El Centro Esta Exaltación comenzó a
escribirse el día 26 de diciembre del año del Señor de 2023, fiesta de San
Esteban Protomártir.
I
Que tuyo sea el
principio de los tiempos,
Que tuyo sea el
amanecer.
Tú nos trazas el
perfil
de elegantes
donceles,
de esta tierra
áspera y con sed.
A tus plantas
dejamos los quehaceres
y de tus párpados
brotan
noches de luna y
Edén.
Atarazanas de
olmos viejos,
melodía con clave
color miel.
Cientos de
oraciones que emergen
en labios
rubicundos de mujer.
Elenco de súbitos
amaneceres,
desolados senderos
de fe.
Plorar sin ánima
ni enseres,
hurgar en baúles
de agua e hiel.
Sólo Tú engendras
torreones,
de fuerza áspera y
piel
curtida por entre
los rojos terrones,
roca desprendida
sin caer.
Única y perfecta
Madre de Reyes,
enhiesta y
desafiante ante el infiel
que su palabra
enmudece.
Reina y
Emperatriz, manto buriel.
Y Tú, miras y
meces la dulzura,
de niños desde tu
balcón y el riel
de Cristo, y su
espesura,
hacen del Prado
cuna y vergel.
Inmenso mar de
hoyuelos incipientes,
sonrisa de niña a
medio crecer,
júbilo de néctares
silentes,
ansias de Amor de
aquel ayer
que en tu vientre
se hizo fuerte
y partió la
Historia en dos al nacer.
Presidente de la Real e Ilustre Hermandad
y Corte de Honor de Nuestra Señora la Virgen del Prado Coronada, Consiliario y
Junta de Gobierno.
Distinguidas autoridades religiosas,
civiles y militares de diverso rango que veláis por nosotros.
Hermanos de la Santísima Virgen del Prado.
Hermanos de las distintas Hermandades de
Pasión y Gloria de nuestra vetusta y siete veces centenaria Ciudad Real.
Hermanos de corporaciones de Puertollano,
Corral de Calatrava y Madrid que aquí nos acompañáis en el camino común del
culto a la Reina de los Cielos.
Representantes de asociaciones y tejido
vivo de nuestra sociedad.
Pueblo de Ciudad Real, en definitiva, que
deposita el peso de siglos de Historia. Elegido por la Providencia para ser
parte de un plan inédito pero seguro.
Heme aquí como parte de este humilde
trazado de madejas tejidas con hilos invisibles que es la Historia. La Historia
de nuestra ciudad postrada desde siglos remotos a las plantas de Santa María
del Prado.
Heme aquí lleno de agradecimiento que tengo que extender en primer lugar a mi presentador.
Tus palabras, David, nacen de la proximidad en tantos anhelos, tantas devociones, tantos e idénticos sueños… Nuestros lazos de sangre y cercanía son sólo un regalo más de Dios. No te digo únicamente gracias porque tú sabes mucho más de esto. De batallas y trincheras en remotos parajes. De predicar en el desierto, como San Juan Bautista, sintiendo el vértigo de la soledad y el abandono. Tú lo sabes. Y ya sabes lo que es acompañar siempre a la Madre. Dar pasos abrazando sus cuitas y consolando el inmenso Amor que derraman sus plantas al caminar. No te digo más. Sigamos andando junto a Ella hasta el postrero aliento. Ese es nuestro sino. Exaltarla toda una vida con obras. Y, también, con palabras.
Gracias David.
Cuando una noche ya entrada del tibio y lejano mes de noviembre recibí la llamada de Jesús, nuestro Presidente, pero también mi amigo, no pensaba que la Virgen había trazado este nuevo sendero. Y meditaba un rato después porqué me había escondido un regalo más en la vida. Recordaba cuando muchos de los compañeros y amigos de esa primera candidatura, que aquí estamos, dimos el paso adelante y lo hicimos con la seña distintiva del “Todo por Ella”. Y no existe en el camino diario un horizonte más claro, más prístino y más lleno de luz que el que Ella nos traza con la certeza de abandonarnos a su maternal cuidado. Un “Todo por Ella” que sigue siendo faro y referencia de esta Junta de Gobierno. Un “Todo por Ella” que precede a un trabajo incansable y ejemplar. A una delicadeza y dulzura por cuidar a la Virgen, por bajarla a su pueblo, por iluminar corazones, por hacer de Ella el lucero más resplandeciente de la Nueva Evangelización.
Sois Historia porque habéis hecho Historia. Vuestro trabajo no caerá en el olvido. Ella, que todo lo sabe, que lee en el fondo de nuestra alma, atesora cada uno de vuestros gestos de cariño en el cofre jaspeado de su Inmaculado Corazón.
Seguid siendo sus servidores, seguid mostrando el camino a Cristo con Ella como faro y luz eterna. Todo agradecimiento se queda pequeño ante vuestro testimonio continuado.
Gracias desde lo más hondo del alma a esta Junta ejemplar que encabezas, Jesús.
Todo ello hace que agradecer sea la primera y última acción que debo ofrendar ante la Virgen. Un imperativo ineludible que me lleva a las sendas del recuerdo. Ella es la que me depositó en las manos de unos padres que me enseñaron a quererla desde pequeño. Siempre cuenta mi padre como el año que mi hermano Saúl y yo recibimos la Primera Comunión, el ya lejano 1989, la procesión del Corpus vino acompañada de una tormenta que hizo que muchos niños abandonasen las filas del Señor Sacramentado pero nosotros quisimos mantenernos a su lado hasta volver a la Catedral. Ese es el propósito que siempre nos han inculcado mis padres en la vida. Mantenernos al lado del Señor y su Santísima Madre cuando han salido a la calle, a encontrarse con el Pueblo de Dios. ¡Qué enseñanza tan sencilla y tan popular! ¡Tan antigua y tan desde los adentros! ¡Qué anuncio tan difícil hace siglos y en los momentos que nos tocan vivir! Dar testimonio y mantenerte coherente a pesar de las heridas, de los desprecios y de la indiferencia.
Y ese mensaje de persistencia cristiana también lo he encontrado al lado de mi esposa. Y ambos intentamos inculcarlo a nuestros hijos. En una sociedad que camina desnortada y sin referentes. O, lo que es aún peor, con contrareferentes, con modelos de comportamiento que desprecian la vida, apartan al desvalido, corrompen la inocencia, confunden al que duda…
Y es en este páramo donde la figura de
María fulgura y se encuentra oculta pero presente.
Unos muchachos, a
media luz,
con un balón.
Una fresca tarde
de agosto.
Nuestros nombres
enlazados
en recuerdos.
La naciente
primavera
de mil deseos.
Las puertas
abiertas
y el mañana
incierto.
Los viajes al
Parnaso
de tibios
azulejos.
Lo innecesario.
Lo accesorio y lo
inhumano.
Las enredaderas
que se enroscan al
ocaso.
Dame la mano
La perspectiva ha
cambiado.
como aquella tarde
de mayo.
El día de hoy se
ha derramado
entre la certeza y
el sobresalto.
La España sedienta
que mira torva a
todos los lados.
Los labios
partidos
de los
descamisados.
Dame tu mano,
que hoy no hay
función
en ningún
escenario
Tráete los lirios
marchitos
y el candor de tus
rasgos.
Vente sola, con tu
verde manto,
sin vestido y sin
zapatos.
Ven con tu sombra,
zurcida al alma,
hace años.
El cielo y la
plaza vieja.
Ladrillo y
cobalto.
Dos figuras,
pequeñitas,
Néctar de lo
cotidiano.
Así vienes,
asomando
entre los caminos llenos
de polvo,
entre los
olvidados recodos,
con cancelas de
pecho herrumbroso.
Así, desvencijada,
con nieve en el
pelo y los ojos,
con perfume a
lirios y olio.
Me ofreces tu alma
teñida de rojo,
el brillo de tus
labios
de pizarra y oro.
Así has dejado a
tus padres,
de lumbre y verbo
roto,
de aljibe y
callejones sordos.
Acariciando el
silencio insondable,
vago y añoso.
Así vagabundean
por tus venas de
pasado armonioso,
las pupilas
dilatadas
y los críos
rompiendo en sangre sus codos.
Así se han oxidado
corredores
estrechos
y coros de niños
mozos.
María me traes el
tiempo,
en frascos sin
forma ni fondo.
Las viejas ya se
han dormido
con sueños de flor
de loto.
El aire enrarecido
por siglos largos
e ignotos.
Así se queda la
vida,
flotando en
inmensos mares,
con niños rezando
solos.
Bajo el amparo de
la Madre
que limpia surcos
de lloros.
Que trae bajo su
regazo
el arrullo dulce y
el arrojo.
La Virgencita del
Prado,
la del susurro
amoroso.
La Virgen de mis
abuelos,
la de los días
gozosos,
la del pan bajo el
brazo,
la del armonioso
rostro.
Dame tu mano
delicada
en estas tardes de
mosto,
baja al balcón de
mi alma
e inúndalo todo.
Aquí estamos. En otra encrucijada de nuestra Historia, la sociedad parece haberse desviado de sus raíces profundas, olvidando los valores que una vez la sostuvieron firmemente. En el bullicio de la modernidad, hemos perdido de vista los referentes que guiaron a nuestras generaciones pasadas, navegando ahora en un mar de incertidumbre y relativismo.
Desde una perspectiva cristiana y revolucionaria, es imperativo reflexionar críticamente sobre este estado de cosas y reavivar las tradiciones que formaron nuestra identidad.
La tradición, en su esencia, es el hilo que conecta generaciones, transmitiendo sabiduría, valores y una identidad común. Sin embargo, hoy vemos cómo este hilo se debilita, dejando a nuestra sociedad sin un sentido claro de pertenencia y propósito. El apego secular a la tierra, un amor noble y desinteresado por el prójimo que no excluye sino que incluye, ha sido confundido y relegado por una indiferencia peligrosa. Necesitamos redescubrir la veracidad del compromiso con nuestros semejantes, compromiso, en primer lugar, con los más cercanos y que integra nuestra herencia cultural promoviendo el bien común por encima de intereses individuales o partidistas.
El respeto a los ancianos, custodios de la
memoria y la experiencia, se ha erosionado en una cultura que idolatra la
juventud y la novedad. Los mayores, que deberían ser venerados como fuentes de
sabiduría y consejo, son a menudo marginados y olvidados. La Biblia nos enseña:
"Levántate ante las canas y honra al anciano" (Levítico 19:32). Recuperar
este respeto es crucial para restablecer el equilibrio y la continuidad en
nuestra sociedad.
La defensa de la vida desde su concepción
hasta su final natural es otro pilar
fundamental que se tambalea. En una era donde la vida humana a menudo se valora en función de su utilidad o conveniencia, es revolucionario defender su dignidad intrínseca. Cada vida es un don sagrado, una verdad que se ha oscurecido en debates polarizados. "Antes de formarte en el vientre, te conocí; antes de que nacieras, te consagré" (Jeremías 1:5), nos recuerda la Sagrada Escritura, subrayando el valor infinito de cada ser humano.
Es en este contexto en el que debemos mirar a figuras inspiradoras como la Virgen María, cuyo ejemplo de fe, humildad y fortaleza nos guía en momentos de confusión. María es la Madre del Evangelio viviente. Ella nos enseña que la verdadera revolución comienza en el corazón, con un sí a Dios y a los valores eternos que trascienden cualquier moda pasajera.
La familia encuentra en María un modelo perfecto de devoción y entrega.
Reina de las familias, su corona no está hecha de oro, sino de los gestos sencillos y cotidianos que transforman el amor en vida. Bajo su amparo, cada casa se convierte en un santuario, cada mesa en un altar, y cada abrazo en una manifestación del amor divino. En su sonrisa, los niños encuentran protección; en su silencio, los padres descubren sabiduría; y en su fidelidad, todos hallamos un ejemplo de entrega al plan de Dios.
Así contemplan los siglos a Santa María del Prado.
Perlas que han
quedado anudadas
en el filo de tus
finos cabellos.
Y entre los
juguetones ábregos
se han dormido
ángeles efebos.
Con los lirios que
plantó madre
han nacido
pensamientos,
que abren de tarde
en tarde,
con el ruido de
los vencejos.
Y hacen coro en la
tierra reseca
de mis indomables
ancestros
buscando la senda
de carros y de rejas,
y de maderos cansados
por los vientos,
con el peso de los
soles
y el lustre de
bellos lienzos.
El frío en los
huesos,
la vida tendida en
el lecho,
el alma abierta
y el dolor dulce
de los besos.
Todos esparcidos,
regados
a las plantas de
la Virgen de Batallas,
de la Virgen del
Prado viejo.
Y es ahí donde empieza todo. En la familia. En tu casa empiezas a querer a la Virgen. La ves como reflejo de tu madre. Y también de tu abuela. Como faro de fe y asidero. La ves, desde pequeño, como el escape a todos tus duelos, a todos tus miedos y a todos tus deseos. En lo más alto del Cielo, desde su Camarín misterioso e incierto. Es el atronador eco de todo lo bueno. Pero también es el silencio. El más pleno, el más angélico, el más impenetrable, el más bello. Pero eso lo aprendes cuando el mundo empieza a ser difícil y buscas refugio en Ella. Y, a veces, huyes en pos de sus ojos, de sus sutiles reflejos. Sabéis de lo que hablo porque sabéis mirarla desde adentro.
Y han pasado las épocas recias de nuestros ancestros. Han brotado a su vera un universo urbano de edificios, de Historia y de silencios. Primero fue su Prado. Apenas un puñado de casas con centro en el Pozo Seco. Entre éste y la vetusta iglesia de Santa María apenas doscientos metros. Siglo XI. Tiempos de Reconquista. ¡Qué tiempos! El Pozuelo de Don Gil sería un lugar duro, inveterado y recóndito. Un lugar de frontera con escasa seguridad. A merced de los ataques de la morisma y de un contexto político cambiante.
Hay que imaginar… Virgen de los Torneos dormida en los sillares de su templo. Virgen de los Reyes que emerge en la corte de Sancho el Grande, Totium Hispaniarum Rex, en sus palacios de la heroica Pompaelo.
Alfonso VI y Marcelo Colino. Y la Virgen de Reyes que se queda entre sus hijos. Que clama al aire de un prado entre palomas y mirlos. Entre encinas y quejigos. Se queda postrada con un Niño que, en sus brazos, se ha quedado dormido.
Y llega el rey Alfonso y traza una muralla
para defender la devoción a la Virgen de las Batallas.
Sin lugar a dudas la Villa Real estaba
llamada a ser un lugar de importancia en el camino de Toledo a Sevilla, Córdoba
y Granada.
Y la corona de la Villa “grande et bona”
que en torno a la Virgen levantaría sus puertas, sus collaciones, sus iglesias
y conventos. La piedad y la fe sencilla del ciudadrealeño.
El infante de la Cerda no ciñó corona pero
exhaló el espíritu bajo tu égida en la Villa de Reyes, en el ya olvidado
Pozuelo.
La Orden de Calatrava, amenaza y gloria, de Malas Tardes y ventisqueros.
Y con el paso de los años los enfrentamientos, tensiones y rencillas de sus vecinos. La Peste negra, el progrom de 1391 que redujo a cenizas la judería y sus sinagogas. Las leyendas de moriscos y los laberintos de un mundo complejo. Culturas en guerra. A los pies de la Virgen juramentos, vivas y mueras, en un solo acto, como un autosacramental incierto.
Y los Reyes Católicos, con su visión de un mundo cristiano moderno, con una revolución política y social en sus decretos. Nombres nuevos, aires de imperio, fe cristiana, sal y océanos inéditos. Chancillería y corregimiento. Piedras duras para reedificar, tesón y sueños.
Neófitas rutas que se abren y profundos desvelos. Entre franciscanos, carmelitas, dominicos y, más tarde, mercedarios de sagaz reo.
En el corazón de La Mancha, donde el sol impera con una tiranía casi divina, Ciudad Real se alza abrazando la nueva Edad Moderna, un lugar que parece atrapado entre antiquísimos oficios y el incipiente bullicio de los nuevos tiempos. Las calles empedradas, surcadas por los carros y los caballos, son el escenario de una vida cotidiana que se despereza entre las caricias maternales de tu manto de espigas y dragones. Esperanza y consuelo.
El aroma del pan recién horneado se mezcla
con el incienso de las iglesias de San Pedro, de Santa María y de Santiago
donde los feligreses se reúnen para la Santa Misa, susurrando oraciones que se
pierden en las bóvedas góticas. Los campanarios, altivos y vigilantes, marcan
el ritmo de la vida, sus campanadas resonando como el latido mismo de la
ciudad, despertando a sus viejos gremios.
Los nobles, con sus ropas elegantes y sus carruajes adornados, pasean por las calles principales, mientras los campesinos y artesanos trabajan incansablemente para ganar su sustento. En las tabernas, los hombres discuten acaloradamente sobre el Reino y el comercio, sus voces resonando en el aire cargado de humo de tabaco y el aroma fuerte del vino blanco casi añejo. Airén secular dormido entre odres y secos leños.
En los barrios más humildes, la vida se revela en su cruda realidad. La Morería y la Judería exhalan humedad y piedras enmohecidas. Los niños corretean descalzos, sus risas inocentes resonando como una canción al vuelo, como una ofrenda a la Virgen de sus abuelos.
Y brotan con fuerza los destellos, casi mágicos, de modernidad y progreso. Las primeras imprentas comienzan a aparecer, trayendo consigo un aluvión de ideas y conocimientos. Los viajeros y comerciantes, con sus relatos de tierras lejanas, enriquecen el espíritu de un pueblo, cervantino y aventurero. Hágase la novela cotidiana y la odisea en los chaflanes terrosos de mi Villa Real de cuentos.
Y al caer la noche, las calles se sumen en una penumbra apenas rota por la luz tenue de las velas. Las sombras se alargan, y en ese ambiente de daga y sombrero de ala ancha, los susurros y rumores se multiplican. Se dice que en los rincones oscuros se urden encamisadas. Mientras la ciudad duerme, ajena al eco de su humanidad, contrita e inveterada.
Y la Ciudad Real que musita oraciones desde la era hispana de la anciana Oreto, queda y ruinosa, alarga sus calles hacia ocasos sin encontrar su cénit de epitafios. Y se queda entregada a los confines de la imagen de la Virgen que en su Prado de llanezas hace morada leve, inerte y liviana. Mensaje de eternidad que aparece en esquinas, azulejos y fachadas.
Y siguen caminando tus hijos. Por entre las escolleras de un sino difícil de describir.
Hay cambio de dinastía. Otros reyes se asoman de entre las espesuras de las Españas. Han llegado de allende los Pirineos. De un principio poco les queremos
Pero es el Rey y nosotros súbditos buenos. Nuevos aires, viejos yermos. Y camino a la Atalaya, en la Villa de Reyes, al Malo sometemos.
Y re aedificarum. Y levantamos piedra, Charitas y templos.
Y despierta entre cañones el Siglo de las
Luces. Y la Morena del Prado posa su mano en el corazón ardiente del Cardenal
Lorenzana para consolar a sus hijos. La primera Caravana Blanca, de granito y
panes ácimos de cebada. Los ojos acuosos inundados de tanta gracia.
Y bullen,
en corazón
destemplado,
cientos de
enfermos.
Y Lorenzana juega
con ellos.
El pesar pasa
raudo.
Y a tu sombra ni
presente,
ni futuro son
inciertos.
Son naturaleza
viva
en indómito
concierto.
Buscas caminos sin
duelo,
buscas huestes
sanguinas
y terciopelo.
Tratas de
acicalarte,
de usar rudimento
y sombreros.
Bajo tus plantas
ruidosos
terremotos
y hojas de enebro.
El rumor
estrellado
que se hace
alimento
y el dulce licor
salado
de tus dichas sin
tiempo.
Así germina el legado de piedra e ideas de un siglo curtido entre motines, trigo y sarmientos.
Llega el XIX después de agonizar en el horror totalizado de la más espantosa guerra. El tirano en las Españas, el pueblo desnortado, el fuego devorando almas
No hay esperanza, no hay reyes bondadosos, sólo, en el Camarín, tu fina estampa. De emperatriz y capitana.
El bullicio de la vida diaria se entrelaza con los acontecimientos históricos que sacuden el mundo y la Patria. La Guerra de Independencia y las sucesivas guerras carlistas dejan una marca indeleble en la ciudad. Los soldados, con sus uniformes desgastados y miradas cansadas, se mezclan con los campesinos y artesanos, compartiendo historias de batallas y rotas esperanzas.
Y allí también estás Tú.
En una fría mañana de invierno, cuando las nieblas se levantan, la manchega llanada despierta a Ciudad Real en su lecho de almagras pinceladas. Las primeras luces del alba comienzan a teñir de dorado la torre de la Catedral resonando sus campanas como un eco de las alabardas que alguna vez caminaron por sus escalas desvencijadas.
Se despereza un nuevo siglo entre el chirrido del progreso y los demonios de modernas e inquietas alas. La ciudad se encuentra en una encrucijada, de cambios y alboradas. El ferrocarril ha secado lagunas lodadas. Sus rumores ferrosos abren sendas voluntariosas en el dormido rumor de la Tradición. El portillo de Ciruela es la salida a aires de modernidad, a la universalidad, a los caminos de hierro y carbón que llevan a un futuro de pan y menos penurias. O eso creíamos. Los trenes, como dragones de hierro y humo, conectan Ciudad Real con otras ciudades y con complejos universos, trayendo consigo un aluvión de ideas y gentes. El sonido del silbato del tren se mezcla con el murmullo de los huertanos que bajan por Ciruela y Alarcos, donde las mercaderías y los enseres se confunde en un desorden pintoresco.
Y la Virgen se ha quedado muda de asombro.
Sus hijos se avienen a sus pies cada
quince de agosto pero sus corazones se agitan entre tanta persuasión, tanto
cambio y tanto otoño revolucionario.
Son tus ojos
o son los míos.
Pero el olvido
se me ha hecho
largo.
Son mis ojos
sofocados,
de fuego vivo
velados.
Son los míos que
te quieren
aunque no te
lancen besos,
desde el frío
atrio.
Tu casa tan
apagada,
Tan apagados tus
siervos,
Tan tristes tus
hijos
y el filo de tus
labios.
Parece que te has
dormido
en tu Camarín
desvencijado.
Ni prestes, ni
obispos,
a tus pies
postrados.
Pero en las
grietas del tiempo
nacen los nardos
que por la Octava
te regalan
de Amor
atribulados.
En la Ciudad de Reyes y caminos cruzados, donde el pasado escribió con letras doradas, hoy lloramos por los tesoros caídos, patrimonio perdido en siglos de espadas.
Los muros que un día contaron leyendas, hoy se han olvidado, polvorientos y grises, dejando en el aire las viejas contiendas, que el viento repite en susurros sin fin.
¡Ay, Ciudad Real, de Historia vestida! Tus plazas y torres en sombras quedaron, donde antes la vida de luz se encendía, ahora es el eco de lo que te arrebataron. Los palacios nobles, de mármol y gloria, hoy son fantasmas de un pasado brillante, sus arcos y puertas cuentan la historia, de victorias perdidas en tiempos distantes.
Lloran las vías, callejas y plazas, lloran las fuentes que antaño cantaron, por una riqueza humilde que, en sus añoranzas, es polvo y cenizas de lo que amaron.
En el corazón de esta tierra querida, de
esta tierra mía, cada rincón muestra una herida profunda, pues en siglos de
vida perdida, la memoria y la historia se quedaron sin musas.
Pero no todo es sombra en este lamento, pues en el recuerdo vive la esencia, de un pueblo que lucha contra el viento, para salvar su alma y su existencia.
Y la Virgen se yergue cuan rompeolas de
las tempestades mundanas. Y plora con sus hijos las caídas, las penas y pesares
que se avecinan.
Y casi sin
escucharse,
retumban cañón y
guerra.
Surcas horizontes
llenos de niebla
color mostaza,
sabor a furia y
reducto
a fortaleza
calatrava.
No tienes y te
entregas.
No dominas
pero la noche se
arrulla
en tu regazo de
golondrina.
Se arruga tu ceño
buscando perfumes
de luna.
Y la siempreviva
se pelea
con los acantos
a las plantas
de tus pies
níveos,
de mármol.
El azul noche
se ha
desintegrado.
Virgen morenita,
busto de doncella
intacto.
Sueñas vencejos
con picados
cantos.
que atraviesan
como puñales
el rocío de los
campos.
Las perlas de tu
boca
juegan a los
dados.
Nadie entenderá
nuestros huesos,
a tu vera
encalados
ni el cosquilleo
de los rosarios,
cuando jueguen,
a tu sombra,
madejados.
¡No nos entienden!
Infierno lejano,
golpes de pecho
alado.
Dame ya tus
pinceles
para sugerir tus
perfiles dorados.
Gótica
interferencia de querernos,
de quedarnos
enredados.
De ahogar gritos
a cien mil
estadios.
De merendar
obsidiana
y polvo de
amoníaco.
Y al caer burbujas
sobre nuestros
sustratos,
cortaremos el
cobrizo cableado
que cae como
cabellos
recién madrugados.
Cobrar la deuda,
apresurar el
tacto,
resucitar de entre
el cieno
de los mártires
trágicos.
Atlantes,
rubicundos y seráficos,
que leen aburridos
géneros
epistolarios.
Tu silueta de
enrejados
y el eco de los noticiarios.
Dándose la mano
han cruzado
el Parque frágiles
muchachos.
La guerra ha
comenzado.
Han saltado,
hechos añicos,
todos los viejos
peldaños.
La hiedra, la
madreselva
y el álamo
alanceado
duermen de
costado.
Les duele el alma
y sueñan
con manos
enlazadas.
Al pobre lo han
fusilado
entre la cal de
las fachadas.
Y los gritos
brotan
como claveles
nuevos
desde calles y
patios.
Dejo mi cuerpo
blanquecino y
siríaco
para tus
abalorios.
Dejo mi alma
entre papelajos y
pecados.
Dejo el flexo
encendido.
Dejo el verso
perdido.
Para siempre,
Virgen del Prado,
Entre tus pasos.
Se abren las flores finiseculares en espita. Sueltan sus simientes en oropel de riquezas flacas y arrogantes.
Sangre vertida en tierras resecas y estériles. Muchachos en candor de blancas manos. Himnos de justicia, pan y ardor guerrero. Todo en caótica mixtura sube como incólumes afrentas a la ventana de tu Camarín. Prolíficos poetas te ornan las puertas con fruición de hambre. Solo Tú sabes del lecho marchito de tus hijos en estos páramos de violencia y costuras rotas.
En la década de los años treinta, los
rumores de conflicto crecen en cada esquina, en cada tertulia de café, en cada
conversación a media voz. La tensión se siente en el aire, denso y cargado,
preludio de la tragedia inminente. Los murales y carteles de propaganda, con
sus colores desgastados y sus promesas traicionadas, se desvanecen bajo el sol
implacable de La Mancha, como fantasmas.
Tu perfil moreno
que abarca,
la sombra del
horizonte,
la sangre de los
que piden,
pan, justicia y
España.
Los hilos de oro y
la noche,
de los que empuñan
la espada.
El filo cortante
en hueso,
de niños de teta y
baba.
La viuda y la
comadrona,
pobres y
desdentadas,
que a tus pies se
postran
con criaturas
famélicas y rotas,
que la guerra
masacra
y el desprecio
amontona.
Desde lo alto de
la noche,
se clavan puñales
en tu espalda.
No quieren mirarte
a los ojos
y asumir
profundidades
de triadas de
dolor.
No quieren
colladas
de picos romos,
sólo quieren,
Madre, tu Amor.
Con el estallido de la Guerra, Ciudad Real se convierte en un escenario de dolor y desesperación. Las venganzas y las barricadas se levantan en las calles, dividiendo no solo la ciudad, sino también las almas de sus gentes.
El culto a la Virgen del Prado, patrona de la ciudad, adquiere un cariz desconocido en estos amaneceres oscuros. Es un romance prohibido, callado, silente, clandestino y furtivo. La Catedral, con su fachada imponente y sus muros llenos de historia, se convierte en un grito ante la injusticia, en una simiente llena de dolor. La imagen de la Virgen se ha perdido. Ha perecido tal y como la conocían. Su rostro ha mirado atrás en el Tiempo. Para siempre. Su mirada, medio olvidada, que contempló pasados remotos parece observar con infinita tristeza a sus hijos, encomendando cada alma perdida al abrazo eterno. La sangre de los mártires, como la de nuestro obispo-prior, se convierte en un símbolo de una inesperada redención.
Y, de repente, el silencio. Todo cubierto
por una negrura esencial. Por el olvido, la muerte y la gelidez de un invierno
que no acaba. Todo arropado por el polvo espeso del odio.
Me llega el frío
de almas de laboratorio,
se filtran los
gritos desgarrados
de ánimas
silenciadas,
entre los regazos
han quedado
prendidos
los jirones del
tormento,
los olmos viejos
del Prado
duermen sesteando
el arrullo de
sueños apagados.
Hombres en
perfecto orden
y sones lacerados,
de los hijos de la
noche
y del pecado.
Por entre las
rendijas perdidas
de tus distantes
pasos
prendes el hálito
de vida
a los
desesperados.
Y en tu sí la
valentía
dibuja anclas y
faros,
corazones vigías
de todos los
barcos varados.
La luna se
recuesta
bajo la dulce
melodía
de tus huecos
inacabados.
Agoniza la luz del
día,
duerme el ocaso.
Almas que no
respiran
brotan de tu pecho
nacarado.
Y como la suave
brisa,
del más melifluo
bálsamo,
tu mirada y tu
sonrisa,
y tu Hijo a Tí
amarrado.
Buscando las
semillas,
de días se sangre
y parto.
Los años de la primera posguerra son duros y silenciosos. El dolor se siente en cada rincón, en cada susurro de miedo, en cada mirada esquiva.
Los supervivientes, con corazones curtidos pero llenos de determinación, se mueven como ríos que vuelven a sus cauces naturales. Sus ojos, aunque reflejan el peso de las pérdidas, también brillan con una chispa indomable de futuro. Los niños juegan entre los restos de lo que fue, sus risas cristalinas alzándose como cometas en el cielo, símbolos vivientes de que la vida siempre encuentra su camino.
Las manos trabajadoras reconstruyen no
solo estructuras, sino también sueños. En cada ladrillo colocado, en cada
semilla plantada, se puede sentir el latido de una ciudad que se niega a
rendirse.
Y la Virgen del
Prado,
rehecha y nueva,
emerge tras su
reja.
Amanece, se
yergue,
la Perfecta,
la Inmaculada,
la Reina eterna,
en su atalaya de
azucenas.
Se abren paso
los niños que
juegan,
las viudas,
las madres de
mirada serena,
los tullidos y las
sirvientas.
Las niñas de las
escuelas,
los presos
y los soldados de
reemplazo se acercan.
Entonan cantos de
luz y arena.
Y muy quedos
rezan.
Veladas pero
abiertas.
Horizontes que se
quiebran.
Estallan las
ventanas,
allá donde duermen
las velas.
Ni muertos, ni
quimeras.
Ni dioses
navegantes.
Maestros sin
escuelas.
Queda menos para
amarte.
Al caer tu cabello
en sepia.
La luz ya no
atormenta.
Ni atina el
destino
en súplica y
espera.
La tarde de
acacias,
de nogal y
sementera.
Los viejos que se
asoman
con su sonrisa
enferma.
Me traes todas las
artes.
Entre herrumbrosas
rejas.
Esculpes el
donaire
de curvas y preseas.
Yo sólo soy un
hombre
con un fardo de
ideas.
Soy sólo un
fogonazo
del tiempo de
entreguerras.
Y Tú, radiante
silueta,
del día que
empieza
a desperezar
primaveras.
Y a tus plantas Ciudad Real de pasión se despierta. La vida sigue, tenaz y obstinada. Las ferias y mercados vuelven a llenar las calles de colores y sonidos. Las fábricas y talleres, motores de un terruño que lucha por levantarse, retoman su ritmo, bajo la atenta mirada del presente.
Los rugientes motores sustituyen a las viejas carretas, y la radio trae noticias y músicas que conectan a Ciudad Real con mundos de nuevas fronteras.
Tu rostro y tu faz son el regalo oculto de los desesperados. Te muestras deseosa de que te traigamos a las plantas nuestros sueños de niño y nuestros miedos de mayores. Y contigo, de la mano, recorremos los recodos de siglos e Historia compartida. Un canto a tu presencia constante, al cálido abrazo de tus ternuras maternales, a la historia de afectos que nos dejaste.
Y el hoy se resume en esquivas estampas.
Una anciana recorre la calle Azucena, atrapada en la rutina que impone una sociedad mercantilizada. Avanza lenta y achacosa. Los años, el peso del trabajo, el hogar, las exigencias de la familia, han hecho mella en su salud de acero. Es la viva imagen de nuestras madres y abuelas. El idilio de la mujer con el llano manchego, con las suaves lomas del Campo de Calatrava. Sus espíritus se han forjado en la reciedumbre de los pastizales de heladas y escarchas, de soles ardientes hasta el extremo.
Y es, en ese horizonte sin fin, que se
tiñe de violáceas, cárdenas, almagras o añiles luces matizadas. Es en esa línea
frágil del horizonte donde se postra su alma de hinojos. Con suma y delicada
humildad. Es el ‘fiat’ virginal ofrecido, de generación en generación, sin
renuncio a la constante, diaria, fidelísima lucha por el cosmos cotidiano que
la rodea. Familia y vecindad. Gozos y dolor compartidos. Todo ofrecido. Todo
por Ella.
No parece hacerse
de noche
cuando los humos
de los incendios
atosigan las
grietas de tu cuerpo.
No nos traen
frutos,
ni sincopados
fermentos
brotándote del
maternal seno
que, ahora, adopta
pose helénica.
Han salido
corriendo
los hombres de
corazón negro,
con la ráfaga
frenética del trueno.
Se han secado los
pozos
de nuestros
secretos.
Salimos, evocamos,
pisamos el suelo
reseco
con el estrépito
del mármol.
Tu boca se llena
de iones de oro y
magnesio.
Altiva tez de
ejército
de ancianos con
rostro sereno.
Aquí sigo. Y no te
entiendo.
Han pasado los
días
Tenemos de qué
hablar.
Y aprender a
querernos.
Otro paseo por la
orilla.
Otro territorio y
otro milenio.
Los pasillos que
huelen a lavanda.
Los niños que
vuelan sus deseos.
Encontrar fresias
y malvas.
Empujar al mundo
los inexplicables
pensamientos.
Deleitarme con tu
perfil cárdeno,
en la cima más
alta de mis universos,
de mis ahogos
domésticos.
Y tú mirando muy
lejos,
lejos de perdidas
rutas
y de anhelos
extremos.
Nueva noche en
blanco,
juncos elegantes
que se mantienen
despiertos.
Y la naturaleza
quebrada
entre tanto zaguán
de tus adentros.
Y las plazas a
medio hacer
por tus manos
cansadas de arquitecto.
Y la curva
praxiteliana
de tu nacarado
cuello.
Cae
irremediablemente
al saco huesudo
de mis raquíticos
versos.
Viaje de no
retorno.
Viaje perdido
entre valles y
vientos.
De tus labios
brotan vivos
orantes helechos.
Tu lengua dormita
sobre cálidos
lechos.
Emergen, tiernos,
nuevos hijillos
de plantas de
museo.
Te los traigo en
mi regazo.
Te los dejo
apoyados
en tus manos de
ébano y hueso.
Y al despertar el
alba
musitan pretéritos
rezos.
Con un Kempis
que amontona polvo
e inviernos,
como un campo sin
aventar
de oraciones y
centeno.
Acaba el diario en
falso.
Trunca la ilusión
de la mañana
con dolor de Amor
eterno.
Llueve para romper
la noche
y su insidioso
concierto.
La penumbra llena
de nubes,
de tus ojos su
velo.
Los ríos
desbordados en el valle
que forma pétreos
senos.
Nuestra ánima que
te mima
y el corazón, en
flor, en medio.
Para tí, para
siempre.
Magullado y
macilento.
Y en el jardín de los lirios blancos, la Virgen María danza con las estrellas.
Sus ojos, dos luceros en la noche, reflejan el misterio de los abismos.
Sus cabellos, hilos de plata tejidos por
ángeles, se enredan en el viento como susurros sagrados. La luna, celosa, se
oculta tras las nubes, temiendo que la belleza de María la desplace.
María es la rosa que florece en el desierto, la fuente que sacia la sed de los corazones errantes. Sus manos, suaves como pétalos de lirio, sostienen al Niño, la esperanza sempervivente de la Humanidad.
En su vientre, el mundo se renueva, como la primavera que despierta a la tierra ávida. María es el puente entre lo humano y lo divino, la escalera que lleva a la gloria y al abismo.
Sus lágrimas son perlas que caen al río de la vida, sus suspiros, melodías que el viento lleva lejos. María es la brisa que acaricia los campos de olivos, la sombra que cobija a los afligidos.
En su mirada, el universo se despliega, como un lienzo donde los colores se funden en éxtasis. María es el verso que se entrelaza con el silencio, la danza eterna que une lo finito y lo infinito.
Y cuando la noche se tiñe de azul
profundo, María se convierte en estrella, en guía luminosa. Su amor, un fuego
que arde en los corazones, una metáfora que trasciende el momento y el espacio.
Quedarán a medio
abrir
las puertas y el
tiempo.
El frío en los
tuétanos
y el olor a la
arena
de desiertos muy
lejanos.
Quedarán
generaciones enteras
a la espera
de tus sollozos de
antaño
y tus hogueras.
Quedarán las
huellas
de los amaneceres
huérfanos
en que te llenamos
el cielo
de griterío
ininteligible.
Y, aún así, te
mantienes lozana
y alerta.
El semblante
curtido
por el humo
de las batallas
venideras,
el corazón
lacerado y mustio
coronado por
cientos de quimeras.
Te rodea la duda
y la natura
enferma.
Tantos son los
desbordados
y tantos los hijos
de Eva.
Allí quedarán,
tendidos sus brazos,
subiendo peldaños,
de místicas
escaleras.
La aurora toca a
rebato
en escena
incierta.
Suspira, sin
discernimiento,
esta angosta
cantinela.
Caminos que se
abren
y se cierran si Tú
quisieras.
Quedarán tu Amor
aprisionado
y tus bagatelas.
Quedará el Verbo
en tus brazos.
Y quedaremos
inertes,
pétreos,
asaeteados.
Quedaremos en este
Prado
olvidados.
Quedará una brizna
de tus ojos.
Quedará tan poco.
Quedarás Tú.
Y quedará todo.
Es la ciudad abocetada, consagrada,
saqueada y amortajada. Es la Ciudad Real de mendigos y de gentiles hombres. Son
los vencejos y las melias. Los geranios en los balcones y las rondas que no
duermen porque sueñan. Son los hijos que te quieren y los que te dejaron
abandonada sin entenderte. Ciudad Real inerte. Ciudad Real es tu manto y
encrucijada. Y Ciudad Real te abraza cada agosto desde que tiene memoria y
alma.
Recorremos las
callejas y su alborada.
Sus amaneceres
rosados,
Sus puertas
enjalbegadas.
Sus piedras
seculares
Y los huecos de su
muralla.
Toledo imperial,
Alarcos y
Calatrava,
El Carmen y
Ciruela,
Granada y la Mata.
Directas a tu
corazón,
Senderos a tu
alma.
Tu ciudad que a ti
se ciñe
Como corona de
plata.
Y en el Pilar
yacen ecos de
historia y magma,
y en sus calles
serpenteantes,
la memoria se
aquilata.
San Pedro y su
campanario,
vigía y espadaña,
observan la vida
diaria
de un pueblo a Ti
abrazado.
Ciudad Real, tus
fuentes,
cantan cuentos de
antaño,
del Quijote y sus
andanzas,
de campos y desengaños.
Tus casas
solariegas
guardan secretos
sagrarios,
y en cada rincón,
la Virgen
y su Amor que late
en Prados.
Las piedras de la
Catedral
saben a lirio y
sudario,
su torre desafía
al cielo
añil y anaranjado.
Los jardines de
sombras
Y de golondrinas
cuajados,
recuerdan a su
Patrona
que de Amor sabe a
Prado.
En fiestas y
silencios,
resuenan gritos
infantiles,
y quejidos de
viejos,
se llena de vida
el aire.
Se acuestan los
jilgueros
besando el Camarín
con silentes
vuelos
que de Amor sabe
Prado,
de Amor Inmenso.
Ciudad Real queda
prendida,
entre tus puertas
encinta,
nos llevas hacia
la Virgen
que, queda y
mudita,
roba el corazón de
sus hijos
con madejas de
iridio y fintas
de alegres
juvenales
que sus poemas
recitan
a la Reina del
viejo Prado
que de plenitud
nos invita.
Que de Amor sabe
Prado
Solo con mirarnos
sin prisa.
¡Viva la Virgen
del Prado!
He dicho.
Esta
Exaltación se finalizó a el día 28 de junio del año del Señor de 2024, víspera
de la fiesta de los Santos Pedro y Pablo.
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