, católico ferviente, manchego ilustre, ciudarrealeño de pro y Cronista oficial de la ciudad de sus amores.
Hace unos años moría Don Emilio. Ahora desaparece nuestro Julián. Ciudad Real se ha quedado sin sus cronistas oficiales. Hay algo como de orfandad en una ciudad sin Cronista.
Francisco Pérez Fernández. Boletín de
Información Municipal N.º 10 agosto de 1963
No hay comentarios:
Publicar un comentario