Domingo XXI (C) del tiempo ordinario(Lc 13,22-30):
«Señor, ¿son pocos los que se
salvan?»
«Luchad por entrar por la
puerta estrecha
1.-Hoy, el evangelio nos sitúa ante el tema de la salvación de las
almas. Éste es el núcleo del mensaje de Cristo y la “ley suprema de la Iglesia”
(así lo afirma, sin ir más lejos, el mismo Código de Derecho Canónico). La salvación del alma es una realidad en
cuanto don de Dios, pero para quienes aún no hemos traspasado las lindes de la
muerte es tan solo una posibilidad. ¡Salvarnos o condenarnos!, es decir, aceptar o rechazar la oferta del amor de
Dios por toda la eternidad.
Decía san Agustín que «se hizo
digno de pena eterna el hombre que aniquiló en sí el bien que pudo ser eterno».
En esta vida sólo hay dos posibilidades:
o con Dios, o la nada, porque sin Dios nada tiene sentido. Visto así, vida,
muerte, alegría, dolor, amor, etc. son conceptos desprovistos de lógica cuando
no participan del ser de Dios. El hombre, cuando peca, esquiva la mirada del Creador y la centra sobre sí mismo. Dios mira
incesantemente con amor al pecador, y para no forzar su libertad, espera un
gesto mínimo de voluntad de retorno.
«Señor, ¿son pocos los que se
salvan?» (Lc 13,23). Cristo no responde a la interpelación. Quedó entonces
la pregunta sin respuesta, y también hoy, pues «es un misterio inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia
del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición oportuna del cristiano»
(Juan Pablo II). La Iglesia no se pronuncia sobre quienes habitan el infierno,
pero —basándose en las palabras de Jesucristo— sí que lo hace sobre su existencia y el hecho de que habrá
condenados en el juicio final. Y todo aquel que niegue esto, sea clérigo o
laico, incurre sin más preámbulos en herejía.
Somos libres para tornar la
mirada del alma al Salvador, y somos también libres para obstinarnos en su
rechazo. La muerte petrificará esa opción por toda la eternidad...
2.-«Luchad por entrar por la puerta estrecha es estar dispuesto al
martirio
El día 28 de abril del 2006, Benedicto XVI firmó el
Decreto de Beatificación o Declaración de Martirio de los Siervos de Dios D.
Narciso de Estenaga Echevarría, Obispo Prior de las Órdenes Militares de las
Órdenes Militares (Caballero de la Orden de Santiago) y a su fiel secretario
Rvd. Sr. D. Julio Melgar Salgado, asesinados ambos el 22 de agosto de 1936 en
Ciudad <<Cuando estalló la persecución religiosa contra la Iglesia en
España, los siervos de Dios Narciso y
Julio Melgar, aunque tuvieron la oportunidad de huir, no quisieron abandonar su
ciudad>> (Decreto “Super Martyrio):
El Beato Narciso de Estenaga, junto a Santa Ángela en
Sevilla
Y diez de sus diocesanos: cuatro sacerdotes del Presbiterio de Ciudad Real, cinco Consagrados y un seglar, padre de familia y obrero de los FF.E.E, reconocidos por la Iglesia mártires de la persecución religiosa en la diócesis de Ciudad Real, el verano de 1936. Pueden y deben servirnos de ejemplo, ya que “siguieron a Cristo por el camino de la Cruz hasta el derramamiento de su sangre (...). Padecieron la muerte para testimoniar su fidelidad a Cristo y a la Iglesia” (Decreto de Beatificación, 28 de abril, 2006).
Son muy
elocuentes las palabras del Sr. Obispo y su disposión a entar por la puerta
estrecha del martirio:“El
Obispo de Ciudad Real no tiene vacaciones este año. Mis hijos pueden necesitar
de mí y aquí estaré dispuesto al sacrificio, si Dios lo quiere”.
“Preveo acontecimientos difíciles para España y quiero estar en mi
puesto”; Precisamente ahora que los lobos rugen alrededor del rebaño, el pastor
no debe huir; mi obligación es permanecer aquí”.
Como Jesús murió fuera de los
muros de la Ciudad Santa, así D. Narciso como un criminal fue alejado de su
Cátedra Episcopal sin tener la dicha de morir en medio de su rebaño. Y murió perdonando
y bendiciendo.“Matáis un hombre, pero no el espíritu” .
Pretendemos
recoger el “mensaje” emanado de la vida
de nuestros mártires y hecho para el hombre actual con la esperanza de que
sirva para la propia interiorización.
La Beatificación de este grupo de 498
mártires de España y de la diócesis nos sitúa
ante el tema que ha generado una gran polémica en España con la
recuperación de la memoria histórica. “Nuestra
moderna sociedad, permisiva y relativista, tiende a hacer arcaico y obsoleto el
hecho y la grandeza del martirio. Los cristianos mismos parece que hemos
perdido disponibilidad y aun sensibilidad para el martirio. Sin embargo es el
supremo testimonio de la verdad de Dios y de la verdad del Hombre (Card. A.
Cañizares, Homilía 17 .9.2006).
En
muchos ambientes de nuestro tiempo molesta tanto la memoria de los mártires
como el recuerdo de los pobres. Como si el lema de esta hora fuera: “ni mártires ni santos, simplemente hombres y
mujeres”. Uno de los más vivos deseos del Santo Padre Juan Pablo II con
miras al Gran Jubileo del año 2000, expresado en su Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente (10 nov.
1994), se dirigió a consolidar la memoria de quienes dieron su vida a
causa de la fe a lo largo del siglo XX, hecho que no sólo debía constatar que la Iglesia ha vuelto a ser Iglesia de
mártires, sino que estaba llamado a tener gran resonancia ecuménica. Lo
expresaba de este modo:
Dibujo sobre el martirio de D. Narciso en el Piélago
" En nuestro siglo han vuelto los
mártires, con frecuencia desconocidos, casi militi ignoti (soldados desconocidos) de la gran causa de Dios. En la medida de lo posible no deben
perderse en la Iglesia sus testimonios. Es preciso que las Iglesias locales
hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el
martirio, recogiendo para ello la documentación necesaria. Esto ha de tener un
sentido y una elocuencia ecuménica. El ecumenismo de los santos, de los
mártires, es tal vez, el más convincente. La communio sanctorum habla con una
voz más fuerte que los elementos de división" (TMA.n. 37).
El
Papa Juan Pablo II proclamaba con más fuerza lo declarado por él ya en otras
ocasiones, como en la Encíclica "Veritatis
Splendor" (n. 90-94, 6 agosto 1993), donde subraya que “los mártires marcan el paso de la vida de la
Iglesia”.
Mártir
no significa originariamente persona o realidad destrozada. Mártir es testigo fiel, fiable, seguro.
El vocabulario cristiano ha ido precisando su significado en los dos primeros
siglos de nuestra era. Siguiendo a Jesucristo, que los amó primero, se calcula
que alrededor de un millón de cristianos murieron por la fe durante los tres
primeros siglos del cristianismo. Y, en esta muerte, ellos entendían que se
iniciaba su vida plena con Dios. Dos mil años más tarde, hoy, la catequesis
eclesial afirma: “El martirio es el
supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta
la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está
unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina
cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2473).
El
mártir asume morir por el Señor, morir en el Señor. Entra por “la puerta estrecha”: acepta que Dios
reine en él y que le haga vivir misteriosamente en el paso de la muerte sufrida
por el odio a la fe. El martirio aparece a los ojos de la fe como una obra
maravillosa de Dios: por la fe, Jesucristo vive realmente en el cristiano y su
mismo Espíritu le sostiene, le hace pasar del miedo humano a la confianza
segura y al deseo amoroso de “ver a Dios”.
Recientemente
la Carta Apostólica en forma de motu
proprio “Porta Fidei”del Sumo Pontífice Benedicto XVI con la que se convoca
el Año de la fe nos recuerda que por la fe, los mártires entregaron su vida
como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había transformado y hecho
capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el amor de sus perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado
su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la
obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor
que no tarde en llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones a
favor de la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a
proclamar la liberación de los oprimidos y un
año de gracia para todos (cf. Lc 4,18-19).
Por la fe, hombre y mujeres de toda edad,
cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7,9; 13,8), han
confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí
donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la
profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se
les confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el
reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la
historia (Carta Apostólica
en forma de motu proprio “Porta Fidei”(n.13) del Sumo Pontífice Benedicto XVI,
Roma, 11 de octubre del año 2011).
Bastaría para conocer la personalidad y
fisonomía moral del Beato Narciso, recordar la elocuentísima alocución
impregnada de un suave espíritu de evangelización, que impresionó vivamente a
los oyentes, pronunciada en la Catedral de Ciudad Real rebosante de fieles el
día 12 de agosto de 1923 al tomar posesión de la Sede Prioral:
“Jamás,
comenzó diciendo el Prelado, he
experimentado emoción más grande en mi vida. ¿Qué os puedo decir? Como el
príncipe – poeta, y Moisés me considero, me siento niño, para cantar las
grandezas de Dios. Mi sentimiento puede supliros mis palabras; Os entrego mi corazón. No
me habéis preguntado a título de qué viene a vuestra diócesis este forastero,
pero yo os lo voy a decir. Soy el
enviado del Padre de vuestros padres, para estrecharos en amoroso abrazo,
llorar con vosotros en vuestras desgracias, participar de vuestras alegrías, y
dirigiros a todos bajo mi báculo de Pastor. He de encontrar en mi camino almas
buenas y generosas que serán mi consuelo en las amarguras; otras ovejas habrá
que estén apartadas del camino de la eterna salvación y he de procurar
atraerlas con dulzura y caridad al redil de Dios. Para esta misión de paz y de amor me ha enviado el Padre de
vuestros padres. Vengo también bajo la protección de la Excelsa Virgen María. Yo
que tuve la desgracia de perder a mi madre a la edad de once años, veo en la
Santísima Virgen la madre, cuya protección me ha sido siempre deparada.
Monumento en el lugar donde fue asesinado D. Narciso en
el Piélago
Por
eso al aproximarse la fiesta de vuestra Patrona, he apresurado la entrada en mi
diócesis, para que junto a la madre, tuvieseis también a
vuestro Padre. Soy un ciudarrealeño más, el último entre vosotros (...) Tomad mi corazón, lo entrego en vuestras
manos, es vuestro”[1].
El amor y devoción a la Cruz será tema frecuente en la predicación de D.
Narciso: ¡Siempre la Cruz! ¡Siempre la
Cruz!. Estas palabras subrayan los admirables párrafos del sermón
pronunciado en la misa solemne en la primera semana del mes de noviembre del
año 1934, que precedió a la bendición de las banderas de “Acción Social
Católica” y Juventud Católica Femenina de Ciudad Real; una bellísima lección
sobre la historia de la humanidad, que debe, dijo, “sus más grandes conquistas, bajo cualquier aspecto espiritual, social,
nacional, artístico, a la Cruz de Cristo: sus brazos han ensanchado la tierra
levantando sobre ella, a los pueblos grandes y gloriosos; cincelado los monumentos,
que son orgullo de los mismos; forjado las joyas que guardan, tesoros
cristalizados en reliquias; orlado de santidad o de laureles las frentes de sus
hijos; levantado a los caídos hasta el trono de Dios...” ¡SIEMPRE LA CRUZ![2].
D.
Narciso a todos exhortaba a la conversión y a vivir la “unidad de vida” y fidelidad:
“¡Cuantos honrados y buenos viven
lejos de la vida cristiana! Buenos para todos, menos para sí mismos. Aquí
recibirán toda su merced y premio. Para el más allá de la tumba no adquieren
nada. Solícitos por los demás, por los bienes tangibles, que los perderán, su
único negocio, su alma completamente abandonada, de espaldas a Dios, siempre,
menos en el momento en que con Él se enfrenten, en el crepúsculo terrible del
anochecer que no amanecerá, en la angustiosa agonía, en la hora del poder de la
inexorable, de la sin entrañas, de la avasalladora muerte. ¿Qué responderéis
entonces vosotros a Dios, al que no acompañará ya la blanda misericordia, sino
la rigurosa justicia? Escucha como escritas para ti, lector distraído, estas
pavorosas palabras del Soberano Señor consignadas en la Santa Escritura: “Te llamé y me desdeñaste, te alargué mis
brazos y me rechazaste y aún de mí te mofaste. Yo también me reiré de ti en el
día de la destrucción y ruina”[3].
M. I. Sr .D. Francisco del Campo Real, Canónigo
de la S. I. P. B. Catedral de Ciudad Real
[1] BOOP, agosto 1932, pp. 180-
182.
[2] BOAC, Año I, Núm. 18,
jueves 15 de noviembre 1934.
[3] “La historia de muchos”, BOAC, Año I – Núm. 12, miércoles 15 agosto
1934.
Debajo del altar mayor catedralicio, reposan los restos
de los Beatos Narciso y Julio
No hay comentarios:
Publicar un comentario