Se abrió, de par en par, la puerta de la nave del Evangelio vomitando en el campo el “fato” espeso, --¡se podía cortar de tan trabado!—maloliente, acre, contenido dentro del templo y fabricado con atroz amasijo de vahos de sudada humanidad, y olores de sebo de velas consumidas, de incienso, de niños con babas de leche cuaja y pañales manchados, de romero y manzanilla, de hinojo, de tomillo, de mejorana, recocidos al fuego completo y lento de primavera, de sangre de gañania, de amor retozón, de lágrimas de emoción que escaldan las mejillas al correr, de Ave Marías entrecortadas. Había cantado la Misa Petronilo Barrera y “Menchita”, la predicó D. Ramón, la celebró don Emiliano y la presidió, cerca de las gradas del Altar, el concejal presidente de la Comisión de Festejos del Excmo. Ayuntamiento de la capital. Arriba, de sus andas, abrazada a su Hijo enmarcada de florecidas hierbas olorosas y espigas en granazón y sarmientos cuajados de pámpanos y de “muestra” de uva, la Virgen de Alarcos, sonriente, oronda, campechanota, campesina, se empinaba para verlo todo.
Por otra puerta, --la del atrio cubierto--, con ímpetu parejo a la riada que forman las tormentas en la calle de Alarcos de la ciudad (1), llegaba la gente para rezar a la Virgen. No cabía más. El templo estaba macizo, pero seguían llegando romeros y la Señora, que quería sonreír a todos y que todos la vieran, pensó que lo mejor sería irse al campo, para recibirlos. Para salir empujó y abrió la puerta de la nave del Evangelio. Por eso, al punto, al sol y al azul cenital de aquel día, la masa humana y el aire viciado de males y de bienes, encerrados, apretujados, en la Iglesia se esponjaron fuera, se fundieron con quienes no pudieron pasar, y en vivas y gritos y Marcha Real y “cobetes” y volteos de cimbalillo y estridular de grillos, atronaron el espacio, alegraron el campo, y, como heraldo de la paz, el ruido ensordecedor corrió hasta los mas lejanos confines, que el terreno es llano y no pone reparos al bien.
“Platerico”, que “amaneao” comía hierba y rocío junto al Arzollar, sobresaltose, puso tiesas las orejas y soltó un rotundo rebuzno, y las palomas zuritas trenzaron, con sus vuelos, bandadas de arabescos sobre la ermita, y el “guarrillo”, al trotecito, con gruñir impertinente, se amagó bajo un chaparrete, y la borrega, y el gallo, y el perro, y un globo verde, ampolla de esperanza, se soltó y, recto, subió y reventó, ardiendo en lo alto, y ¡era un beso que el suelo enviaba al cielo!.
La lagartija, que estaba soleándose en la peña pelada, levanto la cabeza, meneo la cola, desperdicio una mosca y, rápida, nerviosa, se metió en la resquebrajadura de allí cerca, junto a la madriguera de conejo vigilante y tímido.
Y Ella, muy luego, apareció en la puerta del santuario orlada de flores silvestres. Con unas cuantas, que eligió de entre las más salvajes, trenzo un ramillete para prendérselo, ¡que para eso era mujer y guapa, y estaba en su heredad! Dejo que el Infantico, enredara con su juguete preferido: “el petín”, cazado entre los cardos, que suave, se acunó en el pecho del Niño y confiado y feliz, empezó a trinar alegre, sencilla, magna y acordada melodía en gracias de los creado al Creador.
Sentado en el risco frontero a ese trozo de almenada muralla, un hombre envejecido, enjuto, solo, triste, esperaba la llegada de la Virgen en su paseo triunfal. Corto es el recorrido, --ya ves: solo el perímetro exterior del santuario--, pero largo es el tiempo gastado en él, que, la Virgen, llevada a hombros hombrunos, entre brazos velludos y caras sudorosas de carol viril y joven, y sobre enjambre gritador de hirviente multitud humana, ha de pararse y mirar hacia donde, en la lejanía, visibles o no, caen cada uno de los lugares de los contornos y de donde vinieron siquiera, media docena de romero “templados” .
“Volvéla pá Valverde. ¡Párala! ¡Más que ha estao más tiempo mirando pa Alcolea!”
Y así conforme pasaba por donde se veían o debían caer, Villadiego y Poblete y Caracuel y Miguelturra y Picón y Peralvillo y La Poblachuela y Las Casas y Piedrabuena y Porzuna y Ciudad Real y Sancho Rey y El hombre envejecido, solo, triste, se levantó. Llegó, al fin, ante él, Ntra. Señora de Alarcos. ¿Sudaba, lloraba? ¡Ah, no se! Solo si sé que quieto, vertical, enjuto, cetrino, parecía el tronco, en ruinas, de un árbol, noble, desgajado por el rayo de la tormenta, recia, de una vida dura.
Se recogió la Virgen a su casa. Poco
después, los caminos y “veredas” que divergen del santuario, chorreaban, entre
los “piazos de cebá y candeal”, alegres y policromas linfas de romero que se
remansaban por doquier: bajo la umbrosa alameda del río, en la praderilla
despejada de la dulce agua del Arzollar, a la sombra de aquel peñasco, y, cual
feos despojos, iban regando papeles pringosos, mondas de naranjas, cascos de
botellas rotas, vacías latas de sardinas, hierbas pisoteadas. Otros hormigueros
humanos negreaban camino de los pueblos más distantes. En la dichosa frescura
de La Poblachuela, la tarde este lunes siguiente al domingo de Pentecostés,
rebosaban paz y alegría cada una de las señoriales y amenas huertas. Barragán,
en la suya rústica, mostraba, con orgullo, su inigualado plantel, sin
desperdicio de una pulgada de terreno, en magnífica eclosión florida.
¡Arroz, pollos, chorizos, tortilla de patatas, humo de guisotes, pan candeal, queso, vino tinto, guitarra, bailoteo, cantares, contento, aquí y allá, al aire libre, en los dilatados campos de Alarcos! Marchóse el sol y, a lo lejos, en la cúspide del cerro, aún blanquea y brilla la otra vez, solitaria casa de la Virgen, y al portón llegan y llaman y pasan, las Aves Marías del Ángelus que, con el remusguillo crepuscular, cada romero manda, de despedida, para que Ella y su Zagal recompongan el ramo de la mañana, ya ajado, cambiando flor por oración. ¡Estas sí que no se deshojan ni mustian, como las amapolas y las lechetreznas!
Y el biencautivo “petín” canta que te canta, y la luz de aceite de la lámpara, baila que te baila, y la lechuza, en la espadaña, chista que te chista, y los grillos, locos, sin hacerla caso.
¿Y el hombre enjuto, solo, triste y envejecido? A pie bajo la cuesta del cerro, camino por las lindes de los sembrados, se encendió en luces de sol poniente cuando iba por el acirate del camino viejo, lo amparó la noche, se perdió ¿en el campo? ¿en la ciudad? Quizá fuera a anegarse, otro año más, en la charca extensa de su turbulento pasado amoroso. Ya, por la mañana, aquel día, cuando pasaron ante él la Madre y el Hijo, les tiro su oración para que lo metieran dentro del grano, crujiente, de una espiga del ramo. Allí, muy cerca de Ellos, ¡hasta que al año siguiente les llevara otra plegaria nueva!
Y así fue hecho. El moscardón de colores
que se escapó de la Iglesia por un cristal partido del rosetón bello vio,
mientras merodeaba el arco florido de la Señora, la oración guardada en grano,
y se lo contó, en secreto, a la presumida mariposa blanca que le esperaba
meciéndose en el amarillo jaramago del muro cuarteado.
Todo esto ocurría hace muchos, treinta, cuarenta, cincuenta, años. Entonces se iba a la romería de Alarcos a caballo, en borrico, en tartana o en carro, y, desde la casilla que hay en la falda del cerro, se subía a pie la áspera cuesta que remata en los poyos de la puerta del castillo. Entonces, la imagen secular, hermosa a pesar de la burda y fea pintura con que se la quiso embadurnar, mostraba la gótica galanura, la solemne esbeltez, de su gallardo cuerpo vestido a lo elegante de distinguida romana, y quebraba, leve y airosa, la cintura para mejor aguantar al Hijo, y todo esto nos hacía recordar a la Virgen de la Estrella del trascoro catedralicio de Toledo. Entonces, el aljibe tenía agua clara y fresca. Entonces, quienes, cada año, suben a reparar grietas al santuario aún no se habían calentado con las brasas hechas con los restos del artesonado de la iglesia –“¡maderas viejas pintás!”, como las llamaba la santerilla—y del cual solo se conservaban, de mucho tiempo antes, unas tablas en el archivo del Ayuntamiento. Existía, en el interior del templo, hacia los pies de la nave del Evangelio, un reducido mechinal con una bellísima pétrea crucecita gótica. No se veían los muros de la escalera y del camarín de la Virgen de tantos exvotos como allí coleaban: figuras de cera, hábitos, matas de pelo, muletas, retratos, ingenuas pinturas de milagros con pintorescas leyendas. Por entonces, en los puentecillos que ponían el día de la romería, le daban a uno, ¡por cinco céntimos! “una almorza de garbanzos” “rizaos”, y a perra gorda costaba el “puñaejo” de caramelos de miel o de almendras con su buen cortezón de azucarado almidón blanco, rosa, azul, y rosquillas, bizcochos, aguardiente, “limoná” “¡se mercaban por menos de ná!”
Ahora hay otro simulacro de la Virgen desaparecida, pero es poco feliz y endeble y dulzón; voló “el petín”; desapareció la cruz del mechinal; las paredes del camarín están peladas; los altramuces, garbanzos y pitos y rosquillas ¿a cuánto dice usted que cuestan hoy? ¡Ya no se ha vuelto a ver al hombre envejecido, pobre, triste, enjuto, solitario! El Santuario se quebranta y arruina, fundadamente, se escalofrían los ciudarrealeños que recuerdan, de bien reciente fecha, la vergüenza del Torreón del Alcázar.
Las facetas e incidentes de la actual romería de Alarcos los conoces tú. Yo no.
(1) Nota del autor.- Como hay quien las confunde, y hasta lo escribe, bueno es aclarar que son dos y diferentes, las antiguas calles conocidas con los viejos y típicos nombres de Arcos y Alarcos. Hasta hace algunos años, por ellos las llamábamos los ciudarrealeños. Nada tenían que ver la una con la otra. Yo, al menos, no lo sé y, en caso contrario, me placería saberlo. La de Arcos es la actual del General Aguilera, que empezaba en los tres arcos –de ello tomó el nombre— que cerraban la Plaza Mayor por ese lado y fueron demolidos para levantar el actual, casi de ayer, edificio del Ayuntamiento, termina en el Pilar. La calle de Alarcos parte del Pilar y remataba, en lo que fue la Cava, en la puerta de Alarcos, donde salía la carretera que se dirigía al cerro de Alarcos, y cuyo comienzo, hasta la Cruz de los Casados constituía el paseo del mismo nombre y después, ¡ay, hasta hoy!, frondoso y, en verano, sombreado –si no lo fue más no tuvo él la culpa— paseo principal del Parque. La calle de Alarcos, en su longitud, completa, es al presente la Avenida de los Mártires.
Julián Alonso Rodríguez. Diario
“Lanza”, 9 de junio de 1962
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