Prado: “Pedazo de tierra llana en que se
deja crecer hierba para pasto”, “sitio ameno y adornado de árboles cerca de las
ciudades.
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La calle del Prado de nuestra ciudad es
céntrica, corta y estrecha. Partiendo de la Feria remata en la de la Azucena.
En la acera de la izquierda están las fachadas de las casas del antiguo alcalde
Peñuela y de Peco, pero la mayor parte la ocupan un alto paseo marginal del
Prado y, al término, el ábside de la Catedral, con la ventana del Camarín donde
la Virgen, tras la reja, recibe, durante la noche, el chorro continuo de las
plegarías que sabe de los devotos que la saludan desde la pared frontera de la
calle.
En la tanda de la derecha, la calle
Prado, en uno de los esquinazos que forma con el remozado callejón del Casino,
tiene el edificio de la Inspección de Primera Enseñanza, en el caserón que fue
Gobierno Civil y Academia General de Enseñanza, y; en la otra esquina, el
Casino, en el lugar que ocuparon unas casas y huertos de las que hablaremos
luego. A continuación se ensancha la calle. Tal vez lo hicieron con la idea de
iniciar la mayor anchura de toda y allí se abre la puerta, cochera del Palacio
del Sr. Obispo, la fábrica de gaseosas de otro alcalde que fue: “el alcaldillo”
–porque tenía muy reducida talla- Ruiz de León, con magnificas palmeras en el
patio, y la flamante, novísima y modernísima, Casa de la Cultura, edificada en
los terrenos del antiguo pozo de la Virgen, y que ha estrechado la calle al no
tenerse en cuenta la verdadera fachada de la casa del Pozo y seguir la que se
levantó para una nonnata casa de socorro invasora de una faja de terreno de
ensanche. Viene luego otra casa a la cual se arriman los devotos que rezan a la
Patrona por la noche, ante el Camarín. En la final de la calle de este nombre
que hace esquina con la del Prado.
Otro edificio más, y termina la calle
del Prado, que tiene poco tránsito en los dos tercios finales de su longitud,
pues casi todo el de peatones lo absorbe el paseo y el rodado es escaso de por
sí.
Quizá os entretendría y no estaría de
más recordar aquí, incluso copiando mucho, lo que hace años publiqué en LANZA
–y ya era recopilación en gran parte- sobre el Prado, lugar de expansión
ciudadana con características, particularísimas, nuestras, y único que tenía la
ciudad hasta que el Parque fue hecho.
El llorado amigo Paco Herencia, el que
más sabía de estas cosas, me hablaba insistentemente del paseo del Prado. Y de
aquellas conversaciones y de los datos facilitados por libros viejos y rociado
con alguna “fantasía”, compuse y publiqué el relato que reproduzco resumido:
Merinos y cabreros frecuentaban, con sus
cabañas, un amplio y apacible prado donde encontraban pasto las ovejas y
ramoneo las cabras en los frondosos matorrales. Encinas, alcornoques, sabinas y
madroñas… daban sombra, a rodales, para el sesteo. Un pozo abundoso, con pilar
colindante, donde abrevaban los ganados se abría hacia un extremo, y, a todo lo
largo, lo cruzaba el seco cauce de un riachuelo que, a cada lluvia se llenaba
fugazmente, al recoger las aguas salvajes y se desbordaba, anegándolo todo,
para volver, a poco, a ser como estaba: tal que un arañazo, sin cicatrizar. Los
pájaros de la enramada y mil vistosas florecillas, que por doquier esparcían
trinos y aromas, hacían ameno lugar una Arcadia feliz, aunque de marcado
carácter xerófitico, mediterráneo, donde los colmeneros prodigaban las corchas
para sus enjambres.
Y, así, el pozo nació cristiano, hizose moro y, tras “malas
tardes”, lo recobró la Cruz en 1088, según cuenta la leyenda, aparecióse, a
pastores y colmeneros, una Virgen sentada en una encina. No quería seguir a
reyes y prefería quedarse aquí, en la ermiteja de corchas y barro que le
hicieron en el prado.
Con el tiempo, gentes acudieron y se asentaron
en aquellos contornos. De este modo el pozo se convirtió en Pozuelo, y la aldea
pasó a villa en 1255, por quererlo un Rey, y a Ciudad Real en 1420, porque
quiso otro como recompensa a la mucha nobleza y lealtad de sus moradores, y fue
freno de Calatrava.
Y conforme el lugar crecía, la ermita
subió a parroquia de sillería y en Catedral ha rematado en nuestros tiempos.
Y, conforme el lugar se fue haciendo
populoso, casas y corrales se levantaron en las riberas del riachuelo e
hicieron dos partes el primitivo prado, unidas por el cauce seco. Una con el
pozo y el pilar. La otra, más al norte, junto a la ermiteja, conservó su
agreste carácter pratense.
En 1764, sucumbió el pozo porque el
Intendente, Conde de Benagiar, ordenó cegarlo, ¡pues “estorbaba para el paso de
su coche”!, que semejantes hechos se perpetuán a través del tiempo y del
espacio. Hoy llamamos “el Pilar” lo que resta de aquel paraje.
Hasta época reciente, existió el postrer
tramo del riachuelo que, por “el olmo viejo” del Pilar, iba a buscar “la Cava”
y lo salvaba el puentecillo en que comenzaba la calle Alarcos. Lo tapó el
alcalde Maestro por el año 1932. El resto lo hicieron desaparecer las
edificaciones y el transito, que acumularon los siglos. Recogía las aguas que
de la parte alta escurrían por la calle de Caballeros, llegaban al Prado, y por
delante del antiguo Huerto del Marqués (Mercado actual), seguían la que
llamamos avenida del Imperio hasta el “olmo viejo”. Ahora, los días de lluvias
torrenciales, las aguas, con sus inundaciones espectaculares, tratan de
recordarnos el trazado del cauce desaparecido.
Y el Prado se recortó, se estrechó, lo
achicaron invasores huertos y casas de labor. Huyeron, se desterraron, encinas
y mejoranas, jarales y herbazales, romeros, tomillos, lentiscos… ganado y
colmenas. Perdió su carácter salvaje, quedó dentro de la ciudad y siguieron
llamándole “el Prado” y, hacía el último cuarto del siglo VIII, vino a ser
“lugar asqueroso e inmundo impropio del templo” frontero, guardador de la bella
leyenda mariana ya con reflejos de plata, ropajes de sedas bordadas y sones de
campanillas, y retablo de Giraldo.
“Isidoro Madrid, hijo de esta ciudad,
principio a fomentar el Prado, poniéndole árboles”, ¿en 1778? ¿en 1783? Con
cuidado y esmero crió los que perduraban. Por su cuenta, sin gravámenes de los
vecinos, ni exacciones de los caudales públicos, ejecutó el “desmonte y
allanamiento del Prado para su riego”, por ello “el Supremo Consejo de Castilla
mandó que, de los caudales de Propios, se le asignase una ayuda de costas para
que, en lo sucesivo, continuase tan heroico ejercicio, dándole las gracias por
tan buenos servicios a la Patria y ornato y recreo del pueblo, y encargando a
los señores jueces le auxilien por esta política”.
En 1786, el campechanote Corregidor
Aguirre, “tuvo mucho celo con plantar árboles en el Prado”.
En 1787, la ciudad dio doscientos
ducados a Isidoro Madrid, para continuar su benemérita labor en el Prado.
Gracias a su trabajo en catorce años, por lo menos, que lo citan las crónicas,
podemos enorgullecernos, al cabo de casi dos siglos, de tener al Prado como el
más hermoso y típico rincón de la ciudad, aunque muy descuidadillo, desde
luego.
Don Manuel Becerril, que ocupaba el
cargo de Corregidor desde 1799, y que quedó cesante el 9 de diciembre de 1803,
decidió, el último verano de su mandato, se hiciesen asientos de piedra, según
nos cuenta el comentarista, de aquellos años, que seguimos hoy.
Un acontecimiento extraordinario e
inesperado turba la paz de Ciudad Real en 1821…
Pero ¡esto se prolonga demasiado! A mí
me parece debemos dejar lo que queda para otro día muy cercano.
Julián
Alonso Rodríguez. Diario “Lanza”, jueves 25 de mayo de 1961.
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